Cristina
Sánchez-Andrade
Editorial
Anagrama, Barcelona, 2019, 211 páginas.
Galicia es una tierra pródiga en historias contadas a la luz del
candil, una expresión que incluso sirve de título a una libro de un escritor
emblemático de esta Galicia profunda, rural y llena de misterios, de mundos
mágicos: Á lus do candil de Ánxel
Fole. Cuentos contados al calor del fuego de la lareira y transmitidos a través
de la oralidad, que suturan elementos extremadamente fantásticos, oníricos y
tremendistas, retrato de un país ultrarrealista que en nada tiene que envidiar
a Macondo, y en el que rige una lógica no real, una dialógica, alejada de
los axiomas de a lógica clásica, que da
lugar a la Galicia inmaterial, tan bien descrita por la insondable capacidad
fantástica de Álvaro Cunqueiro.
En ese miso manantial de riquezas
imaginativas, transmitidas sobre todo a través de la oralidad, bebe Cristina
Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela,
1868), tal como ya lo pudimos percibir en alguna de sus novelas, especialmente
en Las Invirnas.
El
niño que comía lana es u libro de relatos. Quince relatos que, a pesar de
su sordidez, constituyen un libro hermoso. No son relatos absolutamente
independientes. Su único nexo es el retrato de la Galicia profunda, pero en su
estructura se cuela el hecho de que algunos personajes aparecen en varios
relatos. Lo que da lugar a historias entrelazadas. El gran rasgo diferenciador
es la variedad tonal para retratar un universo bastante uniforme, pues casi
todos los relatos giran en torno a la vida de la Galicia rural y de sus gentes
pobres y en distintas épocas.
La autora, con frecuencia, echa mano del
humor, pero en otros relatos quedamos aturdidos por un tono amargo y macabro de
situaciones límites. La pobreza hace acto de presencia en otros cuentos como
trampolín para amalgamar un tono con acentos líricos y a la vez tremedista, que
confirma, como se ha escrito, un tratado literario de la crueldad, o una
poética de lo corriente y de lo extraño; y también del hedor. El resultado es un inmenso tapiz compuesto
de gentes miserables, atenazadas por la soledad, el dolor, la desesperación y
la impotencia.
Son múltiples las historias y anécdotas
encerradas en este libro. No obstante,
la impresión que saca el lector es la de estar viajando por un mundo
imaginario, sustancialmente semejante: el retrato de gente mísera, acongojada
por estampas de dolor, soledad, desesperación e impotencia. Personajes abatidos
por las circunstancias, por la desilusión, como el oficinista que busca novia
por catálogo; otros lo hacen escapando a través de la emigración a donde “no
huela a aceras fregadas ni a sopa de fideos”.
También la violencia tintura algunos
relatos. Es el caso de la niña Purita, abandonada y explotada por su padres, o
el caso de los viajeros forzados por el hambre antropófaga, el viejo avariento
que reúne un grupo familiar de asesinos para robarles las dentaduras a los
muertos o medio muertos, que luego venderá.
Tremendismo, lo revulsivo, el feísmo, la escatología.
Otro tematizan lo grimoso o lo tufo: el
perro de Manuela que mama de sus senos para que no se le seque la leche en el
viaje a América del relato “Manuela das fontes”. O la bola de lana que vomita
el niño envuelta en un líquido amarillo y viscoso como el amor. O la escena del
Marqués de Alcantara del Cuervo colocándose la dentadura, masticando como si
papara moscas y desprendiendo un olor a
tripas y a secretos y complicados procesos digestivos. Dentaduras
arrancadas de los dientes de los moribundos, de la trágica miseria mezcladas, con
creencias meigas. Lo bufo tratado a la manera de farsa trágica como “Purita”,
la niña que tiene seis dedos, los pelos como estopa, vestida de harapos e
incapaz de caminar, convertida en bordadora y en atracción de las ferias. El
hambre se viste de realidad, debido a la fuerza con la que la describe el
relato homónimo. Los náufragos
supervivientes de una lancha sacian su hambre y su sed mamando de las tetas de
Faustina. Lo mismo hace la protagonista
de “Manuela das Fontes”, ahora en Cuba, amamantando a un indiano, seducido por
el sabor de su leche dulce, del relato “La niña del Palomar”.
Y sobre todo “El Pacheco”. En este relato la
autora se centra en el tonto del pueblo, “que en realidad es el más listo”. En
un trazo de su perfil, lo vemos yendo a misa para mirar las piernas de las
mujeres. Es el tonto del pueblo, tan tonto/listo que se quedaba con todas las
vueltas. Un papel perfectamente logrado, que la autora logra basculando entre la
tradición literaria de la figura del pícaro y el retrato realista.
Una excelente colectánea por la que deambula
lo más excéntrico de la Galicia macondiana: nobles degenerados, niños
envejecidos prematuramente debido a la pobreza, pícaros, seres afectados por
enfermedades mentales. Y junto a ellos, episodios que retratan esa Galicia
mágica y profunda, pero también absurda
patria del hambre. Un gran reclamo para leer este libro.
Francisco
Martínez Bouzas
No hay comentarios:
Publicar un comentario