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lunes, 2 de septiembre de 2013

"CUENTOS" DE PASTOR AGUIAR: RECREACIÓN REAL Y FANTÁSTICA DEL CAMPO CUBANO



Cuentos
Pastor Aguiar
Editorial Pelícano, Miami, 2012, 135 páginas

   Aunque es su primer libro en solitario, Pastor Aguiar no debuta con él en la literatura. Escritor desde la adolescencia, con múltiples colaboraciones en varios medios y en todos los géneros (lírica, ensayo, narrativa) y con las alforjas bien cargadas de material aún inédito, incluida una novela sobre sus tres viajes en balsa para huir de la Cuba castrista, hoy nos agasaja con esta veintena de cuentos cercanos al género costumbrista, muy arraigado en Cuba y que tuvo en Jorge Onelio Cardoso su máximo exponente y por cuya senda camina la narrativa de Pastor Aguiar.
   El costumbrismo literario se nutre sobre todo de bocetos, no demasiado extensos, que pretenden reflejar los hábitos, usos y costumbres, así como los tipos característicos de la sociedad, animales, labores cotidianas, diversiones, zozobras y también los acontecimientos que se salen de la rutina diaria, con la intención de divertir, a la vez que nos ilustran sobre modelos de vida, sin excluir muchas veces una sutil crítica social. Y en estos cuadros de costumbres encajan sin disonancias los cuentos de esta antología de Pastor Aguiar. Seguramente debido a su conocimiento experiencial porque la existencia del escritor, en si misma una verdadera novela, quedó marcada para siempre por su trabajo en la zafra desde los ocho años, donde se amamantó con un rico caudal de valiosas experiencias  vividas en el campo cubano: la dura y desabrida experiencia de los campesinos en sus labores agrícolas y en su vida cotidiana, aderezada al mismo tiempo con otras vertientes de la realidad: la imaginación y la fantasía.
   La mayoría de estos relatos, todos ellos de mediana extensión, nos sumergen, en efecto, en el día a día del campesino cubano, en sus quehaceres, fiestas y descansos, en los ventarrones, turbonadas, goteríos, tormentas cuyos truenos se abren paso “como un puñetazo”, en ese sol inclemente de “vidrios rotos”, que formaban parte de la cotidianidad de las labores agrícolas, poblada, sin embargo, de insólitos prodigios y de acontecimientos sorprendentes. Será el globo hecho de tiras de lona que se eleva en la noche estelar con la tía loca dentro, mostrando las maletas del eterno viaje. O el reventón del corazón podrido del viejo puente de madera, a la vez que el pecho del protagonista, arrastrado por las aguas, se llena de vuelos de pájaros. Los rabos de nubes cortadas con el hacha o las tijeras y los rezos que aplacan tormentas. O Pitusa, la loca preñada que deja extasiados a los muchachos con sus tetas crecidas y la preñez agarrándose a las entrañas. O el furot de la tempestad que hace que la vieja Leocadia vea llover gente en el tanque de los animales.
   Cuentos que incluyen así mismo escenas crudas como la castración de los toretes del abuelo, escachándoles los testículos con una tabla de pino, o nos remiten al día a día de las duras faenas agrícolas, como la trilla del arroz o la lucha del pastor contra el ataque de los perros jíbaros que le hace pensar en la terrible tragedia de la muerte.
   Cuentos populares: sus pequeños o grandes héroes y protagonistas están extraídos de la gente común del labrantío cubano, con sus costumbres, sus creencias y sus fantasías. Que resaltan además el localismo no solo en sus tramas y núcleos diegéticos, sino también en el empleo de una lengua empapada del español de Cuba. Reproducción poco menos que fotográfica de la realidad a base de excelentes descripciones de ambientes, lugares, animales, objetos y utensilios en las que abundan no solo el léxico específicamente cubano, sino también los giros lingüísticos con una gran fuerza denotativa. Todos ello sin traspasar las fronteras de una lengua coloquial abierta y muy natural que convierte a este nutrido ramillete de cuentos de Pastor Aguiar en una real y a la vez fantástica recreación del campo cubano en su amplitud, sobre todo humana, que no incomoda las ansias lectoras, sino que las ilustra con este vivo retrato lleno de colorido de la realidad campesina de la Isla caribeña.

