Aminta Buenaño
Suma de Letras (sello del Grupo Santillana), Quito,
218 páginas
(Libros de fondo)
No llegó a la literatura desde la política o
la diplomacia, cosa harto frecuente en nuestros días, sino justamente al revés.
Me refiero a la escritora Aminta Buenaño (Santa Lucía, Guayas, Ecuador), autora
de un poemario, libros de cuentos y esta novela. Así como asidua practicante
del periodismo literario en Guayaquil. Docente y luchadora incansable por la
igualdad de género; y en el año 2007 diputada de la Asamblea Nacional
Constituyente de Montecristi, de la que fue vicepresidenta. Embajadora de
Ecuador en España y, en la actualidad, en Nicaragua. Pero sobre todo escritora.
Este libro fue una novedad editorial en el
año 2011, y en esa fecha me llegó desde Guayaquil. Pero quizás Tot, la deidad
egipcia de la sabiduría, patrón de los escribas, y por tanto de los escritores,
decidió con su poder oculto jugar una mala pasada: el extravió durante meses y
años de la novela de Aminta Buenaño. Mas el escribano sagrado acordó ponerlo de
nuevo en mis manos estos días.
Aminta Buenaño se inició como escritora con
un poemario juvenil, al que siguieron cuatro colecciones de cuentos y esta
novela, gestados todos ellos en los fermentos psíquicos de la infancia, un
manantial del que beben muchos escritores. En lo mitos que empaparon su niñez y
adolescencia en la piladora familiar, escuchando de boca de los montubios,
(un grupo vital en la historia ecuatoriana, de rica oralidad filosófica y
literaria), que, con los sacos de arroz también acarreaban sus historias del
monte, la oralidad de sus relatos de amores vedados, las leyendas de pactos con
el diablo. De ese mundo mágico y fantástico brotaron las colecciones de cuentos
de Aminta Buenaño. Su huella se percibe también en esta novela.
La autora sitúa la historia en una ciudad
ceñida por un nombre mítico: la centenaria Real Ciudad de la Caridad, habitada
por personajes de leyenda como Eudomiro, cuya gran hazaña era haber visto el
mar. También la viuda de Espinoza, la señora María Dolores que, para hacer
penitencia por el desamor y la negación del sexo conyugal a su marido, le hace
un juramento a las puertas de la muerte de este: llevar a los convecinos del
pueblo rural a conocer el mar. Empeñada en que arribe a buen puerto su empresa,
visita a sus vecinos para venderles los boletos que hagan posible la excursión.
Visitas que la autora aprovecha para
contarnos sus historias en breves relatos, que bien pueden funcionar de forma
independiente. Como el de don Pascual Emilio Cueva, un terrible y sombrío avaro
que dejó morir a su esposa por no comprarle las recetas que el médico
prescribía, o que, sabedor de que en su casa se cagaba mucho, sustituyó el
papel higiénico por trozos de páginas de periódicos.
Conocemos así, en retratos que rozan el
esperpento, lo real imaginario: una amplia nómina de vecinos de Real Ciudad de
la Caridad, sus costumbres, manías, inconfesables secretos, aspiraciones,
amores locos, inútiles esperas, enredos sentimentales y carnales, urgencias de
sexo desmedido, las encendidas o mezquinas raciones de amor dadas como
“traguitos” (página 51), dolientes y espantadas confesiones de homosexualidad y
de amor incestuoso, la ardiente fascinación por los cuerpos hermosos, combatida
a base de agua helada, persistentes sesiones de coitos para que llegue la
descendencia, que sustituye a los pájaros, “como si fuera una receta prescrita
por el médico” (página 82), el sexo olido, presentido, disimulado con el libro de
oraciones abierto. Y como estas, decenas de historias, alentadas además por el
deseo de ver el mar que es pretexto, aliento e hilo conductor del que Aminta
Buenaño se sirve para agasajarnos con estas historias que basculan entre la
realidad y la magia, en un pueblo que poco tiene que envidiar a Macondo, suspendido
también entre las lañas y grietas del tiempo.
Novela escrita desde perfectivas femeninas;
con personajes femeninos muy potentes frente al patriarcado y sus leyes que
siempre se han empeñado en dictar cómo deben ser y sentir las mujeres. Y que,
sin embargo, sucumben a los efluvios masculinos, al ardor y a la ubris de esa fuerza ancestral que es el
sexo, la pasión de la que Aminta Buenaño habla sin tapujos, sin eufemismos.
