martes, 26 de junio de 2018

"PURA VIDA": ENTRE ILUMINADOS Y PERDEDORES




Pura vida

Vida & de William Walker

Patrick Deville

Traducción de José Manuel Fajardo

Editorial Anagrama, Barcelona, 2018, 279 páginas



    

   Pura vida. Vida & de William Walker es el título con el que Patrick Deville (Saint-Brevin-les Pins, 1957) inició su saga de historias que, partiendo del año fronterizo de 1860,  forman parte de un ambicioso proyecto de doce piezas narrativas rotuladas con el “dictum” latino: “Sic Transit Gloria Mundi”. Las seis primeras viajan de Oeste a Este. Las otras seis harán el viaje al revés. Todas ellas, Pura vida incluida, nacen con el propósito de recorrer el mundo acompañando a héroes o antihéroes, radiantes o fracasados pero que están en el origen o participaron en el desarrollo de una exploración o de una conquista, muchas veces descabellada. Novelas de no ficción que convierten hechos históricos en prosa literaria, y cimentadas en un laborioso trabajo de investigación y numerosos viajes. Se convierten en literatura cuando el escritor detiene la investigación e inventa una forma.

   En ese proyecto transformador de la literatura en historia y viceversa, han salido de la pluma de Deville  Ecuatoria (2006), Kampuchea (2011), Peste & Cólera (2012), Viva (2014). Lo hace ahora, en la edición española de Anagrama, el relato de aventuras reales del filibustero William Walker, Pura vida, que inició la serie en el años 2004.

   En la misma línea de las cuatro precedentes, Pura vida es una “novela de aventuras de verdad”. Y, al igual que ellas, profusamente documentada, intensamente épica y trágica y adecuadamente ficcional. Transitada así mismo por múltiples personajes que han construido la Historia para bien o para mal.

   Con Pura vida Patrick Deville le da existencia, o mejor dicho les permite recuperarla, a libertadores y conquistadores, revolucionarios y dictadores, figuras que forman parte de la Historia de Centroamérica como Gonzalo Fernández  Oviedo, Bolívar, Francisco Morazán, Narciso López, Antonio de la Guardia, el general Sandino, Somoza, el dictador neroniano, el Che, el Che.50, el poeta Roque Dalton, Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez… y sobre todo William Walker, un personaje que bascula entre los grotesco y lo extravagante, un loco arrebatado por ideales de aventura, ideales improvisados y que una mano oculta, la del imperialismo norteamericano -el Destino Manifiesto de los Estados Unidos para extenderse hacia el Sur- que ya en el siglo XIX movía desde la sombra la política y las revoluciones de América Latina.

   La vida de William Walker es en sí misma una fabulación, una novela marcada por la impronta de una utopía ideológica amalgamada con no poco maquiavelismo. La existencia de un héroe negativo, un verdadero filibustero norteamericano, se despliega en una novela poliédrica, laberíntica, ramificada en múltiples historias como quería Borges. En ella, desde la amalgama de historia y ficción, nos ofrece Patrick Deville, un retrato de la historia agitada de Centroamérica, con figuras legendarias y quijotescas y no poca crueldad que se deja ver en múltiples batallas y peripecias tan desmesuradas y utópicas que parecen irreales.

   La novela se inicia con una prolepsis que nos sitúa en septiembre de 1860: William Walker, tras años de combate y múltiples fracasos e intentos de conquistas imposibles, culminará pronto su derrota definitiva. Antes ha barrido a sangre y fuego buena parte de América Central. Pero a renglón seguido, reconstruye Patrick Deville la existencia de William Walker, nacido en Nashville y con una adolescencia conmocionada por el descubrimiento de los poetas románticos, Lord Byron en especial, y por la muerte del único amor de su vida, una muchacha sordomuda de largos cabellos negros. Una muerte que lo transforma en un temible soldado de fortuna, con un único sueño: presidir una república. Y, en efecto, tras recortar territorio mexicano de Sonora, logró ser, en unas elecciones amañadas, elegido presidente de Nicaragua con el propósito de restablecer la esclavitud y construir un canal interoceánico. Los ejércitos de cinco países  lo expulsarán de inmediato, mas muy pronto ataca una zona costera de Honduras. Terminaría su vida fusilado en una playa de Trujillo.