Francisco Martínez Bouzas



Pastor Aguiar


Fragmentos

“Dicen que mi tía se volvió loca con lo del parto. Había estado toda la noche gritando sin que aquello se le saliera del cuerpo. A punto de cantar el manisero, le vino una gran diarrea y con ella el muchacho. Desde entonces engordó mucho, a pesar de que cada día andaba más de quince kilómetros, teniendo en cuenta los caminos rectos hacia los brocales de los pozos y las tres vueltas que les daba en uno y otro sentido, manteniendo los brazos en cruz y enseñándole al cielo los pellos donde, según ella misma, cargaba con las maletas del eterno viaje.”

…..

“Cuando era la tarde de turbonadas, nos íbamos a jugar a la casa vieja. Era una construcción de madera, techo de hojas y piso de cemento y lozas. Como mis abuelos habían muerto años atrás, la sala y el comedor se adaptaron para escuela. Los dos cuartos se convirtieron en la casa de abono. Allí apilaban los sacos de fertilizantes hasta las soleras, que limitaban la parte superior de las paredes de tablas de pino. Este era nuestro sitio de juegos. Recuerdo que en uno de los escaparates encontré un libro de historias de sexo, donde una muchacha virgen era conquistada. Aquello fue un acontecimiento inolvidable. Lo escondimos debajo de las losas y nos disputábamos el tiempo de leer. Entre los ángulos de las paredes y los sacos, las gallinas escondían nidos y alguna vez tomamos un huevo echado para descascarlo y ver al polluelo con esbozos de plumas que, al moverse, proyectaba el piquito blando sin lograr un pío.”

…..

“El ateje lo apoyaba en su tronco de imponente vigía. Las piernas alargadas hacia la hondonada de cuero de buey y yerba fina; en la mano derecha una vara, con la que espantaba piedrecillas y de vez en vez se azotaba las puntas de los zapatos da yagua, varados al borde de un trillo, que desde el rancho, ondulaba por los yerbazales y se perdía hacia la salida del sol. Par de kilómetros al frente espejeaban unas colinas salpicadas de yuraguanos y almácigos raquíticos, con algunos cayos de marabú intercalados. Por la izquierda el juncaral de Arango, repleto de mancaperros y zarzas. Por la derecha, el rancho encerrado en la arboleda con su techo de hojas de palma real y caballete de yaguas, asomándose a los retozos del tiempo.”

(Pastor Aguiar, Cuentos, páginas 11, 30, 69)

miércoles, 19 de septiembre de 2012

LITERATURA DE SENTIMIENTOS


El pueblo que yo soñé
Hubeto Pérez Bernate
Editorial Pelícano, Charleston (USA), 2011 (2ª edición), 130 páginas.

