En el clímax de la novela Mandíbula, que en mi opinión se inicia
en el capítulo XX, su autora, Mónica Ojeda pone en boca de una alumna, o mejor dicho se las ingenia
para que componga un largo ensayo-confesión que, como trabajo de clase, le envía Annelise Van Isschot, una de las alumnas que
aterrorizan a la profesora Miss Clara. De ese texto entresaco estos subrayados.
Son un breve adelanto al manjar a la vez apetitoso y fustigante -“frases sucias
manchadas de poesía”- como escribe la autora, consciente quizás de que sin basura
no hay literatura, como subraya Juan Tallón. Una exquisitez que les espera a los que lean Mandíbula y cuya reseña publicaré muy
pronto.
Que quede claro, ya desde ahora, que Mandíbula
no es un producto literario de usar y tirar, sino una novela que huele a
siempre, un buen modo de resistir a la triunfante rutina de la cultura, como
diría Susan Sontag. Una ficción que justifica su existencia en la línea
forzosamente intempestiva en el sentido nietzscheano. Es decir ¡inesperada!
Mónica Ojeda
Editorial Candaya
Avinyonet del Penedès (Barcelona), 2018, 285 páginas.
“Cuando la idea del
bien y del mal desaparece, lo único que queda es la naturaleza y su violencia.
Pienso que si existe un solo Dios, es decir, un Antiguo, una criatura eterna,
todopoderosa, que podría desaparecernos con un pestañeo, este tendría que ser
alguien a quien no le importáramos en lo absoluto y que jugara con nosotros
como si fuéramos un entretenimiento más dentro del vasto universo. Piénselo,
Miss Clara: con todas las cosas que pasan día a día en este mundo, ¿tiene
sentido que exista algo parecido al Dios cristiano? Cada mañana, cuando voy al
colegio, veo a través de la ventana a decenas de niños pidiendo limosna junto a
los semáforos. He leído que cada minuto mueren cientos de personas por hambruna
en distintas partes de la Tierra y que para que yo use la computadora con la
que ahora escribo esto, hay otras tantas que mueren en minas de coltán. En este
mismo momento, en alguna parte del globo terráqueo, hay mujeres a las que se
les está cortando el clítoris, niños vendidos, personas estallando en pedazos o
ahogándose en el océano, y nada de esto tiene que ver con el mal, sino con la
naturaleza humana fracasando en su autodomesticación. Sé que es reconfortante
creer que hay alguien o algo superior que nos cuida y que tiene un maravilloso
plan para nuestras vidas, pero si lo pensamos seriamente ni los discursos más
profundos de Mister Alan podrían hacer que ese Dios fuera creíble”
(La autora, pone
en palabras de la alumna una enunciación muy actual del argumento del mal,
formulado desde la antigüedad hasta Albert Camus (La peste) y hasta nuestros días. ¿Cómo conciliar el sufrimiento y
la muerte de los inocentes con una deidad que sea omnisciente, omnipresente,
omnibenevolente? El arduo problema, sobre todo para creyentes no exageradamente
providencialistas, del silencio de Dios).
…..
“Yo, sin embargo,
lo descubrí en mi propio cuerpo. Después de todo, si mi horror no fuera
parecido al suyo, si el blanco no fuera la metáfora ideal, si no hubiese leído
ese capítulo de Moby Dick, jamás habría podido entenderla como ahora porque
jamás habría podido entenderme a mí misma. Intentaré explicarme mejor: para mí,
el miedo a la edad blanca empezó mientras mi cuerpo cambiaba. Primero un olor
rancio. Después unos pezones como hematomas levantándose y doliendo al roce.
Luego, los fluidos vaginales iguales a mocos frescos y blancuzcos. El pelo
retorcido. Las estrías. La sangre. Eso incompleto e indefinido que le repugna
de nosotras es igual de repulsivo para mí. La infancia termina con la creación
de un monstruo que se arrastra por las noches: un cuerpo desagradable que no
puede ser educado. La pubertad nos hace hombres y mujeres lobo, o hiena, o
reptil, y cuando hay luna llena, vemos cómo nos perdemos a nosotros mismos (sea
lo que sea que seamos).
Hace poco escribí un poema
sobre esto:
Al
fondo de mí hay una madre sin cara:
un
Dios
de
tentáculos aéreos
atravesando
la estación más blanca de la naturaleza.
Su
pecho es un patio de hortalizas mordidas;
un
estanque madre de las anacondas
un
útero deambulante
una
mandíbula
que
moja mi corazón
con
su perfecta leche.”
…..
“De pequeña, mi
mamá solía bañarme. Lo hizo hasta que cumplí diez años porque, según ella, yo
sola no me limpiaba bien. A decir verdad siempre se quejó de mi higiene, pero
le aseguro, Miss Clara, que yo fui una niña muy limpia. En cualquier caso, mi
madre solía hablar de todo tipo de cosas mientras me bañaba (del colegio, de la
iglesia, de mis tías, del fin de semana, de las empleadas domésticas, del
numerario Tito, de la prelatura) y siempre, de una u otra manera, acababa por
contarme horribles casos de niñas secuestradas, violadas y asesinadas que veía,
con cierta fascinación, en un canal de televisión que solo emitía este tipo de crimines
(…) Me decía: «Si un día estás perdida y alguien te dice que te va a llevar a
casa con nosotros, no le creas, porque puede ser un hombre malo. Tampoco puedes
confiar en las mujeres, porque existen mujeres malas y Anne, cariño, solo
puedes confiar en tu familia; el mundo está lleno de personas malas que quieren
hacerle cosas terribles a niñas guapas como tú. Hay hombres enfermos que
quieren meter sus dedos y otras cosas en ese lugar secreto y delicado por el
que haces pipí. (…) Es muy importante que te sientas bien. Si no te sientes
bien, hombres malos podrían ver tu lugar secreto y tener ganas de raptarte para
hacerte cosas malas. Tampoco debes mostrarle la lengua a nadie porque podrías darle
ideas extrañas a hombres malos, muy malos. Así que, Anne, cariño, debes sentarte
bien y cerrar bien la boca, ¿entiendes?». Pero sus palabras eran fastidiosas y no
significaban nada para mí. En realidad detestaba que me bañara porque su anillo
de matrimonio se metía entre mis nalgas y en mi vulva y la sensación era fría y
desagradable, justo como imaginaba que se sentiría si un hombre malo me metía sus
dedos más gordos y toscos que los de mi madre. Fue mucho después, cuando mamá decidió
que ya era lo suficientemente grande para bañarme sola, que empecé a preocuparme
por la forma en la que me sentaba delante de mis profesores, tíos, primor o amigos.”
(Mónica
Ojeda, Mandíbula, páginas 216, 217, 220-221
Un tema curioso ...
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