miércoles, 27 de diciembre de 2017

TRAS LA GUERRA, TAN SOLO EL SILENCIO



Morir en primavera

Ralf Rothmann

Traducción de Carles Andreu

Libros del Asteroide, Barcelona, 2017, 232 páginas.



    

   Sobre Ralf Rothmann, el autor de esta obra, se ha escrito que es el único digno sucesor de Heirich Böll debido a su capacidad de recrear ambientes, el buen uso del ritmo narrativo y el realismo lírico que en Morir en primavera alcanza cumbres ciertamente difíciles de escalar. Y sobre la novela, no falta quien la considere “la mejor novela en años sobre la guerra alemana y un profundamente humano hermoso relato antibélico de validez universal” (Cecilia Dreymüller). Lo que resulta indiscutible es que, a estas alturas cuando han transcurrido más de setenta años del final de la Segunda Guerra Mundial, aquel espantoso pasado bélico sigue presente no solo en la literatura sino también en el arte en general. La gran catástrofe europea y mundial sigue surtiendo de temas y motivaciones a las distintas generaciones de escritores y artistas. El rechazo a tematizar los horrores y sangrientas memorias silenciadas con amnistías o indultos difícilmente justificables -el más reciente el de Alberto Fujimori-, acaba de explotar, como afirma Ralf Rothmann en la frase que es el íncipit de este libro: “El silencio, el rechazo absoluto a hablar, especialmente sobre los muertos, es un vacío que tarde o temprano la vida termina llenando por su cuenta con la verdad” (página 9).

   Ralf Rothmann, un poeta, dramaturgo y novelista alemán que ha recibido algunos de los premios más prestigiosos de la literatura germana, realiza en esta novela lo más difícil: analizar lo ocurrido en la contienda bélica desde el lado de los perdedores, reflejar el clima entre los soldados alemanes durante los estertores de la Guerra. Un tema todavía tabú en muchos ambientes familiares alemanes porque los que sobrevivieron, con frecuencia padres e hijos cazados en el mismo infierno de una contienda ya perdida, guardaron un sepulcral silencio, solamente roto por algunos narradores.

   En el inicio de la novela, el narrador visita a su padre en el lecho de muerte de un hospital, y le solicita que le cuente algo de aquellas semanas de la primavera de 1945, hasta entonces, un permanente silencio en la vida familiar. El padre se niega una vez más a hablar expresamente de aquellos días apocalípticos en los que fue movilizado con apenas diecisiete años, si bien rememora detalles en sus sueños alucinatorios. De este modo se inicia una historia que el progenitor no verbaliza expresamente, sumido en una existencia de amargo silencio, pero que el narrador reconstruye.

   Ralf Rothmann penetra en los finales de la Segunda Guerra Mundial, y más en concreto, en la vida privada de su protagonista, Walter Urban, desde el momento en el que acude a una fiesta con baile que organizan las SS en el pueblo en el que habita, pero que realmente era una encerrona  para reclutar a los que, en el colapso final, las mentes paranoicas de Hitler y sus asesores, consideraban que servían para luchar en el frente: jóvenes de diecisiete años y ancianos. Walter Urban es el hombre del mono azul, un joven ordeñador en una granja en el norte de Alemania. Es ordenador y nada quiere saber sobre política. Junto con su amigo Fiete y otros jóvenes y viejos son obligados a presentarse “voluntariamente” en las Waffen-SS.

   Con una despedida “especial” por parte de Elizabeth, su novia, y una promesa de ser readmitido en su puesto de trabajo, y tras tres semanas de instrucción, es enviado a defender el frente de Hungría, a las afueras de Budapest. Él y sus compañeros adolescentes ya son hombres de relevo de las Waffen-SS. Walter obtiene el permiso de conducir y es destinado a una unidad de abastecimiento. Asume la situación e intenta capear ese final de la Guerra como puede. Fiete, en cambio, se muestra contestatario, incapaz de acomodarse a la mentalidad de rebaño del régimen nazi. Terminará por fugarse y de esa deserción deriva el meollo de la trama, porque Fiete se ha puesto él mismo la soga al cuello. Walter y sus camaradas de cuarto se verán obligados a cumplir con la orden de fusilamiento del amigo y camarada.