    
                                                 
William Walker

   William Walker es sin duda el centro del libro. Pero Patrick Deville, como ya hiciera en sus otras cuatros novelas-verdad, despliega en Pura vida un inabarcable mosaico de historias, compuesto de gestas, inútiles sueños de locos y elegidos, relacionadas entre sí a pesar de las distancias temporales. Un pretexto para reflexionar sobre la historia política y social de Centroamérica. Vidas llenas de actos de bravura, de felonías asesinas, de inmensas traiciones que, como escribe Deville, nada tienen que envidiar a las de los hombres ilustres de Plutarco. Una verdadera galería de iluminados de primer orden, eternos perdedores. Por ellos, por los fracasados, confiesa Deville su fascinación. Fresco también de pesadillas, de violaciones sistemáticas de los derechos humanos, de la bala en la nuca, de  la carta blanca que tenían los torturadores de Centroamérica, igual que sus colegas del Cono Sur. La misma ética de buitre, como escribió en 1985 Roberto Sosa. Topografía de las basuras de la Historia que nos permite rehacer el mapa corrupto no solo de América Central, sino también de buena parte del Continente.

   Novela fragmentaria, con múltiples rupturas temporales, con anticipos, avances y retrocesos. Patrick Deville maneja con oficio y eficacia esta su primera combinación de historia, biografía y reportaje. Acierta así mismo con esa técnica de las estructuras paralelas: los dos hilos narrativos con los que se teje este libro. La novela alterna, en efecto, secuencias de la vida, pasión y muerte de William Walker, de sus locas gestas y de los héroes y antihéroes, casi todos iluminados, que le precedieron o que, tras él, contribuyeron a crear la convulsa historia de Latinoamérica, con las propias errancias, por los mismos derroteros del escritor, y sus encuentros con Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez, Roberto Sosa, entre otros muchos.

   Ficción y no ficción, relatadas con un estilo de prosa claro y conciso, pero que adopta con frecuencia una clara tonalidad épica  gran fuerza evocativa y un acertado manejo del color, de la frescura narrativa y no pocas dosis de escepticismo e ironía. El resultado: una novela exultante que nos traslada a lo más profundo, brillante y sórdido de América Latina.









 
Patrick Deville


Fragmentos



“Durante  todos aquellos meses pasados en compañía de William Walker, recorriendo América Central  tras las huellas de su ejército fantasma, había ido descubriendo poco a poco que algunas de aquellas vidas llenas de actos de bravura admirables, de traiciones inmensas y de felonías asesinas, no tenían nada que envidiar a las de los hombres ilustres que había reunido Plutarco. Y me quedó claro que, durante los dos últimos siglos, esta  región del mundo no había sido más avara en héroes, traidores y cobardes de lo que fueron las provincias griegas y latinas en la Antigüedad: también aquí los hombres habían soñado con ser más grandes que ellos mismos y habían fracasado. Y me vino la idea de reunir algunas de esas vidas.”



…..



“En menos de un año, el hombrecito de levita negra se ha desgarrado por dentro: sigue siendo aquel niño tranquilo y tímido de Nashville y se ha convertido en el temible aventurero William Walker. Tiene la mirada alucinada de los locos y de los conquistadores. Ahora considera en secreto la posibilidad de atacar Sonora de nuevo, pero es Nicaragua la que lo espera más al sur, y en ella entrará a sangre y fuego antes de ir a morir a Trujillo, Honduras.

Varias decenas de años después de su muerte, Augusto César Sandino, el general de los hombres libres escribirá esa frase en su día grabada con un buril en mármol del Parque Central de Managua: Vuestras manos deben ser ciclón sobre los descendientes de William Walker.”



