domingo, 24 de julio de 2016

LA NARRATIVA POÉTICA E IMAGINARIA DE AMINTA BUENAÑO



Si tú mueres primero
Aminta Buenaño
Suma de Letras (sello del Grupo Santillana), Quito, 218 páginas
(Libros de fondo)

   No llegó a la literatura desde la política o la diplomacia, cosa harto frecuente en nuestros días, sino justamente al revés. Me refiero a la escritora Aminta Buenaño (Santa Lucía, Guayas, Ecuador), autora de un poemario, libros de cuentos y esta novela. Así como asidua practicante del periodismo literario en Guayaquil. Docente y luchadora incansable por la igualdad de género; y en el año 2007 diputada de la Asamblea Nacional Constituyente de Montecristi, de la que fue vicepresidenta. Embajadora de Ecuador en España y, en la actualidad, en Nicaragua. Pero sobre todo escritora.
   Este libro fue una novedad editorial en el año 2011, y en esa fecha me llegó desde Guayaquil. Pero quizás Tot, la deidad egipcia de la sabiduría, patrón de los escribas, y por tanto de los escritores, decidió con su poder oculto jugar una mala pasada: el extravió durante meses y años de la novela de Aminta Buenaño. Mas el escribano sagrado acordó ponerlo de nuevo en mis manos estos días.
   Aminta Buenaño se inició como escritora con un poemario juvenil, al que siguieron cuatro colecciones de cuentos y esta novela, gestados todos ellos en los fermentos psíquicos de la infancia, un manantial del que beben muchos escritores. En lo mitos que empaparon su niñez y adolescencia  en la piladora  familiar, escuchando de boca de los montubios, (un grupo vital en la historia ecuatoriana, de rica oralidad filosófica y literaria), que, con los sacos de arroz también acarreaban sus historias del monte, la oralidad de sus relatos de amores vedados, las leyendas de pactos con el diablo. De ese mundo mágico y fantástico brotaron las colecciones de cuentos de Aminta Buenaño. Su huella se percibe también en esta novela.
   La autora sitúa la historia en una ciudad ceñida por un nombre mítico: la centenaria Real Ciudad de la Caridad, habitada por personajes de leyenda como Eudomiro, cuya gran hazaña era haber visto el mar. También la viuda de Espinoza, la señora María Dolores que, para hacer penitencia por el desamor y la negación del sexo conyugal a su marido, le hace un juramento a las puertas de la muerte de este: llevar a los convecinos del pueblo rural a conocer el mar. Empeñada en que arribe a buen puerto su empresa, visita a sus vecinos para venderles los boletos que hagan posible la excursión. Visitas que la autora aprovecha  para contarnos sus historias en breves relatos, que bien pueden funcionar de forma independiente. Como el de don Pascual Emilio Cueva, un terrible y sombrío avaro que dejó morir a su esposa por no comprarle las recetas que el médico prescribía, o que, sabedor de que en su casa se cagaba mucho, sustituyó el papel higiénico por trozos de páginas de periódicos.
   Conocemos así, en retratos que rozan el esperpento, lo real imaginario: una amplia nómina de vecinos de Real Ciudad de la Caridad, sus costumbres, manías, inconfesables secretos, aspiraciones, amores locos, inútiles esperas, enredos sentimentales y carnales, urgencias de sexo desmedido, las encendidas o mezquinas raciones de amor dadas como “traguitos” (página 51), dolientes y espantadas confesiones de homosexualidad y de amor incestuoso, la ardiente fascinación por los cuerpos hermosos, combatida a base de agua helada, persistentes sesiones de coitos para que llegue la descendencia, que sustituye a los pájaros, “como si fuera una receta prescrita por el médico” (página 82), el sexo olido, presentido, disimulado con el libro de oraciones abierto. Y como estas, decenas de historias, alentadas además por el deseo de ver el mar que es pretexto, aliento e hilo conductor del que Aminta Buenaño se sirve para agasajarnos con estas historias que basculan entre la realidad y la magia, en un pueblo que poco tiene que envidiar a Macondo, suspendido también entre las lañas y grietas del tiempo.
   Novela escrita desde perfectivas femeninas; con personajes femeninos muy potentes frente al patriarcado y sus leyes que siempre se han empeñado en dictar cómo deben ser y sentir las mujeres. Y que, sin embargo, sucumben a los efluvios masculinos, al ardor y a la ubris de esa fuerza ancestral que es el sexo, la pasión de la que Aminta Buenaño habla sin tapujos, sin eufemismos. Paradigma de este protagonismo femenino es el empeño de la viuda y Zoila Felicidad, inmune en su lujuria a las prohibiciones del cura del pueblo y a siglos de castradora moral platónica y judeo-cristiana. Multitud de personajes secundarios, descritos tanto en sus caracteres como en sus figuras físicas con exagerada verosimilitud, recalcando las desmesuradas proporciones.
   Salvando las distancias, me atrevo a decir, como conclusión, que Aminta Buenaño, con su leguaje visual que combina lo poético con lo imaginario, renueva la vigencia del realismo mágico. No hay en la novela gallinazos metiéndose por los balcones, ni calderos, pailas, tenazas y anafes que se caen de su sitio, o niños que nacen con cola de cerdo, pero la escritura de Aminta Buenaño, volcada hacia la imaginación hiperbólica, convierte el mundo del pequeño pueblo en algo fabuloso y soñado. Magia pues de metamorfosis y exageraciones en la escritura de Aminta Buenaño en la que el lector se pierde con fruición.