   Un conflicto terrible en la conciencia del adolescente que marcará los silencios del resto de su vida. Es realmente el sentimiento de culpa que atenaza a quien nunca la tuvo pero que suele traducirse en silencios. El protagonista que solo tuvo que disparar un tiro no  salió indemne  de profundas heridas internas en esos meses en los que la primavera revienta con fuerza a sus alrededor, acompañada de escenas escalofriantes del final de la locura bélica y del delirio nazi. Lo que el protagonista vio y soportó le llevaron a una situación agónica que, pasados los años, lo convertirán en un anciano taciturno, incapaz de conversar sobre el pasado. Eso fue aquella Guerra que arrastró por el barro no solo a la tan reiterada y grandilocuente cultura alemana, sino también a los grandes valores o ideales de la civilización occidental.

   Ralf Rothmann coloca en manos de los lectores un relato rebosante de dinamismo y agilidad narrativa, sin peroratas ni frases enfáticas, sin digresiones moralizantes, narrando únicamente y sin eufemismos la crudeza y el horror de la Guerra. El día a día, la espera de la muerte por parte de los heridos en un hospital instalado en una cueva; el desmoronamiento de un ejército derrotado, sabedor además de que lo está; el embrutecimiento y la fría crueldad de los oficial veteranos, insensibles ejecutores de un desvarío final en el que detectan traidores y desertores en todas partes; el horripilante catálogo de barbaries: oficiales borrachos, civiles convertidos en antorchas ardientes, víctimas de las bombas de fósforo; ríos que arrastran tantos cadáveres que quedan cegados, orgías delirantes cuando ya todo estaba perdido y la muerte llamaba a la puerta.

   El autor relata todo esto manteniendo una encomiable amalgama entre la crueldad de los seres humanos  en la Guerra y una excelente tonalidad narrativa. Plausible es así mismo la estrategia del escritor que, dueño de un buen ritmo narrativo, coloca astutamente en la mutad de la narración lo que es el punto culminante y central de la experiencia vital del principal personaje. El fusilamiento de su amigo por un pelotón del que se vio forzado a formar parte. Acierta igualmente al presentar como protagonistas no a generales o jerarcas que dirigen o huyen del desmoronamiento bélico, sino a seres menores, adolescentes arrastrados contra su voluntad por el río turbulento de los acontecimientos de los que no fueron victimarios sino víctimas desesperanzadas, situadas al margen de la Historia.







                                                   
Ralf Rothman

                                  


Fragmentos



“Mientras hacían cola para el reparto, los jóvenes lanzaban miradas furtivas a aquellos hombres mal afeitados, extenuados y viejos solo en apariencia, con la mirada perdida, tan agotados como estupefactos. Muchos masticaban con la boca desencajada y enseñando los dientes, como si quisieran evitar que el pan duro les tocara el paladar o las encías. Nadie hablaba ni prestaba atención a los recién llegados, con sus uniformes tan limpios, y en todo caso ignoraban intencionadamente sus miradas, algo que daba a sus rostros un aire áspero, una expresión de rabia que a lo mejor tenía algo que ver con la vergüenza. De pronto uno estiró el cuello y, con los párpados cerrados, soltó un suspiro antes de volver a hundirse en sí mismo, en silencio.”



…..



“En un roble, antes de llegar al cruce, donde había también una tahona enlucida de blanco, colgaba un ahorcado, un soldado de las Waffen-SS. Llevaba una voluminosa venda en la mano derecha y tenía la cara cubierta de polvo, los ojos cerrados y la boca abierta. Debía de tener más o menos la edad de Walter. En la mejilla, que casi le tocaba el hombro, se distinguían ya algunos picotazos de ave, y colgando sobre el pecho llevaba un cartel de madera con la inscripción: «Soy un COBARDE. Esto es lo que les pasa a los traidores de la patria que abandonan a sus camaradas. ¡VICTORIA O  SIBERIA!». Habían pintado las letras góticas, que casi parecían impresas, con un pincel, sobre una raya dibujada a lápiz.”



…..



“Mientras tanto, entretenemos la espera reparando los vehículos de los yanquis; aparte de esto no hay gran cosa que hacer. Algunos se suben a los tejados de los barracones para ver el bloque de mujeres. Allí tienen encerradas a las vigilantes de los campos, verdaderas pistoleras de la División Totenkopf de las SS que en pleno invierno ataban a las prisioneras a las alambradas y les tiraban agua por encima. Y si no morían lo bastante rápido, ellas les echaban una mano con cuchillos de cocina. Ahora no tienen nada que perder y les enseñan a los hombres lo que quieren ver.”