   Una vez más con esa “asepsia lectora” que agradece cualquier escritor de quien lee y valora sus libros y por supuesto también el autor de esta novela breve, el profesor colombiano, Hubeto Pérez Bernate, director EE.UU de la Editorial Pelícano, me acerco al último libro de un escritor que por su elevado concepto ético no lo publicita por el hecho de estar publicado en la casa editorial por él dirigida.
   El pueblo que yo soñé, la última pieza narrativa de Hubeto Pérez Bernate, sumerge al lector en la literatura de sentimientos. Acostumbra ser el género lírico donde los seres humanos expresamos nuestros sentimientos. Sin embargo nunca la narrativa ha sido ajena del todo a tal expresión. El género narrativo es el relato de sucesos vividos por unos personajes en un espacio y en un tiempo. Pero esos personajes no son solamente actores de sucesos, sino que también piensan, se emocionan y sienten. Y todo ello puede ser contado. Es lo que hace el relator protagonista de El pueblo que yo soñé: hacernos partícipes de sus vivencias más íntimas, sus estados de ánimo, sus estados amorosos, centrados en este caso en el amor familiar. Narrativa de sentimientos que nada tiene que ver con la novela sentimental de los siglos XV y XVI.
   Hubeto Pérez Bernate le da forma, como he dicho, a una sencilla, pero intensa historia de amor familiar: la crónica de un viaje y de su prólogo para cumplir la última voluntad de un ser especial que arrulló la infancia del protagonista relator con historias rebosantes de mitos y leyendas. Ese ser es el abuelo recién fallecido que, a modo de testamento le encomienda al nieto la aventura  de trasladar sus cenizas desde un país latinoamericano que no nos es revelado, a un hermoso lugar en pleno corazón del Valle del Guadalhorce, Alhaurín el Grande, que en su día enamoró al hispanista Gerald Brenan  y llamado precisamente  “El pueblo que yo soñé” en una novela de Antonio Gala. Ese es el lugar que vio aflorar la vida del difunto abuelo.
   En un relato lineal, basado en la sencillez argumental y en la emotividad y que posiblemente arrancará más de una lágrima, el escritor colombiano nos hace partícipes de la pequeña peripecia de un viaje parco en hechos y en el que afloran las historias familiares y que significará el ajuste de cuentas con el destino en el pueblo soñado.
   El hilo conductor del relato de Hubeto Pérez Bernate es la vivencia de ese artífice necesario de la existencia humana que es el  amor, fuente inagotable de emociones y de sentimientos. Pequeñas digresiones descriptivas adornan  el sencillo núcleo diegético que el autor nos transmite con una lengua en la que están sobre todo presentes la naturalidad, la fluidez y la eficacia, no  exenta además de algún término (“ancianato”) o expresión (“Sonreí de aquello”), manifestaciones enriquecedoras de la común lengua que nos une a pesar de las distancias.
   Memoria estremecida pues de una historia de amor teñida de nostalgia. Literatura del sentimiento, un componente denostado con frecuencia por la crítica, que sin embargo no anula nada, sino que se convierte en un resorte especial que incentiva no solo corazones, sino también el ser entero de la especie a la que pertenecemos, hecha de razón  y también de pasión.

Francisco Martínez Bouzas


Hubeto Pérez Bernate

Fragmento

   “La frescura ha llegado a mi. Ahora siento que me he quedado aquí, a solas con el abuelo y con Alhaurín el Grande, la bella ciudad que solidariamente se escondía en las memorias del abuelo, la ciudad de su infancia y de sus hazañas juveniles, y puedo contemplar con mayor fervor cada rincón de sus calles, calculando sus huellas del pasado, un pasado que –según José- , delatan el asentamiento de fenicios, griegos, romanos, visigodos y árabes y –lo digo yo ahora-, también del abuelo. No por más, me siento libre, con la inocencia de un destino acabado tras haber respetado la memoria del abuelo cumpliendo su voluntad sin reparo”

(Hubeto Pérez Bernate, El pueblo que yo soñé, páginas 121-122)

sábado, 3 de diciembre de 2011

EL MUNDO DE EROS DE JENIFFER MOORE

Poesía de Jeniffer Moore
Jeniffer Moore
Editorial Pelícano, Miami, 2011, 132 páginas.