Francisco Martínez Bouzas

                                                  
Aminta Buenaño

Fragmentos

“El pueblo estaba por entonces dormido, hasta que un lunes, a las seis de la mañana, en el momento justo de empinar la taza de café humeante sobre sus labios, una idea como una mariposa aleteó inquieta en la angustiada cabeza de la señora María Dolores viuda de Espinoza: ¡Eso es, organizaría una gira al mar!, contrataría la chiva de don Ricardo Ronquillo, cuya capacidad daba casi para cuarenta personas (…)
Seguro que la gira tendría éxito, porque nadie, absolutamente nadie, conocía el mar; ni siquiera habían oído hablar de él desde los tiempos nostálgicos de don Abraham Aldaz Bolaño. El aristocrático viejo era el único que había dado pruebas legítimas de conocer el mar. Nadie ponía en duda sus relatos exóticos y extraños, en los que pululaban feroces tiburones en cuyos vientres aparecían  manos solitarias y descarnadas, barriles de petróleo increíblemente intactos y perlas enormes como bolas de billar; piratas que volvían locos de amor a las playas en donde nativas de cadenciosas caderas, mitad indias, mitad negras, según sus ambiguas descripciones, los esperaban bailando desnudas tras las rocas en taimada complicidad con la justicia; y acantilados abruptos en donde las cuevas y los tesoros enterrados abundaban con la misma proporción que los caracoles en la playa.”

…..

“Tuvo la virtud especial de presentir el sexo mucho antes de que apareciera en su vida: lo sintió en el olor que emanaba de las flores por la mañana, y diluido en el viento de la tarde, en las sábanas amarradas por los sueños de la noche, en el brillo de una mirada o en el aliento casi imperceptible de una despedida. Al sexo se volcaba cuando estaba triste, para aliviar sus pesadumbres y para amainar sus dolores, para reconciliarse con la vida y con los gestos y las sonrisas impostadas que, como surtidor, derramaba para todos aquellos que estaban cerca. El sexo era la pócima que bebía cuando los fantasmas la apuraban y creía que se iba a soltar el miedo, el terror que la escocía. El sexo que descubrió como una revelación (…), que atrajo al muchacho de la tienda que entendió más por instinto que por experiencia lo que le sucedía a Zoila Felicidad, y que supo calmar sus ardores con una lengua que parecía un trapiche, con una lengua que a Zoila Felicidad se le antojó que tenía dos metros porque la vació entera (…)”

…..