(Ralf Rothmann, Morir en primavera, páginas 67-68, 119, 183)

jueves, 21 de diciembre de 2017

NARRACIONES TRENZADAS CON LA LÓGICA DE LOS SUEÑOS


Un médico rural y otros relatos pequeños

Franz Kafka

Traducción de Pablo Grosschmid

Editorial Impedimenta, Madrid, 160 páginas

(Libros de fondo)



    

   Para abordar estos textos, el lector debe de tener en cuenta que las narraciones que tiene delante de sí forman parte de la obra que Kafka quiso publicar y de hecho publicó. Los tres libros de narraciones titulados respectivamente Contemplación (1913), Un médico rural (1919), Un artista del trapecio (1924), más otras narraciones publicadas de forma aislada, tales como La metamorfosis, La sentencia, En la colonia penal o el relato Ante la ley. Su legado póstumo en el que se encuentran otros esbozos de relatos y aforismos o su Diario (1910-1913) más las tres grandes novelas: El proceso, El castillo y América han llegado hasta nosotros gracias a que su amigo y testamentario, Max Brod, no quemó todos los escritos inéditos que Kafka consideraba a medio hacer.

   Los relatos que nos ofrece Impedimenta, en traducción de Pablo Grosschmid, reúnen un material muy diverso. El mismo Kafka empleó distintas denominaciones para referirse a ellos: piezas, trozos, fragmentos, historias, narraciones. Algunos como “El deseo de ser piel roja” o “Los árboles” dan la impresión de ser simples aforismos de unas pocas líneas. Otros, en cambio, son historias de más de cincuenta páginas. En algunos se perciben huellas autobiográficas del autor. Un claro ejemplo es “La sentencia”, un cuento extraño que se cierra con el suicidio de un joven, incapaz de entenderse con un padre irascible y estrafalario. Otros, al contrario, resultan refractarios a tal interpretación y el calificativo que mejor les sienta es precisamente el adjetivo kafkiano: el hombre, víctima de engranajes burocráticos y totalitarios que es incapaz de comprender.

   Una pesadilla radical que cuestiona el sentido del lenguaje y de la misma realidad. El estilo conciso, equilibrado y exacto, con leves concesiones a la ironía, es en estos relatos una copia del lenguage detallista y al mismo tiempo preciso de la vida laboral del escritor como redactor de informes sobre mutilaciones sufridas por los trabajadores. Kafka era consciente de que su destino vital le exigía una entrega casi que fisiológica al acto de escribir. Pero el gran obstáculo para esta dedicación era “das Bureau” (la oficina). En sus escritos, especialmente en su época inicial, se refleja esta contraposición entre la escritura y el rutinario trabajo oficinesco. Pero es preciso interpretarlo no como una huida hacia ensoñaciones edénicas, sino como liberación de una obligación repetitiva y absurda.

   En gran medida, esa evasión se produce en la obra de Kafka mediante una peculiar lógica de los sueños. Despertamos bajos los imperativos de la normalidad diurna, pero todavía seguimos sumergidos dentro del tejido de los sueños, no menos lógicos que el período de vigilia, mas gobernados por otro tipo de coherencia.

   Además de esta ambivalencia entre semisueño y semivigilia, se hace presente otro elemento en estas narraciones y en general en toda la obra kafkiana:el desenvolvimiento “ad absurdum” de una hipótesis o de una idea en consonancia con su lógica interna. Las narraciones recogidas en el libro nos ofrecen múltiples ejemplo de la presencia de este elemento, juego de paradojas e hipérboles extremas y absurdas. Destaco entre ellas el relato “Sobre la construcción de la muralla china” y el más absurdamente cómico, “Informe para una academia”, en el que un mono que aprende  a hablar y cuenta lo bien que lo pasa aprovechándose de sus propios educadores. En estos relatos, el Kafka pertubador deja paso al narrador ingenioso, hiperbólico, más divertido que inquietante.