Paradigma de este protagonismo femenino es el empeño de la viuda y Zoila
Felicidad, inmune en su lujuria a las prohibiciones del cura del pueblo y a
siglos de castradora moral platónica y judeo-cristiana. Multitud de personajes
secundarios, descritos tanto en sus caracteres como en sus figuras físicas con
exagerada verosimilitud, recalcando las desmesuradas proporciones.
Salvando las distancias, me atrevo a decir,
como conclusión, que Aminta Buenaño, con su leguaje visual que combina lo
poético con lo imaginario, renueva la vigencia del realismo mágico. No hay en
la novela gallinazos metiéndose por los balcones, ni calderos, pailas, tenazas
y anafes que se caen de su sitio, o niños que nacen con cola de cerdo, pero la
escritura de Aminta Buenaño, volcada hacia la imaginación hiperbólica,
convierte el mundo del pequeño pueblo en algo fabuloso y soñado. Magia pues de
metamorfosis y exageraciones en la escritura de Aminta Buenaño en la que el
lector se pierde con fruición.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“El
pueblo estaba por entonces dormido, hasta que un lunes, a las seis de la
mañana, en el momento justo de empinar la taza de café humeante sobre sus
labios, una idea como una mariposa aleteó inquieta en la angustiada cabeza de
la señora María Dolores viuda de Espinoza: ¡Eso es, organizaría una gira al
mar!, contrataría la chiva de don Ricardo Ronquillo, cuya capacidad daba casi
para cuarenta personas (…)
Seguro
que la gira tendría éxito, porque nadie, absolutamente nadie, conocía el mar;
ni siquiera habían oído hablar de él desde los tiempos nostálgicos de don
Abraham Aldaz Bolaño. El aristocrático viejo era el único que había dado
pruebas legítimas de conocer el mar. Nadie ponía en duda sus relatos exóticos y
extraños, en los que pululaban feroces tiburones en cuyos vientres
aparecían manos solitarias y
descarnadas, barriles de petróleo increíblemente intactos y perlas enormes como
bolas de billar; piratas que volvían locos de amor a las playas en donde nativas
de cadenciosas caderas, mitad indias, mitad negras, según sus ambiguas
descripciones, los esperaban bailando desnudas tras las rocas en taimada
complicidad con la justicia; y acantilados abruptos en donde las cuevas y los
tesoros enterrados abundaban con la misma proporción que los caracoles en la
playa.”
…..
“Tuvo
la virtud especial de presentir el sexo mucho antes de que apareciera en su
vida: lo sintió en el olor que emanaba de las flores por la mañana, y diluido
en el viento de la tarde, en las sábanas amarradas por los sueños de la noche,
en el brillo de una mirada o en el aliento casi imperceptible de una despedida.
Al sexo se volcaba cuando estaba triste, para aliviar sus pesadumbres y para
amainar sus dolores, para reconciliarse con la vida y con los gestos y las
sonrisas impostadas que, como surtidor, derramaba para todos aquellos que
estaban cerca. El sexo era la pócima que bebía cuando los fantasmas la apuraban
y creía que se iba a soltar el miedo, el terror que la escocía. El sexo que
descubrió como una revelación (…), que atrajo al muchacho de la tienda que
entendió más por instinto que por experiencia lo que le sucedía a Zoila
Felicidad, y que supo calmar sus ardores con una lengua que parecía un
trapiche, con una lengua que a Zoila Felicidad se le antojó que tenía dos
metros porque la vació entera (…)”
…..
“Empezó
a gotear y la gente huyó como una manada de animalitos espantados. Al igual que
en tantos inviernos, se descargó la lluvia sobre los techos de zinc como si
lloviera piedras del cielo, y un perro aulló a lo lejos. Los días empezaron a
repetirse con sus mismas caras, con iguales gestos. Los hombres trabajaban de
lunes a viernes y se emborrachaban los fines de semana, la mujeres se llenaban
de hijos; el cura, el teniente político y los viejos se reunían todas las tardes
a jugar un cuarenta interminable en el silencio crepuscular de las tardes. Luz
de Jacinto, las tías de Zoila Felicidad y las demás mujeres volvieron a tejer
los mismos cuentos, las mismas historias. El vacío y la intriga nadaban en las
voces de doña Maira y doña Pola. La idea del viaje, como un polvillo dorado suspendido
en el aire por la escoba de la viuda cuando barría y sacaba polvo a los muebles,
volvió a asentarse como ceniza de otros tiempos, a dormir su sueño de siglos, hasta
que otra idea tan descabellada como aquella se atreviera a romper la paz del pueblo
en dos y, como un príncipe encantado, intentara despertarlo de su sueño de siempre.”
(Aminta Buenaño,
Si tú mueres primero, páginas 11-12, 99, 117-118)
Realmente interesante...
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