“Empezó a gotear y la gente huyó como una manada de animalitos espantados. Al igual que en tantos inviernos, se descargó la lluvia sobre los techos de zinc como si lloviera piedras del cielo, y un perro aulló a lo lejos. Los días empezaron a repetirse con sus mismas caras, con iguales gestos. Los hombres trabajaban de lunes a viernes y se emborrachaban los fines de semana, la mujeres se llenaban de hijos; el cura, el teniente político y los viejos se reunían todas las tardes a jugar un cuarenta interminable en el silencio crepuscular de las tardes. Luz de Jacinto, las tías de Zoila Felicidad y las demás mujeres volvieron a tejer los mismos cuentos, las mismas historias. El vacío y la intriga nadaban en las voces de doña Maira y doña Pola. La idea del viaje, como un polvillo dorado suspendido en el aire por la escoba de la viuda cuando barría y sacaba polvo a los muebles, volvió a asentarse como ceniza de otros tiempos, a dormir su sueño de siglos, hasta que otra idea tan descabellada como aquella se atreviera a romper la paz del pueblo en dos y, como un príncipe encantado, intentara despertarlo de su sueño de siempre.”

(Aminta Buenaño, Si tú mueres primero, páginas 11-12, 99, 117-118)

sábado, 23 de julio de 2016

UN APETITOSO BOCADO COMO ANTICIPO



“Cuidaré tus pájaros
  pero me niego a
  a hacer el amor en la jaula”

      Aleyda Quevedo Rojas

   Es tan solo un anticipo de un apetitoso bocado de una función poética. Lo más breve de la poesía,  algo muy pequeño, pero muy fuerte (Michel Deguy). Tan solo un haiku, el poema de origen japonés, plasmación epigramática de un instante que la voz poética intenta retener en una especie de fotografía emocional. Tonalidad íntima y universalizadora que pretende comunicar una experiencia concreta y esencial, despojada de todo aquello que es circunstancial, y con una clara orientación hacia la síntesis. Percepción clara y momentánea, hecha mármol en el decir poético, de un ser y de un acontecer.
                                          
Aleyda Quevedo Rojas
   Su autora, una de las voces más fulgurantes, explosivas y potentes de la actual poesía latinoamericana. La poeta ecuatoriana Aleyda Quevedo Rojas. Es un exquisito avance de una aproximación a su antología poética (1988-2016) que apareceré dentro de unos días en esta bitácora.

Francisco Martínez Bouzas

jueves, 21 de julio de 2016

AMOR Y DESAMOR BAJO LA OCUPACIÓN NAZI



Los amantes bajo el Danubio
Federico Andahazi
Editorial Seix Barral, Barcelona, 2016, 330 páginas