Un saludo ante todo para esta segunda incursión en la lírica de Jeniffer Moore, poeta desde niña de Justiniano Posse (Argentina). Su Poesía es un libro que se defiende solo porque en los versos de Jeniffer Moore hay una “sabiduría”, un gran territorio de belleza oculta que no deja que el “pathos” amoroso que la transita, se hunda en esos pequeños mares de los versos aprisionados, sino que la  incita a flotar con libertad  en un gran éxtasis, cuyas raíces nada tienen que ver con el misticismo, sino con el amor terreno, con la pasión que la autora entiende como los motores del universo.
Bautiza Jeniffer Moore sus poemas como hijos de la soledad, del infortunio o de la plenitud vital. Sus dos nombres -el heterónimo Jeniffer Moore- y el real que la poeta revela en el prólogo de su poemario, honran una poesía que quizás, en efecto, ha pasado demasiado tiempo en la soledad de los archivos, pero que, en las manos de los lectores, ayuda a vivir, a soportar las inclemencias o fierezas de la existencia. Ese gran milagro / verdad del mundo que se produce cuando la poesía se convierte en un virus que nos contagia sin solicitar nuestro permiso. Se transforma entonces en una magia que se viste en  un “mar de metáforas”, en la literalidad, en el acto que individualiza la lengua en tanto que experiencia formal y construcción personal única. Y ese gran milagro / magia / verdad del mundo incendia nuestra noches, porque en estos poemas fuertemente confesionales y existenciales que nos brinda la escritora, hallamos una explosión de esa “ubris” compuesta de risas y lágrimas, estados felizmente convulsivos. Excitaciones psico-afectivas, constitutivas de nuestra especie, y que hallan su plenitud en los estados amorosos que purgan ansiedades y transforman las experiencias humanas en momentos quizás precarios, inciertos, aleatorios, pero que vivimos como óptimos y supremos, como estados beatíficos.
De esta materia “úbrica”, pero profundamente humana, están hechos los poemas de Jeniffer Moore que se adscriben sin duda a esa tradición derivada de Gérard Genette que ve en la poesía una de las formas más intensas y prestigiadas de la escritura del yo, un arquigénero,  aunque no implique en teoría ninguna pretensión de sinceridad y de verdad referencial, ni el uso necesario de la primera persona, que no la evita por cierto Jeniffer Moore. Una forma privilegiada de ese “homo estheticus” moderno del que habla Luc Ferry.
Aunque no es el amor el único motivo de su decir poético, Jeniffer Moore traduce esa fuerza compulsiva del mundo de Eros desde el primer poema hasta el último desde ese “Provócame / desde aquel horizonte empozado en tus ojos” (página 16) de su “Pro-Vocativos sin reservas” hasta esas salutaciones (“¡Salve!...hombre de setenta y más”) del largo e impresionante poema final, “Los húmedos pliegues de las estaciones”.
Jeniffer Moore
No desprecia la poeta los privilegios fonocéntricos, aunque no es cautiva de la métrica y le otorga mayor importancia a otras dimensiones, como la enunciación y las figuras pragmáticas del poema, esas actitudes líricas que resultan del juego de relaciones entre el yo poético y el destinatario que podríamos categorizar como apóstrofe lírica, caracterizada en muchos de los poemas por la patentización en el enunciado de un tú lírico de ensalzamiento amoroso con el que la voz poética mantiene una fuerte tensión apelativa, en sus múltiples subtipos y matices: confidencial, imprecación, ruego, mandato, lamento…
Aunque no podemos confundir el yo del poema con el autor / autora que está detrás, la poesía lírica de Jeniffer Moore, eminentemente subjetiva y expresada frecuentemente en primera persona, difícilmente puede ser entendida como un simple ejercicio estético, haciendo abstracción de sus propias vivencias. Si bien desconozco las secretas claves de su decir poético, apuesto por una “poesía-verdad”, por una poesía del corazón que vive y late al compás de la escritura. Quizás es esa verdad del poema la que hace que estos versos verdaderos nos lleguen hasta tan dentro y se conviertan realmente en incendios, como diría Vicente Huidobro.

Francisco Martínez Bouzas


Fragmentos

“Busco dentro de ti
 y el alba llega
como llega la hora y el suplicio.
Hay un pájaro de fuego en nuestros ojos
que no se rendirá.

Y desde el muro
junto al jazmín que espera,
me deshago en la sombra de tus besos."
…..

“Tierra  fecunda soy
propensa al verde y las raíces.
“A mi diestra, el amante
que ondula majestuoso
en su lecho de arenas y de espumas.

Me copulan el aire, el fuego,
la risa de sus aguas contra mis pies apátridas.

Nacida fui para el bosque de tus ojos,
amanecer tardío de tu boca.”
…..

“¡Salve!... hombre de setenta y más
porque de todos eres, quien refunda
tribus perennes en mis venas.
El que ha descubierto
los antiguos albores de la luna.
Arco iris en mano, me vences
en un jaque de tres movimientos.

¡Salve!... hombre de sesenta y más
porque de todos eres quien se deja
montar sin bridas.
El que no pide ayuda cuando se ahoga
en torbellinos de mis labios.
Quien echa su armadura al fuego,
deja que el Arca se vaya con sus bestias
y me desnuda el alma mucho antes
de quitarme el anillo.”

(Poesía de Jeniffer Moore, páginas 29, 34, 130-131)
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