   En mi opinión uno de los relatos más notables de este volumen es  “La colonia penitenciaria”. Como en El proceso, este relato invita a una lectura metafórica, como símbolo de las torturas que en nuestro tiempo han alcanzado un refinamiento tecnológico especialmente espantoso, si bien en la narración la tortura aparece descrita como una especie del “arte por el arte”, alejada progresivamente de la realidad en la que al comienzo parecía presentarse. Otra narración digna de mención es la que le da parte del título al volumen, “Un médico rural”. Un relato en el que se alternan estampas sonambulescas con coherentes desenvolvimientos de las ideas kafkiana llevadas hasta el extremo, y en algún caso en forma de una verdadera parábola, como “Ante la ley”, que más tarde aparecerá en El proceso  como prédica en la catedral. “Todo puede ser escrito” afirmaba Kafka. Escrito de forma directa, concisa, en engañosa sencillez para acercarnos seres angustiados y fantasmales extraídos de los sueños. Este volumen es una muestra de esta forma de escritura continua que, no obstante, solamente se puede transmitir de forma fragmentaria.





                                                
Franz Kafka



Fragmentos





“-Es un aparato singular -dijo el oficial al explorador, y contempló con cierta admiración el aparato, que le era tan conocido. El explorador parecía haber aceptado sólo por cortesía la invitación del comandante para presenciar la ejecución de un soldado condenado por desobediencia e insulto hacia sus superiores. En la colonia penitenciaria no era tampoco muy grande el interés suscitado por esta ejecución. Por lo menos en ese pequeño valle, profundo y arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se encontraban, además del oficial y el explorador, el condenado, un hombre de boca grande y aspecto estúpido, de cabello y rostro descuidados, y un soldado que sostenía la pesada cadena donde convergían las cadenitas que retenían al condenado por los tobillos y las muñecas, así como por el cuello, y que estaban unidas entre sí mediante cadenas secundarias. De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan caninamente sumiso, que al parecer hubieran podido permitirle correr en libertad por los riscos circundantes, para llamarlo con un simple silbido cuando llegara el momento de la ejecución.

El explorador no se interesaba mucho por el aparato y se paseaba detrás del condenado con visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos preparativos, arrastrándose de pronto bajo el aparato, profundamente hundido en la tierra, o trepando de pronto por una escalera para examinar las partes superiores. Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas labores un mecánico, pero el oficial las desempeñaba con gran celo, tal vez porque admiraba el aparato, o tal vez porque por diversos motivos no se podía confiar ese trabajo a otra persona.

-¡Ya está todo listo! -exclamó finalmente, y descendió de la escalera. Parecía extraordinariamente fatigado, respiraba con la boca muy abierta, y se había metido dos finos pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme.

-Estos uniformes son demasiado pesados para el trópico -comentó el explorador, en vez de hacer alguna pregunta sobre el aparato, como hubiera deseado el oficial.

-En efecto -dijo este, y se lavó las manos sucias de aceite y de grasa en un balde que allí había-; pero para nosotros son símbolos de la patria; no queremos olvidarnos de nuestra patria. Y ahora fíjese en este aparato -prosiguió inmediatamente, secándose las manos con una toalla y mostrando aquél al mismo tiempo. Hasta ahora intervine yo, pero de aquí en adelante el aparato funciona absolutamente solo.

El explorador asintió y siguió al oficial. Éste quería cubrir todas las contingencias, y por eso dijo:

-Naturalmente, a veces hay inconvenientes; espero que no los haya hoy, pero siempre se debe contar con esa posibilidad. El aparato debería funcionar ininterrumpidamente durante doce horas. Pero cuando hay entorpecimientos, son sin embargo desdeñables, y se los soluciona rápidamente. ¿No quiere sentarse? -preguntó luego, sacando una silla de mimbre entre un montón de sillas semejantes, y ofreciéndosela al explorador; éste no podía rechazarla. Se sentó entonces; al borde de un hoyo estaba la tierra removida, dispuesta en forma de parapeto; del otro lado estaba el aparato.

-No sé -dijo el oficial- si el comandante le ha explicado ya el aparato.

El explorador hizo un ademán incierto; el oficial no deseaba nada mejor, porque así podía explicarle personalmente el funcionamiento” (La colonia penitenciaria)

…..


Excelentísimos señores académicos:

Me hacéis el honor de presentar a la Academia un informe sobre mi anterior vida de mono. Lamento no poder complaceros; hace ya cinco años que he abandonado la vida simiesca. Este corto tiempo cronológico es muy largo cuando se lo ha atravesado galopando -a veces junto a gente importante- entre aplausos, consejos y música de orquesta; pero en realidad solo, pues toda esta farsa quedaba -para guardar las apariencias- del otro lado de la barrera.