   Con base en hechos reales, el rastro de la historia del abuelo que escondió en el sótano de su atelier de pintor a su primera esposa judía junto con el marido de esta, con quien le había engañado antes del divorcio, el prolífico escritor argentino Federico Andahazi (Buenos Aires, 1963) publica en Seix Barral Los amantes bajo el Danubio, una intensa historia llena de registros sentimentales y de estrategias para resistir al nazismo por medio de actos humanitarios, aunque alguno de los personajes de la novela, el amante/marido de su ex esposa los perciba como una venganza.
   Federico Andahazi construye una novela apoyándose en oposiciones y también en lugares comunes: amor-odio, víctimas-victimarios, maridos-amantes, arriba (la casa)-abajo (el sótano), porque el autor no desdeña ciertos elementos de la dramaturgia griega, ni tampoco de la shakesperiana, situado la trama de la novela en uno de los períodos más espantosos de la historia de la humanidad.
   En efecto, Federico Andahazi traslada la acción a Budapest ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Y en la capital húngara reconstruye, desde la ficción, la historia familiar: una agitada y borrascosa historia de amor y desamor -y sobre todo, de altruismo- de dos parejas durante la ocupación de la ciudad por las tropas nazis. Es la historia del abuelo, Bora en la novela, pintor y ex embajador de Hungría en Turquía, que salvó a un elevado número de judíos, entre ellos a su ex esposa Hanna y a su marido Andris, con quien le había traicionado mientras aún estaban casados. El autor reconstruye con fidelidad la Budapest ocupada por los nazis, así como el clima de terror y miedo en los que se halla sumergida la capital húngara. No obstante, el protagonismo de la novela no se sitúa en lo que ocurre fuera, a pesar de los abusos de los ocupantes, sino en los acontecimientos que tienen lugar de paredes adentro de la casa de Bora: el dolor que genera una vieja herida de amor/desamor. En el contexto de una terrible guerra, Federico Andahazi le concede un inmenso y perturbador protagonismo a la guerra interna que se libra entre las cuatro personas involucradas.
   El escritor sitúa el inicio de la ficción en el año 1944. El marco espacial, como ya quedó apuntado, la capital húngara ocupada por la tenaza nazi. Bora y la judía Hanna se han divorciado hace años. Ahora viajan sin mirarse, sin dirigirse la palabra. El Mercedes de Bora se dirige a su mansión y, en el subsuelo de su taller de pintor, esconde a su ex mujer y a su actual marido. Bora pagaba de este modo la traición con altruismo. Y allí en el sótano, sin siquiera abrir los ojos, permanece la pareja como siameses, como cadáveres en vigilia. La novela reconstruye los largos días y meses de encierro, que no se distinguen de las noches; los peligros por las frecuentes visitas del mayor alemán Rodrich Müller que alteran a Andris y que obligan a que Hanna se abalance sobre su marido y le arrebate el miedo y la indignación  con sexo amoroso y frenético. Será el sexo apasionado de los “prisioneros” del subsuelo la forma de escapar de la ocupación y de la muerte. Ellos, Hanna y Andris se aferraban al placer de los cuerpos como la última tabla de salvación. El sexo, siempre iniciado por Hanna, les permite soportar la presencia del verdugo a escasos centímetros de sus cuerpos.
   Reconstruye Federico Andahazi la historia de las relaciones sentimentales de las dos parejas, con especial énfasis en la de Bora y Marga, en la que el roce y el hechizo de los cuerpos juveniles juega un importante papel en los efluvios de la adolescencia. Sin embargo, con una bala alojada en su cráneo, recuerdo imborrable de la Primera Gran Guerra, Bora Persay no se casará con Marga, sino con la judía Hanna, pese a la oposición de ambas familias.
   En la novela se va entreviendo poco a poco el clima de odio hacia la “secta insidiosa de los judíos”, capaz de fracturar incluso los lazos familiares, lo que hizo que los hijos de Abrahán se reagrupasen. Es así como Hanna reencuentra en Andris, el amigo de la infancia, los elementos perdidos de su propia biografía. Pero también fue así como el edificio conyugal de Bora y Hanna se cimbró desde lo más profundo.
   Con una lógica fácil de entender dada la nacionalidad del autor, y el hecho de que Argentina fue destino de supervivientes del Holocausto  y de huidos, muchos de ellos criminales, tras la Segunda Guerra Mundial, la acción se traslada en el desenlace al país austral. Y allí tiene lugar una resolución de la diégesis novelesca, desde mi punto de vista, poco creíble, aunque propicia a la lágrima fácil. Es ese el “debe” de la novela que oscila entre momentos y secuencias intensamente humanas y épicas y otras poco verosímiles, como el recurso artificial de intercambio de esposas por un día y una noche que urden  los de “arriba” para conocer el porqué de la traición de Hanna. O la fecundidad milagrosamente recobrada por Marga en Argentina. Todo ello teñido con  una tonalidad sentimental que empaña los actos de altruismo, heroísmo, resistencia moral, historias tormentosas de amor y también de desamor en épocas turbulentas.
   Estructuralmente la novela alterna capítulos y secuencias dedicados a los de “arriba”, con otros en los que se relata el encierro de Hanna y Andris “abajo”, en el sótano del atelier de Bora. Con acuidad emplea el autor frecuentes saltos en el tiempo entre el pasado y el presente. Un lenguaje esmerado, a veces explosivo, no dificulta la lectura. Destaco finalmente el importantísimo papel que en la novela tienen las mujeres. Ellas son la personificación de la sensatez en tiempos bélicos muy peligrosos. Así como la función vinculante del sexo, un asidero a la vida cuando lo único que rodea a los protagonistas es la devastación y la muerte.