…..



“Al frente de ellos, el jovencito de levita negra manchada de sangre todavía no es consciente de que ese es su fin. Solo sabe que desde su primera expedición a Sonora, siete años antes, nunca se ha encontrado en una situación tan peligrosa.

Peo este tipo de hombre nunca se cree perdido, incluso si es perseguido como una bestia y no tiene salida, incluso si tiene una herida de bala en la pierna, ya sea en la jungla de la Mosquitia, en Honduras o en la quebrada de Yuro, en Bolivia. William Walker cree que todavía puede encontrar por casualidad en el bosque al general Cabañas y a sus hombres. Que se unirá a ellos para hacer frente al ejército hondureño que les pisa los talones. Su imaginación bulle al ritmo de su sangre enloquecida.”



(Patrick Deville, Pura vida, páginas 29, 87-88, 257-258)

viernes, 22 de junio de 2018

LE EFÍMERA BÚSQUEDA DE LA NATURALEZA EN UNA CIUDAD INDUSTRIAL


Marcovaldo, o sea Las estaciones en la ciudad

Italo Calvino

Traducción de Dulce María Zúñiga

Ediciones Siruela (Biblioteca Calvino), Madrid, 164 páginas.

(Libros de siempre)

  



   Reedita Ediciones Siruela los veinte relatos que, en traducción de Dulce María Zúñiga, escribió y publicó el escritor cubano- italiano, Italo Calvino (1923-1985), Marcovaldo, ovvero le stagioni in città. El autor es un brillante experimentador que salta de una forma literaria a otra. Es por esta razón que en su producción sea posible diferenciar varios períodos. Posiblemente el más conocido es aquel en el que se adentra en la invención fantástica, especialmente en el terreno de las fábulas y de la fabulación que permite lecturas alegóricas y simbólicas, repletas de pequeños pizcos históricos y filosóficos, tanto privados como públicos. Un período que abarcaría la trilogía I nostri antenati (El vizconde demediado, El barón rampante, El caballero inexistente).

   No obstante, Italo Calvino también es autor de una narrativa que, a pesar de una cierta contaminación derivada del mundo de la fábula y del absurdo, se acerca y escudriña e la realidad social en la que vivimos. Pertenecen a esta línea el libro que me ocupa y La giornata d’uno scrutatore, también traducido y editado por Ediciones Siruela. Marcovalo, ovvero le stagioni in città vio su publicación en dos fechas distintas: 1958 y 1963, lo que abre las puertas para permitirnos captar la evolución del autor: mucho más fabulosos y fantásticos los relatos de la primera serie, y a pesar de que trate los mismos temas -los problemas de las sociedades urbanas-, los relatos escritos en 1963 están mucho más preñados de ironía e incluso de guiños al absurdo.

   El núcleo argumental de esta colección de relatos tiene mucho que ver con el neorrealismo italiano. A leer las andanzas y reflexiones de Marcovaldo, vienen inevitablemente a la cabeza ciertos personajes de Visconti o de Vittorio De Sica. Marcovaldo, el personaje principal, es un proletario urbanita, padre de familia numerosa que sueña y busca sin descanso pequeños rayos y chispas de la naturaleza en el paisaje urbano, incluso aunque sea en forma de setas venenosas, tábanos, castaños de Indias o en el vuelo de las arceas otoñales.

   El autor dedica a cada una de las estaciones del año un ciclo de cuatro cuentos. Son los períodos en los que se desenvuelve la vida de este domesticado y a la vez irónico personaje que persigue inútilmente la naturaleza en una ciudad industrial. Una búsqueda efímera y candorosa, mas Marcovaldo jamás siente el desaliento, por mucho que se engañe y confunda, como le ocurre ya en el primer relato, “Setas en la ciudad”. Los primeros cuentos de Marcovaldo son cortos, rebosantes de chispa, y están definidos por un desenlace imprevisto en lo que prácticamente todo sale mal. Un conjunto de relatos con un carácter realista, que fusionan humor e ironía con la desabrida situación que viven Marcovaldo y su familia. Son, por supuesto, narraciones tristes y abiertamente dolientes y bruscas, ya que ponen al descubierto la paupérrima y a veces pavorosa situación en la que viven los marginados del mundo.