Si me hubiera aferrado obstinadamente a mis orígenes, a mis evocaciones de juventud, me hubiera sido imposible cumplir lo que he cumplido. La norma suprema que me impuse consistió justamente en negarme a mí mismo toda terquedad. Yo, mono libre, acepté ese yugo; pero de esta manera los recuerdos se fueron borrando cada vez más. Si bien, de haberlo permitido los hombres, yo hubiera podido retornar libremente, al principio, por la puerta total que el cielo forma sobre la tierra, ésta se fue angostando cada vez más, a medida que mi evolución se activaba como a fustazos: más recluido, y mejor me sentía en el mundo de los hombres: la tempestad, que viniendo de mi pasado soplaba tras de mí, ha ido amainando: hoy es tan solo una corriente de aire que refrigera mis talones. Y el lejano orificio a través del cual ésta me llega, y por el cual llegué yo un día, se ha reducido tanto que -de tener fuerza y voluntad suficientes para volver corriendo hasta él- tendría que despellejarme vivo si quisiera atravesarlo. Hablando con sinceridad -por más que me guste hablar de estas cosas en sentido metafórico-, hablando con sinceridad os digo: vuestra simiedad, estimados señores, en tanto que tuvierais algo similar en vuestro pasado, no podría estar más alejada de vosotros que lo que la mía está de mí. Sin embargo, le cosquillea los talones a todo aquel que pisa sobre la tierra, tanto al pequeño chimpancé como al gran Aquiles. Pero a pesar de todo, y de manera muy limitada, podré quizá contestar vuestra pregunta, cosa que por lo demás hago de muy buen grado. Lo primero que aprendí fue a estrechar la mano en señal de convenio solemne. Estrechar la mano es símbolo de franqueza. Hoy, al estar en el apogeo de mi carrera, tal vez pueda agregar, a ese primer apretón de manos, también la palabra franca. Ella no brindará a la Academia nada esencialmente nuevo, y quedaré muy por debajo de lo que se me demanda, pero que ni con la mejor voluntad puedo decir. De cualquier manera, con estas palabras expondré la línea directiva por la cual alguien que fue mono se incorporó al mundo de los humanos y se instaló firmemente en él. Conste además, que no podría contaros las insignificancias siguientes si no estuviese totalmente convencido de mí, y si posición no se hubiese afirmado de manera incuestionable todos los grandes music-halls del mundo civilizado.

Soy originario de la Costa de Oro. Para saber cómo fui atrapado dependo de informes ajenos. Una expedición de caza de la firma Hagenbeck -con cuyo jefe, por otra parte, he vaciado no pocas botellas de vino tinto- acechaba emboscada en la maleza que orilla el río, cuando en medio de una banda corrí una tarde hacia el abrevadero. Dispararon: fui el único que hirieron, alcanzado por dos tiros.

Uno en la mejilla. Fue leve pero dejó una gran cicatriz pelada y roja que me valió el repulsivo nombre, totalmente inexacto y que bien podía haber sido inventado por un mono, de Peter el Rojo, tal como si sólo por esa mancha roja en la mejilla me diferenciara yo de aquel simio amaestrado llamado Peter, que no hace mucho reventó y cuyo renombre era, por lo demás, meramente local. Esto al margen.

El segundo tiro me atinó más abajo de la cadera. Era grave y por su causa aún hoy rengueo un poco. No hace mucho leí en un artículo escrito por alguno de esos diez mil sabuesos que se desahogan contra mí desde los periódicos "que mi naturaleza simiesca no ha sido aplacada del todo", y como ejemplo de ello alega que cuando recibo visitas me deleito en bajarme los pantalones para mostrar la cicatriz dejada por la bala. A ese canalla deberían arrancarle a tiros, uno por uno, cada dedo de la mano con que escribe. Yo, yo puedo quitarme los pantalones ante quien me venga en ganas: nada se encontrará allí más que un pelaje acicalado y la cicatriz dejada por el -elijamos aquí para un fin preciso, un término preciso y que no se preste a equívocos- ultrajante disparo. Todo está a la luz del día; no hay nada que esconder. Tratándose de la verdad toda persona generosa arroja de sí los modales, por finos que éstos sean. En cambio, otro sería el cantar si el chupatintas en cuestión se quitase los pantalones al recibir visitas. Doy fe de su cordura admitiendo que no lo hace, ¡pero que entonces no me moleste más con sus mojigaterías!