Francisco Martínez Bouzas

                                                    
Federico Andahazi
Fragmentos

“Había pasado mucho agua bajo el puente desde los tormentosos acontecimientos que precipitaron el divorcio. Durante los últimos diez años Hanna y Bora levantaron un muro con la piedra del silencio y la argamasa del rencor. No habían vuelto a verse desde el día en que salieron de los tribunales, cada uno por su lado, con la sentencia del juez bajo el brazo. Sin embargo, después de tanto tiempo de fingida indiferencia, una vez más, Hanna y Bora volvían a cruzar juntos el viejo Puente de las Cadenas que unía Buda con Pest.
En el pasado, durante los días felices, todos los domingos al atardecer emprendían el largo regreso desde la casa de campo hacia la ciudad. Tibor el chofer de la familia, conducía en silencio el Mercedes azul como el Danubio. En aquellas épocas lejanas, el matrimonio iba plácidamente recostado en el asiento trasero, aislado por el vidrio que dividía la cabina. Ella apoyaba la cabeza en el hombro de él. El pelo de Hanna se precipitaba como un torrente de cobre sobre la solapa del traje de Bora. Rodeada por el brazo protector de su esposo, la mujer canturreaba una canción mientras al otro lado del puente surgían las cúpulas del Bastión de los Pescadores recortadas contra el cielo rojizo del crepúsculo.”

…..

“En el preciso momento en que Andris iba a gritar, Hanna tapó su boca con la suya y lo besó. Lo besó con amor, con lujuria, con desesperación, con ternura, con entrega, con emoción, con alegría y con un enorme deseo de besarlo. Recorrió con su lengua los labios de Andris desde una comisura a la otra. Apretó su cuerpo contra el de él. En silencio, como en una danza, lo llevó hasta el suelo y, en posición horizontal, Hanna atrapó las caderas de su marido entre sus muslos. Tenían que silenciar los gemidos y los estertores. Hanna desnudó sus pechos y frotó los pezones dilatados, crispados y rojos sobre la boca de su esposo. Con el índice, Hanna escribió en la frente de Andris «te amo». El hombre, horizontal como estaba, se sacudió en un llanto hecho de emoción y deseo. Era la vida que reclamaba la supremacía sobre la muerte. Era el amor en estado puro. Cuánto se querían. No merecían morir ellos  ni el amor que se profesaban (…) Hanna, ardiendo de placer, recorrió con la palma de la mano el abdomen tenso y magro de Andris, desajustó el cinturón cuidando de no hacer ruido con la hebilla y luego su boca siguió la huella que había indicado su mano. De pronto, los conceptos arriba y abajo, cielo e infierno, se invirtieron. Mientras Hanna y Andris se elevaban, Bora debía soportar la ingrata compañía del mayor Müller mientras velaba por el encuentro de aquellos amantes bajo el Danubio.”

…..

“Todos los jueves a las diez de la mañana se repetía la misma escena sin variaciones. Hanna salía, el corría hasta el auto, se vestía con la ropa de Tibor y la esperaba en la puerta del edificio donde Andris tenía sus oficinas. Dentro del auto, al otro lado del vidrio, Bora miraba una y otra vez las dos breves escenas de la misma función teatral: la entrada y la salida de Hanna una hora y media después. El resto de la obra se lo tenía que imaginar. Bajo la librea de chofer, Bora revolvía la herida como si en algún punto disfrutara de ese dolor.
¿Hasta dónde  quería llegar? ¿Qué otra prueba le hacía falta? ¿Qué más debía saber ¿Qué detalles era necesario conocer? El engaño estaba consumado desde el momento en que Hanna, su mejor amiga, su esposa, la niña que había conocido en los jardines del Hotel Gellért, le mintió. ¿Para qué dejar que el puñal entrara más hondo cada día? Conocía la naturaleza humana. Había estado en la guerra. Tenía una bala en la cabeza. Vio morir a sus compañeros. Había matado. ¿Qué podía ser peor que lo que le había tocado vivir en el frente de batalla?”

