Eduardo Moga
Ediciones Trea, Gijón, 2019, 114 páginas.
No son muchos los libros que he leído de Eduardo Moga (Barcelona, 1962). Y sin embargo es uno de
los poetas más prolíficos y originales de la literatura en español. Premio Adunáis
por La luz oída (1996). Es así mismo
traductor tanto del catalán como de otros sistemas literarios, del inglés
especialmente. Autor además de viajes y ensayos y crítico literario. Mantiene
el blog Corónicas de Espania.
Este año nos ha sorprendido con un
breve libro, con lo que él mismo considera que podría denominarse “literatura
filial”. Y el resultado es Mi padre,
un poemario o una colección de textos, ya que él mismo no está convencido que
lo que acaba de publicar sea una colección de poemas. Un ajuste de cuentas con
la figura paterna en el que no obvia la biografía, pero en menos medida de los
que ocurre en otras obras.
El día 8
de mayo, Eduardo Moga publicó en su blog una entrada precisamente con el título
del libro, Mi padre. Por mucho que se
diga que ningún escritor es un crítico
imparcial de sí mismo, Eduardo Moga escribe una buena introducción a su libro y
a la llamada literatura filial: la de aquellos escritores que hacen un retrato
de sus padres en la España de los sesenta y setenta. Además de los autores y
obras que Eduardo Moga cita, la gran obra referencial es Carta al padre que Franz
Kafka escribió a su padre Hermann en noviembre de 1919, básicamente una crítica
aguda por la conducta abusiva e hipócrita del progenitor hacia el hijo. Un
texto que se supone íntimo y que, sin embargo, fue escrito con los elementos
literarios propios de la narrativa kafkiana.
También
con los elementos de su propia literatura (por más que el autor insista en que Mi padre se aleja radicalmente de todo,
pero cada, cada texto o poema es una lectura deleitosa en grado sumo para el
lector) describe Eduardo Moga la visión intimista del padre, pero no motivado
por la furia y el despecho, sino por la ironía y el humor, y con una absoluta
desnudez de palabras.
Mas caben
muchos interrogantes; por ejemplo cuáles son los límites de la poesía en la
literatura filial, en la relación padre-hijo. El hijo no olvida el pudor al
hablar de su padre, aunque sí le da cabida a ciertas veladuras, disfraces, que
tienen la pretensión de ser fidedignos. Y en esto Eduardo Moga no engaña a
nadie. Sus textos-poemas están en consonancia con lo que fue su padre: un
hombre modesto, hijo de una época “bélica y sorda” pero también esperanzada,
gran lector, machista, desclasado, identificado con los valores de los que le
explotaban. Y su decisión más inteligente: solamente tuvo un hijo porque no se
podía arriesgar a tener más.
Todo esto
lo expresa Eduardo Moga en una amplia colectánea de textos-poemas en prosa que
van componiendo el retrato del mosaico de los que fue la figura paterna. Todo
arranca con dos citas. Una de Kafka sobre el miedo al padre, y otra de Carta al padre de Jesús Aguado. Las dos
marcan la senda por dónde van los textos-poemas de Eduardo Moga: “Una vez me
perdí en el bosque- escribe Jesús Aguado-. Mi padre en vez de salir a buscarme,
se tendió debajo de un árbol. Sus ronquidos me orientaron”. Otra cita de Jaime
Sabine pone en duda de que lo que sigue sean poemas. Poemas que están a una
distancia sideral de la biografía, pero no de la descripción física y de
ciertas anécdotas: “Mi padre tenía el pelo blanco. Yo también tengo el pelo
blanco. El pelo encanece por oxidación” (página 11). Las canas del padre
quedaron prendidas en la cretona que cubría el sofá del comedor. Por eso olía a él. La úlcera del
estómago que el padre combina con vino y embutidos. Pero suelen ser aspectos marginales de la
vida cotidiana de una época en la que todavía seguíamos sumidos en la miseria.
La
ironía, el desparpajo, la ocurrencia a veces graciosa, a veces truculenta o
casi tremebunda son la tonalidad que está presente en estos textos. Viñetas,
como han sido descritos: “Mi padre iba en calzoncillos por la casa. Tenía unos
testículos enormes. Pero nunca le vi el pene” (página 22). El padre que va a
robar fruta a las huertas de Montjuïc; la paliza que el padre le da al hijo con
el cinturón; su gusto por la música clásica y el jazz. Todo en textos-versos de
apenas media línea: “Mi padre fuma Bisonte” (página 43); “Mi padre tiraba pedos
en casa” (página 105); o el texto poema que clausura este libro: “Mi padre se
llamaba Abel”.
Textos escuetos,
casi desnudos, anecdóticos, ironía, algunos momentos de intimidad familiar, a
veces descarnada.
Lo más relevante desde el punto de vista formal
es, como se ha escrito, una amplia relación de aspectos poco menos que
expresionistas, con un estilo marcado por una sintaxis sencilla, un léxico
directo, sin eufemismo, trazos ligerísimos, ausencia de reflexiones.
A pesar
de ello, el que lea este libro, inserta de inmediato en su mente el retrato de
un personaje, padre de un hijo que escribe lo que recuerda. Y en este libro hay
forma. Sin forma no hay poesía, decía Pedro Salinas. Una forma que acrecienta
el valor de Mi padre, porque, por
debajo de los anecdótico, del trazo brutal, de la ironía sin fronteras, se
agazapa lo lírico; es decir un profundo sentimiento hacia la figura paterna,
vulgar y rectilínea quizás, con la que el hijo culto, universitario, hijo de la
democracia no comparte nada, salvo aquello que es irrenunciable, a pesar de las
distancias generacionales: el afecto mamado y jamás olvidado. Este libro de Eduardo
Moga, tan distinto de los suyos, es una prueba.
Francisco Martínez Bouzas
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