Después de estos tiros desperté -y aquí comienzan a surgir lentamente mis propios recuerdos- en una jaula colocada en el entrepuente del barco de Hagenbeck. No era una jaula con rejas a los cuatro costados, eran mas bien tres rejas clavadas en un cajón. El cuarto costado formaba, pues, parte del cajón mismo. Ese conjunto era demasiado bajo para estar de pie en él y demasiado estrecho para estar sentado. Por eso me acurrucaba doblando las rodillas que me temblaban sin cesar. Como posiblemente no quería ver a nadie, por lo pronto prefería permanecer en la oscuridad: me volvía hacia el costado de las tablas y dejaba que los barrotes de hierro se me incrustaran en el lomo. Dicen que es conveniente enjaular así a los animales salvajes en los primeros tiempos de su cautiverio, y hoy, de acuerdo a mi experiencia, no puedo negar que, desde el punto de vista humano, efectivamente tienen razón.

Pero entonces no pensaba en todo esto. Por primera vez en mi vida me encontraba sin salida; por lo menos no la había directa. Ante mí estaba el cajón con sus tablas bien unidas. Había, sin embargo, una hendidura entre las tablas. Al descubrirla por primera vez la saludé con el aullido dichoso de la ignorancia. Pero esa rendija era tan estrecha que ni podía sacar por ella la cola y ni con toda la fuerza simiesca me era posible ensancharla.

Como después me informaron, debo haber sido excepcionalmente silencioso, y por ello dedujeron que, o moriría muy pronto o, de sobrevivir a la crisis de la primera etapa, sería luego muy apto para el amaestramiento. Sobreviví a esos tiempos. Mis primeras ocupaciones en la nueva vida fueron: sollozar sordamente; espulgarme hasta el dolor; lamer hasta el aburrimiento una nuez de coco; golpear la pared del cajón con el cráneo y enseñar los dientes cuando alguien se acercaba. Y en medio de todo ello una sola evidencia: no hay salida. Naturalmente hoy sólo puedo transmitir lo que entonces sentía como mono con palabras de hombre, y por eso mismo lo desvirtúo. Pero aunque ya no pueda retener la antigua verdad simiesca, no cabe duda de que ella está por lo menos en el sentido de mi descripción.

Hasta entonces había tenido tantas salidas, y ahora no me quedaba ninguna. Estaba atrapado. Si me hubieran clavado, no hubiera disminuido por ello mi libertad de acción. ¿Por qué? Aunque te rasques hasta la sangre el pellejo entre los dedos de los pies, no encontrarás explicación. Aunque te aprietes el lomo contra los barrotes de la jaula hasta casi partirse en dos, no conseguirás explicártelo. No tenía salida, pero tenía que conseguir una: sin ella no podía vivir. Siempre contra esa pared hubiera reventado indefectiblemente. Pero como en el circo Hagenbeck a los monos les corresponden las paredes de cajón, pues bien, dejé de ser mono. Esta fue una magnífica asociación de ideas, clara y hermosa que debió, en cierto sentido, ocurrírseme en la barriga, ya que los monos piensan con la barriga.

Temo que no se entienda bien lo que para mi significa "salida". Empleo la palabra en su sentido más preciso y más común. Intencionadamente no digo libertad. No hablo de esa gran sensación de libertad hacia todos los ámbitos. Cuando mono posiblemente la viví y he conocido hombres que la añoran. En lo que a mí atañe, ni entonces ni ahora pedí libertad. Con la libertad -y esto lo digo al margen- uno se engaña demasiado entre los hombres, ya que si el sentimiento de libertad es uno de los más sublimes, así de sublimes son también los correspondientes engaños. En los teatros de variedades, antes de salir a escena, he visto a menudo ciertas parejas de artistas trabajando en los trapecios, muy alto, cerca del techo. Se lanzaban, se balanceaban, saltaban, volaban el uno a los brazos del otro, se llevaban el uno al otro suspendidos del pelo con los dientes. "También esto", pensé, "es libertad para el hombre: ¡el movimiento excelso!" iOh burla de la santa naturaleza! Ningún edificio quedaría en pie bajo las carcajadas que tamaño espectáculo provocaría entre la simiedad.

No, yo no quería libertad. Quería únicamente una salida: a derecha, a izquierda, adonde fuera. No aspiraba a más. Aunque la salida fuese tan sólo un engaño: como mi pretensión era pequeña el engaño no sería mayor. ¡Avanzar, avanzar! Con tal de no detenerme con los brazos en alto, apretado contra las tablas de un cajón.