(Federico Andahazi, Los amantes bajo el Danubio, páginas 9-10, 92-93, 177)

sábado, 16 de julio de 2016

"LA NOCHE DE LOS CANGREJOS": ENTRE EL COSTUMBRISMO Y LA MAGIA



La noche de los cangrejos
Pastor Aguiar

Prólogo de Francisco Acuyo

Etnográfico Ediciones, Granada, 2016, 122 páginas



   Vuelve a regalarnos Pastor Aguiar una nueva antología de cuentos que se unen a los de su primer libro en solitario, Cuentos (Miami, 2012), reeditado y ampliado al año siguiente bajo un nuevo título, Tierrita de la discordia y otros cuentos (Miami, 2013). La miscelánea narrativa de Pastor Aguiar aparece prologada en esta ocasión por una amplia y sobrada introducción, rebosante de erudición narratológica, del escritor granadino, Francisco Acuyo; y de una laboriosa, obsesiva y humorística búsqueda de un título que “con enjundia” abarcara el contenido diegético de las veintiocho piezas narrativas antologadas en esta ocasión por el médico y escritor cubano residente en Miami. Pastor Aguiar se decantó finalmente por La noche de los cangrejos, que rotula uno de los relatos. Cuentos todos ellos enraizados en la Cuba natal, en los bateis, en las “sitierías”, bohíos, mortuorios, maniguas… de la Isla caribeña.

   Un festín de pequeñas historias que brotan de la fantasía y de las experiencias vitales de Pastor Aguiar, porque varios de estos cuentos tienen mucho de autobiográfico de ese Pepito o Pepón que protagoniza algunos de ellos. Historias de iniciación a la adolescencia y a la vida del propio escritor. Protagonismo así mismo de Alonsa, la mujer del principal actante. Cuentos que transitan con naturalidad desde el costumbrismo al realismo mágico. Cuadros de costumbres, bocetos, en general breves, que transcriben, con el plus añadido de pequeñas historias, costumbres, hábitos; que pintan tipos característicos de la sociedad cubana bajo la Revolución, con el propósito de divertir en unas ocasiones, mas sin que esté ausente la crítica social. Pero en los cuadros de Pastor Aguiar de pronto salta lo insólito, la chispa mágica, transitando entre la vida y la muerte. Todo ello configura u abigarrado mosaico de textos altamente expresivos. Historias fuertes, algunas de ellas, a pesar de la aparente y engañosa ingenuidad del autor a la hora de narrar.

   Fijo mi atención en aquellos relatos que más me han impactado. Abre el libro el cuento “Aquellos ojos”: Leo, el protagonista, acude presuroso al hospital donde Alonsa, su mujer, acaba de parir a su hijo, pero queda petrificado cuando ve los ojos del niño, maduros, grises y de piedra blanda, ojos que no corresponden a la edad del nacido, sino a la de su padre. En el segundo relato contemplamos la aparición de Eleno, “tatuado por las penumbras”, camino del arrozal, dando tumbos de borracho y a punto de morir. El tema del velorio, tan propicio para los relatos orales, hace acto de presencia en “La muerte de Eleotoro”: un grupo de amigos asisten al velatorio de Eleotoro que va a morir y quiere hacerlo a lo grande: un bacanal sin mujeres, aunque sí con mucho alcohol. También en “Velorio”, un velatorio sin muerto, porque aún no ha llegado el cadáver. En “Cadáver” el protagonista parece ser el propio autor en su otro oficio de médico forense penetrando en los secretos de la muerte. “Cien y más” nos presenta la historia de Pancracio que se hace longevo, quiere pasar de los cien años sin que le ahorque el aburrimiento, y para ello, después de someterse a cirugía plástica, busca mujer, pero no una vieja, sino  una muchacha de veintiocho primaveras. En otros relatos, presenta el autor las dificultades de convivir en sociedad: con el vecino que es purgante, enema de keroseno. El definitivo remedio salvador será la candela que incendia la propia cerca y la casa ajena. Algo similar se narra en “, Aristo”, el relato de una bronca del protagonista: la pelea con Aristo que, más que real, parece soñada.

   En algunos relatos, la escenas costumbristas contemplan un cierto protagonismo del mundo animal. Protagonismo cruel en “El pobre Isidoro”, por culpa de la maldad del hombrecito  Pitilla que, con lubrificante y candela, convierte el rabo del gato Isidoro en antorcha incendiaria. También en “Perro de raza”, otro relato de partos desmesurados: la perra Dorotea, en vez de parir, parece que está siendo parida, porque “el crío era casi de su tamaño” y, en vez de ladrar, berraba como un chivo (páginas 70-71). Los animales, en este caso una yegua, son el desencadenante de las desgracias de Puro que vive sobre un caballo tristón, porque la yegua Mesalina lo desgració con una coz cuando con ella copulaba.