   Un libro sin duda de gran actualidad en estos momentos y en este mundo donde solamente manda la racionalidad instrumental y la búsqueda del beneficio económico utilitarista que tantos males está causando entre la “especie de los hombres y de las mujeres sabios y sabias”, pero esclavos y esclavas de un progreso en el que, como escribe Italo Calvino, las pérdidas son absolutas y las ganancias inciertas. Incluso aunque sea de forma indirecta, porque Marcovaldo no acostumbra emitir juicios acerca de la destrucción de la naturaleza y los desmanes de las sociedades capitalistas, rechaza Italo Calvino las concepciones finalistas de la Historia y del progreso que provocan más calamidades que beneficios. El cándido y poco menos que infantil Marcovaldo proyecta, sin embargo, en estos cuentos una honda crítica, alejada de cualquier moralismo, tanto de los estragos ecológicos como de las sociedades consumistas y del absoluto imperio del dinero.

   Y no nos equivoquemos: lo que Italo Calvino ponía en evidencia en las décadas de los cincuenta y sesenta en sus escritos, ha crecido en el momento actual de una forma exponencial. Así pues, muy oportuna la reedición de una de las obras emblemáticas de Italo Calvino.







                                                    
Italo Calvino


Fragmento



  
“Marcovaldo se esforzaba en no dejar rastro, recorría un camino en zigzag por las secciones, siguiendo ora a atareadas criaditas, ora a damas emperifolladas. Y conforme una u otra alargaba la mano para tomar una calabaza amarilla y olorosa o una caja de queso en porciones, él las imitaba. Los altavoces difundían musiquillas alegres: los consumidores se movían o paraban siguiendo el ritmo, y en el momento preciso tendían el brazo, se hacían con un artículo y lo metían en su cesta, siempre al compás de la música.
El carrito de Marcovaldo estaba ahora repleto de mercancía; sus pasos lo llevaban a adentrarse en secciones menos frecuentadas; los productos de nombre cada vez menos descifrable venían en cajas con figuras que no aclaraban si se trataba de abono para lechuga o de semilla de lechuga o de lechuga propiamente dicha o de veneno para la oruga de la lechuga o de cebo para atraer a los pájaros que se comen esos gusanos o quizá de condimento para la ensalada o para los pajaritos fritos. Por si acaso, Marcovaldo se llevaba dos o tres cajas.
De esta suerte andaba entre dos altos setos de mostradores. De pronto, el pasillo se acababa y venía un largo espacio vacío y desierto con luces de neón que hacían brillar los azulejos.
Marcovaldo se encontraba allí, solo con su carro de productos, y al fondo de aquel espacio vacío estaba la salida, con la caja. Su primer impulso fue lanzarse de cabeza empujando el carrito como un tanque y escapar del supermercado con el botín antes de que la cajera pudiese dar la alarma. Pero en aquel momento por otro pasillo próximo asomó un carrito más cargado aún que el suyo, y quien lo empujaba era su mujer, Domitila. Y, por otra parte, asomaba un tercero y Filippetto que empujaba sacando fuerzas de flaqueza.
Era aquel un punto en que los pasillos de muchas secciones convergían, y de cada embocadura salía un hijo de Marcovaldo, todos empujando sus carricoches cargados como buques mercantes. Todos habían tenido la misma idea y ahora, al volverse a encontrar, advertían que habían reunido un completo muestrario de las existencias del supermercado.
-Papá, ¿entonces somos ricos? -preguntó Michelino-. ¿Habrá como para comer un año?
-¡Atrás! ¡Aprisa! ¡Alejaos de la caja! –exclamó Marcovaldo dando media vuelta y escondiéndose, él y su carga, detrás de los mostradores; y emprendió una carrera doblado en dos como bajo el fuego del enemigo, volviendo a perderse por las secciones. Un estruendo resonaba a sus espaldas, se dio la vuelta y vio a toda la familia que, empujando sus vagones como un tren, galopaba pisándole los talones.