Hoy lo veo claro: si no hubiera tenido una gran paz interior, nunca hubiera podido escapar. En realidad, todo lo que he llegado a ser lo debo, posiblemente, a esa gran paz que me invadió, allá, en los primeros días del barco. Pero, a la vez, debo esa paz a la tripulación.” (Informe para una academia)





domingo, 17 de diciembre de 2017

EL QUE TENGA COMERCIO CON UNA BESTIA...



El abismo verde

Manuel Moyano

Menoscuarto Ediciones, Palencia,2017, 166 páginas.



    

   A lo largo de todo El abismo verde resuena con frecuencia la frase bíblica, las palabras del Levítico: “El que tenga comercio con una bestia será castigado con la muerte.” No es preciso ser un experto exégeta para ver en esta fresa una de las prohibiciones fundamentales de la Biblia: el sexo contra natura con animales o seres ajenos a la especie humana. El versículo bíblico alude a lo que posiblemente es el núcleo temático de esta novela, la última aportación a la narrativa de Manuel Moyano (Córdoba, 1963), un escritor avalado por la autoría de varias colecciones de cuentos, microrrelatos y varias novelas, de las que, sin duda, la más conocida y relevante es El imperio de Yegorov, finalista del Premio Herralde en el año 2014.

   Manuel Moyano cultiva una narrativa a caballo entre lo fantástico y lo real; que se aleja de los puramente fantástico, pero, sin embargo, está anclada en la idea de resucitar las novelas clásicas de aventuras en la senda trazada por los grandes maestros del género, los autores fundacionales: Kipling, H.W. Wells,  Stevenson, Conrad o Verne.

   El abismo verde es ciertamente una novela de aventuras, erguida sobre una intriga transida por la inquietud y el desasosiego. Su trama se ajusta al modelo clásico de la novela de aventuras, en las que suceden acontecimientos que en el protagonista no solo hacen que naufrague su fe, sino que lo turban profundamente. La acción transcurre en el año 1975 y el joven protagonista y testigo la narra muchos años después. Un joven sacerdote, con fuertes dudas en sus creencias religiosas, es destinado a un remoto poblado de la selva amazónica, Agaré, antaño próspera colonia minera, habitada ahora por leñadores mestizos cortadores de eucaliptos para una fábrica de celulosa. Agaré es apenas una calle de tierra pisada a cuyo lado se yerguen humildes casas de madera, con tejados de calamina. En ellas vivían los leñadores mestizos, cuya religiosidad apenas disimulaba un profundo salvajismo.

   Habita igualmente en la localidad un avaro mercachifle, representante de la autoridad y el delegado de la compañía papelera: un alemán que cohabitaba con una india, la única mujer que había en aquel lugar abandonado de la mano de Dios y de los hombres en medio de la selva. Un barco a la deriva rodeado de misterios en la cercana jungla. Tales como las extrañas incursiones nocturnas de linternas que los sábados por la noche se internan en las espesuras. El sacerdote descubre que son los mestizos llenadores los que efectúan esas salidas nocturnas. Y descubre la existencia de una antigua ciudad de piedra en medio de la selva, devorada por sinuosas raíces, y habitada por unos extraños seres, hembras blanquecinas, seres calvos, con senos abultados y carentes de sentimientos humanos. En aquellas ruinas viven como en un hormiguero. No eran del todo humanas, pero tampoco simples animales. Son las rameras que esperan a los mestizos llenadores  en medio de la selva. Seres del inframundo con las que copulan en bacanales nocturnos los llenadores. En esos aquelarres, las criaturas de la selva, en su desenfrenada búsqueda del placer, se dejaban llevar por el furor de la cópula hasta el extremo de asesinar a sus parejas.

   La resolución de la novela que ninguna reseña debe desvelar, tienen lugar en la última página. Lo hasta ahora escrito es solamente la sinopsis de una intriga ciertamente inquietante, una novela de aventuras que responde al andamiaje canónico (salida-viaje-retorno). El autor logra articular un relato rebosante de intensidad, en el que la imaginación desbordante y el substrato ético no obstruyen el aliento narrativo, intenso y repleto de  desasosiego. A pesar de esos elementos fantásticos -las hembras que habitan en el inframundo- El abismo verde es una novela creíble que tiene además el mérito de ser una celebración de la aventura. Y es, sobre todo, un viaje interior, una iniciación y no pocos descubrimientos cruciales en la existencia del joven sacerdote que, tras ser testigo e incluso víctima de las orgias sexuales con las hembras del inframundo, es capaz de viajar al abismo de su propia conciencia, y de él salir para iniciar una vida nueva.