   Como ya he aludido en los relatos de La noche de los cangrejos, el autor, con cierto disimulo, deja caer sutiles críticas contra el régimen castrista: “el gobierno me lo quitó todo” los fallos diarios del suministro eléctrico, la revoluciones que son alérgicas a homosexuales y travestís…

   Lo que es enteramente cubano y sin ocultamientos es el lenguaje de este tejido narrativo. El autor, como en sus libros anteriores, nos seduce con los multicolores localismos del español de Cuba, hasta el punto de convertirse en muy oportuno el glosario que clausura el libro. Tiene así constancia el lector del significado, entre otros muchos, de “Ponchar la tarjeta” o “Desmochar palmas”.

   Prosas pues muy variadas, con desiguales cargas y contenidos diegéticos, preñadas de excelentes descripciones, y adornadas con el léxico y los giros lingüísticos cubanos, de gran fuerza denotativa y una tonalidad coloquial.



Francisco Martínez Bouzas



                                                       
Pastor Aguiar

Fragmentos



“-¿Y el gato?

-Lo que sigue no parece cosa de este mundo, muchacho, cierra los ojos para que puedas visualizarlo. El techo de la casa de carretas se abrió como si fuera una burbuja, y por allí, sobre la punta de la columna de candela, salió Isidoro arañando el vacío, sin un pelo ya, gato chino el pobre, maullando y ladrando igual que un demonio. Dicen que hubo que taparse los oído, por cierto, es tarde se formó una nube inmensa, y hasta ella llegó la candela con Isidoro, quien le entró por la panza a la nube rajándola de punta a punta. La masa de agua calló  toda junta, como un lago, y gracias que apagó el incendio, de lo contrario no hubiera quedado una casa en pie, y ustedes estarían quién sabe dónde, quizás con Isidoro en el más allá. Un día entero demoró el agua en escurrirse por los callejones, los peces daban saltos sobre la yerba enfangada y la gente los cogía mansitos.

- ¿Y Pitilla?

-De ese desgraciado no se volvió a saber hasta que murieron los viejos, como te había dicho.”



…..



“-Si paso de los cien, que sea como un tren –Decía Pancracio Rubio cada vez que alguien se le atravesaba en el camino.

Ya Pancracio había cumplido noventa y siete años. Vivía solo en un rancho al fondo del batey, justo a la orilla del callejón hondo que culebreaba, separando tierras hasta el sin fin. Su orgullo era, a pesar de la edad, montar acaballo, irse de pesca a la laguna de asiento viejo y bucear en ella en busca de peces ciegos escondidos en cuevas que únicamente él conocía. Además, su mente era clarísima y astuta como la de nadie, no se le escapaba una, sobre todo de cuestiones de números (…)

La vida de Pancra, como era abreviado sobre todo por los más jóvenes, había transcurrido en laboriosa paz, siempre en la finca, pasando por tres dueños. Una vez estuvo casado durante veinticinco años. Cuando enviudó, los tres hijos se perdieron rumbo a la capital de la república en busca de fortuna.”



…..



“Puro vivía sobre caballo tristón. A media mañana entraba en el batey arrente a la tienda del moro, y después de tomar café recién hecho en cada una de las casas, sin apearse jamás de la montura, terminaba su recorrido contra un costado de la nave donde se guardaban los aperos de labranza y las carretas.

Mientras hubiera alguien, sobre todo muchachos, se mantenía como una estatua ecuestre en el lugar. Su voz era inimitable, primero aspiraba todo el aire de la redonda y después, como si le costara esfuerzo, paría el discurso tipo falsete, sin hacer pausa, durante más de un minuto. Yo sigo pensando que tal capacidad era gracias a su caja torácica semejante a un barril.

Abuelo me contó que mucho antes de que yo naciera, Puro era un guajiro alto y fortachón, hasta el día en que Mesalina lo desgració. Pues resulta que el hombre trabajaba de ordeñador al otro lado del río San Lorenzo y cada amanecer lo cruzaba sobre la yegua.”



(Pastor Aguiar, La noche de los cangrejos, páginas 36, 42, 96)