-¡Nos va a costar una millonada!
El supermercado era espacioso e intrincado como un laberinto: había para dar vueltas horas y horas. Con todas esas provisiones, Marcovaldo y los suyos habrían tenido para pasar todo el invierno sin salir de allí. Pero los altavoces ya habían interrumpido su musiquilla y decían:
-¡Atención! ¡Dentro de un cuarto de hora cierra el supermercado! ¡Sírvanse pasar por caja!
Había llegado la hora de deshacerse de la carga: ahora o nunca. A la llamada del altavoz el tropel de clientes caía preso de una furia frenética, como si se tratase de los últimos minutos del último supermercado en el mundo entero, una furia no se sabe si de llevarse todo lo que había o de dejarlo todo, en fin, una de empujones en torno a los mostradores y Marcovaldo, con Domitila y sus hijos, aprovechaba para reponer la mercancía en los anaqueles o para deslizarla en los carritos de otras personas. Las restituciones se hacían un tanto al buen tuntún: el papel matamoscas en el mostrador del jamón, un repollo entre las tartas. No se dieron cuenta de que una señora en lugar del carrito empujaba un cochecito con un bebé: le endosaron una botella de vino.
Eso de privarse de las cosas sin haberla ni siquiera catado era un sufrimiento como para que se saltaran las lágrimas. No es de extrañar que, justo cuando dejaban un tarro de mayonesa, les viniera a la mano un racimo de plátanos y se lo quedaran; o un pollo asado en lugar de un escobón de nailon; con ese sistema sus carritos, al compás que se vaciaban, se volvían a llenar.
La familia con sus provisiones subía y bajaba por las escaleras mecánicas y en cada piso, en cualquier parte, desembocaba en pasillos obligatorios, donde una cajera centinela apuntaba con una máquina calculadora crepitante como una ametralladora contra los que hacían ademán de salir. El deambular de Marcovaldo y familia se parecía cada vez más al de animales enjaulados o al de reclusos en una luminosa prisión de muros con paneles de colores.
Arribaron a un lugar en el que los paneles de la pared estaban desmontados, donde había una escalera de mano apoyada, martillos, herramientas de carpintero y de albañil. Una empresa estaba construyendo una ampliación del supermercado. Cumplido su horario de trabajo, los obreros se habían marchado dejando las cosas de cualquier modo. Marcovaldo, provisiones al frente, se coló por el agujero de la pared. Al otro lado reinaba la oscuridad; él siguió adelante. Y la familia, con los carritos, detrás de él.
Las ruedas de los carritos rebotaban por un suelo como desempedrado, a trechos arenoso, luego por un piso de tablas mal ajustadas. Marcovaldo avanzaba balanceándose por una tabla, los otros seguían. De pronto vieron delante y detrás y arriba y abajo un montón de luces sembradas a lo lejos y alrededor el vacío.
Se hallaban en el armazón de tablones de un andamiaje, a la altura de una casa de siete pisos. La ciudad se extendía a sus pies con un centellear luminoso de ventanas y rótulos y chispazos eléctricos de los troles de los tranvías; más arriba aparecía el cielo tachonado de estrellas y de luces rojas de antenas de las emisoras de radio. El andamiaje temblaba bajo el peso de tamaña cantidad de mercancía en equilibrio. Michelino dijo:
-¡Tengo miedo!
De la oscuridad salió una sombra. Era una boca enorme, sin dientes, que se abría avanzando sobre un interminable cuello metálico: una grúa. Bajaba hacia ellos, se detenía a su altura, la quijada inferior sobre el borde del andamio. Marcovaldo inclinó el carrito, vació su mercancía en las fauces del hierro, y siguió adelante. Domitilla hizo lo mismo. Los chicos imitaron a sus padres. La grúa cerró sus fauces sobre todo aquel botín del supermercado y con un graznador movimiento de poleas echó la cabeza atrás, alejándose. Abajo se encendían y giraban los letreros luminosos de mil colores que invitaban a comprar los productos en venta en el gran supermercado.”