   Manuel Moyano describe con pericia escenarios selváticos, las actitudes de una amplia galería de personajes secundarios y, sobre todo, el peso de ese ambiente embrutecido que es Agaré, el salvajismo cruel que perciben los ojos del protagonista y la opresión del abismo asfixiante que es la selva, rebosante de vitalidad, pero que llega a engullir conciencias y caracteres, al igual que las raíces de los árboles centenarios aprisionan y tragan la ciudad de piedra milenaria.

   Novela relativamente breve, escrita con un ritmo que no concede tregua, y una prosa ágil y apropiada, desbordante de colorido. Con estos ingredientes nos introduce Manuel Moyano en un mundo embrutecido, donde no rigen las leyes humanas. En el corazón de la barbarie.







                                                 
Manuel Moyano



Fragmentos



“Ya he dicho que aquellas criaturas (o personas, si así cabe llamarlas) carecían de vello corporal y de pelo en la cabeza, exceptuando una especie de cerdas que les crecían sobre el labio superior. Su nariz era chata y las ranuras de sus ojos alargadas; le abrimos los párpados, pero ambos globos oculares se habían desintegrado. En cuanto a las orejas, estaban atrofiadas hasta ser casi inexistentes. Tras separar la mandíbula inferior -que crujió de forma estremecedora al desgajarse del resto del cráneo- vimos que su dentadura no difería de la nuestra en cuanto a la disposición de las piezas, aunque los molares eran más robustos y los incisivos más desarrollados. También en esta ocasión se trataba de una hembra, como evidenciaban no solo sus senos y su vagina, sino la línea curva de sus caderas. Incluso en aquel estado había una acusada feminidad en sus formas.”



…..



“Cuando todos hubieron terminado de desvestirse, el más alto y fornido de ellos alzó una mano y, simulando teatralmente con la otra que se masturbaba, emitió un poderoso grito que resonó como una profanación por toda la selva:

-¡Venid, putas!

Un escalofrío recorrió de arriba abajo mi espina dorsal. Presentí que aquella invocación no era una frase cualquiera pronunciada al azar, sino la plegaria que daba paso a la siguiente fase del ritual, el preludio a un horror absoluto, a la más completa de las abominaciones…Y pronto pude comprobar que no andaba errado, porque, como respondiendo a su llamada, varias figuras blanquecinas surgieron de la espesura en distintos puntos del contorno del calvero (…)

Los monstruos caminaban mostrando sin pudor sus vulvas tumefactas y escandalosamente abiertas, relucientes de humedad incluso en la penumbra. Me santigüé. Eran cuarenta o más, tantas como mestizos las esperaban desnudos en el centro del calvero: Lavinger se había equivocado al suponer que su número era reducido. Intenté cerrar los ojos, no contemplar la lasciva ceremonia que, sin duda, iba a desarrollarse a continuación. Pero no logré resistir la tentación, esa fue mi debilidad, y todo cuanto vi esa noche quedaría fijado para siempre en mis retinas… Cómo describir con simples palabras lo que ocurrió, los jadeos bestiales, la orgía contra natura que durante la interminable hora siguiente se desarrolló ante mis ojos…Cómo describir al sobrecogimiento sin parangón que me invadió.”



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“A lo largo de estas décadas no he dejado de preguntarme si aún seremos compatibles genéticamente. ¿Llegaron a dar algún fruto aquellas aberrantes uniones? ¿Concibió la reina monstruosos híbridos como consecuencia de nuestros reiterados encuentros? Tal vez mientras escribo estas líneas, mis descendientes estén reptando por la eterna oscuridad de aquellas galerías, ajenas por completo a la civilización de los hombres. Si es así, confieso que, lejos de sentirme horrorizado ante la idea, me enorgullezco de ser su progenitor. A mis sesenta y tres años de edad cuando tengo la completa certeza de que la vida es algo insignificante, un accidente fortuito en el conjunto del cosmos es cuando la amo más que nunca; en cualquiera de sus manifestaciones, en cualquiera de sus frágiles  e infinitas formas.”



(Manuel Moyano, El abismo verde, páginas 77-78, 91-93, 166)