(Italo Calvino, Marcovaldo, o sea Las estaciones en la ciudad, segunda parte)

miércoles, 20 de junio de 2018

UN PUEBLO QUE ES UNA SUMA DE HISTORIAS


Invierno

Elvira Valgañón

Pepitas de calabaza (2ª edición), Logroño, 2018, 132 páginas.



    

   Más bien escasa pero de gran calidad es la narrativa en español cuyo escenario es un pueblo, un paisaje rural. A la memoria me vienen Pueblo de José Martínez Ruíz (Azorín), una novela de las cosas y los lugares que comparten la vida del anónimo e inmenso pueblo. Más cercanas a nuestros días, dos obras así mismo memorables: las novelas que Luis Mateo Díez recoge en El reino de Celama, una saga ficcional unitaria cuyo centro es un territorio fantasmal transformado en símbolo. O La lluvia amarilla de Julio Llamazares, ese gran glosario de la soledad que es Ainielle, el pueblo abandonado del Pirineo Aragonés.

   En esa misma tradición literaria, podemos incluir con justicia esta historia de historias que es Invierno de Elvira Valgañón (Logroño, 1977). Siete relatos, siete historias que encierran muchas otras historias y que, entrelazadas entre si durante más de siglo y medio, delinean el retrato literario de un pueblo imaginario, Cerveda. Historias locales flanqueadas por la figura de un asustacuervos que cuida la huerta de un vecino y le inventa nombres a las estrellas sin saber que ya lo tienen. Es él, este ser de paja vestido con una chaqueta, el que recuerda y trata de comprender el mundo. Y su recordar se remonta a 1809 cundo al pueblo llega un soldado desertor de las filas napoleónicas y los vecinos lo acogen, lo curan y lo protegen contra los soldados que vienen para llevarlo. Es el mismo soldado de las guerras napoleónicas que vuelve aparecer en “El soldadito de plomo(1965)”, aunque ya no es francés sino húngaro y muere fusilado.

   Un pueblo donde el invierno dura un año entero, y al que regresa de las Américas el indiano don José, viudo y sin hijos pero muy rico. Por la casa del indiano desfilan las damas del pueblo para meterle a don José sus hijas por los ojos. Pero él prefiere visitar en Cerveda la casa de las perdidas. Y cuando la vejez le atenaza, cambia las putas por la filantropía. Al pueblo llegan otros forasteros, como un maestro nuevo con una niña y fácilmente interacciona con los vecinos. También arriba a Cerveda el enano saltarín al que los vecinos ven como un duende raquítico porque había nacido atravesado, con los huesos retorcidos como los sarmientos. A pesar de su deformidad, se paseará por el pueblo haciendo suspirar a las muchachas como si pudiese convertir la paja en oro. Desde 1965, la narración se traslada a la ferocidad de la Guerra de Filipinas, mas con anterioridad, allá por el año 1942, la narración se hace eco de los miedos de la Guerra Civil española con los muertos que aparecían al amanecer con las caras afiladas por el miedo.

   La narradora fija igualmente su mirada en las cosas inmutables de Cerveda: el río, la dehesa, el invierno, la cueva del Moro, las rosquillas de la madre, el espantacuervos del huerto de Bernabé, la casa encantada, el discurrir del tiempo marcado por el toque de las campanas de la iglesia.

   Un pueblo erigido en cronotopo y cuya única magia es la vida, tanto en los inviernos helados como en las canículas del verano, y que, por serlo, hace surgir el amor, pero en el que también se siente el aviso y la presencia de la muerte.

   Elvira Valgañón ha logrado darle vida a una historia de historias que empieza muy atrás y se prolonga hasta historias más recientes en las que, sin embargo, vuelve a cobrar vida el presente. Esa técnica narrativa (historias que se suturan entre si) le permite a la escritora crear el dibujo de un pueblo, un “paradigma de asunto rural distinto”, como se ha escrito, alejado de cualquier óptica costumbrista.

   Una prosa que, a primera vista parece muy natural pero que está admirablemente trabajada, le da forma a este fresco de un pueblo en el que cobran importancia las cosas y son protagonistas sus habitantes, con cuyos recuerdos viajamos a las guerras napoleónicas o a los miedos, fantasmas, heridas o muertes de la Guerra de Filipinas. Historias locales pobladas por vidas minúsculas y un gran regusto de nostalgia; que le dan vida una gran polifonía de voces a un imaginario humilde pueblo de la España rural, donde el tiempo parece detenerse y la amabilidad se amalgama con la crueldad.









Elvira Valgañón


Fragmentos



“La tercera vez que se despertó estaba en una cama. Le habían quitado la camisa y los pantalones. Notaba la almohada blanda bajo la cabeza y la sábana que lo cubría olía a limpio. Hacía muchos meses que no dormía en una cama. Como a lo lejos, oyó voces que decían palabras que no entendía y otras que había aprendido a entender. Grave infección, gangrena. Voces de hombres y también de una mujer.

-Es un francés -dijo la mujer.

-Es un herido -dijo otra voz- y a los heridos los curamos. Si podemos.

-Es un francés -insistió ella, con el mismo tono con el que se hubiera referido a una alimaña del monte.

Me voy a morir, pensó.”



…..



“Algo más de un año tuvo que pasar para que don Luis se decidiera a traer al pueblo lo que quedaba. Así decía él, lo que quedaba.

Seis baúles de libros, el cuadro de la joven de las manos blancas, un bargueño de puertas lacadas, un gramófono alemán de antes de la guerra que le compró a su madre cuando ella ya no podía levantarse de la cama para ir con él a los conciertos. El pueblo entero desfiló por allí para verlo, para escuchar los discos que, de milagro, pensaba el maestro, habían llegado intactos hasta allí. Casi esperaba él que el tiempo les hubiera borrado los surcos, que les pasara a los discos como a las cartas y a los retratos de antes y quedara en ellos solo un leve rastro de Schubert o Beethoven, un susurro apenas perceptible de tangos o de jazz. Pero no. Aún conservaban aquella música que tanto habían escuchado, a pesar de los años de silencio que habían pasado en el oscuro guardamuebles en el que él lo había almacenado todo cuando vació el piso para marcharse.”



…..



“Con los vinos y el calor de la estufa empezaron a volverle los colores y por fin sacó del bolsillo de la chaqueta una pitillera manoseada para encender el último cigarrillo que le quedaba, poco a poco recobrando el ánimo, buscando algún rostro familiar entre el humo del bar, tantos años hacía…Pero los olores eran los mismos que él recordaba, la nieve helada, el humo de las chimeneas, pucheros hirviendo en los fogones de las casas, el aliento cálido de las bestias que dormitaban en las cuadras. Y lo otro también, como él lo recordaba, el reloj de la iglesia, el frontón con los números medio borrados, el san Antonio que reposaba en la repisa de una ventana del bar, el mismo tenía que ser, al que le rezaba rosarios en casa, el santo en la cómoda y la voz de su madre, dulce y monótona, de madre ora pro nobis, las manos enrojecidas y agrietadas de lavar, repasando las cuentas del rosario. Cuando se despidieron le dio unos pañuelos con letras bordadas que habían sido de su abuelo, las cartas se las había ido dictando al maestro, porque ella no sabía escribir. Las traía él todas guardadas en la maleta.”



(Elvira Valgañón, Invierno, páginas 13, 29-30, 54-55)