Cristina
Peri Rossi
Menoscuarto
Ediciones, Palencia, 2017, 194 páginas.
Reconoce Cristina Peri Rossi (Montevideo,
1941) que su pasión por la vida no tiene límites, es un verdadero frenesí. De
ahí, sus numerosas obras tanto en narrativa como en poesía, porque una forma
privilegiada de vivir es una existencia dedicada a la escritura. En los dos
últimos años han coincidido en el tiempo varias obras de su autoría. Una de
ellas, este libro de relatos/novela, Todo
lo que no te pude decir, una novela al margen de las pautas canónicas
(inicio, nudo, desenlace), pero muy consecuente con lo que demanda el texto. Y
con el tema de fondo de la escritura de Peri Rossi: la exploración de las relaciones
personales del amor hacia el otro, sus obscuras razones y las asimetrías que
nos diferencian y nos unen, comenzando por la más relevante: la asimetría
sexual, un verdadero abismo generador de conflictos, mas también de
seducciones, que es preciso franquear. Muy oportuna desde esa dinámica
asimétrica que son las existencias humanas, una de las citas iniciales que
inaugura el libro: “No hay mayor asimetría que la diferencia sexual y de
género” (Julia Kristeva).
El libro se inicia con una historia a
primera vista jocosa, pero no carente de ternura: la historia de dos chimpancés
enamorados, Bubú y Elisa, huidos del
zoo, que buscan un bosque lleno de árboles y frutos dulces. Su particular
paraíso. Pero el mundo exterior, comenzando por el comisario Fonseca, se opone
a que arribe a buen puerto esta búsqueda de un paraíso simiesco. Un desenlace
trágico, narrado con acentos patéticos, pone fin a esta búsqueda de la
felicidad por dos chimpancés enamorados que Suárez, el experto en monos del
zoo, confirma. Estos dos personajes, Fonseca y Suárez, prestan continuidad a
los siguientes relatos entrelazados. Ellos son el hilo conductor, aunque irán
apareciendo más.
Suárez, el cuidador del zoo, tiene en
Claudia una amante excelente, pero por las noches vive maritalmente con la mona
Lucila: la sienta a la mesa a comer hamburguesas; es testigo de sus ronquidos,
de sus sueños. Y la mona emplea la estrategia habitual entre los de su especie:
le ofrece su trasero, la señal de intercambio: sexo por comida. El agujero de
la mona invitaba a ser penetrado virilmente, sin prolegómenos como los que
demandaba Claudia, la novia. Y en efecto, una noche clava su miembro, penetra a
la mona. Y tal como hizo con Lucila, hará con una joven prostituta cuando se
llevan a la mona. Es el bestialismo, una relación profundamente asimétrica que,
sin embargo, seduce a Suárez.
Algo semejante le acontece al comisario
Fonseca: una relación exclusivamente profesional con Silvia, una bella
prostituta uruguaya. Paga sus servicios sexuales dos veces por mes. Un ancla
Tyzak que lleva tatuada en el tobillo, es el detonante de una tenebrosa historia en el Uruguay de la
dictadura militar. Silvia había sido elegida por la guerrilla tupamara para
seducir al jefe de los servicios de Inteligencia y Enlace encargados de la
represión. Allí conoce las catacumbas de la represión, el inframundo, pero la
mirada de un oficial salva a Silvia de ser subida al avión de la muerte para
ser lanzada al mar. Mas también aquí funciona la ley del intercambio: se verá
obligada a convertirse en la amante de ese oficial, si bien ese relato forma
parte de un todo que no se puede decir.
Fonseca pretende ampliar el contrato,
invitar a Silvia con la que tiene sexo, a algo que a ella le guste. Ella se
niega y extingue el contrato porque se va a vivir con una mujer, con Laura, una
mujer de teatro que dirige La muerte y la
doncella en la versión de Ariel Dorfman. Sin embargo, tampoco en el amor de
Silvia y Laura, esta llega a saberlo todo a pesar de estar unidas como la lapa
a la piedra.
La ley del intercambio funciona así mismo
entre el deprimido Fonseca y la joven dominicana sin papeles: él necesitaba una
mujer y la joven dominicana, un hombre.
En la novela, hecha de relatos, no existe un
desenlace. Simplemente un cierre de amores y rencores: los del represor
Mauricio, ahora necesitado de ayuda psicológica, que sigue buscando a Silvia
con una amalgama de amor y resentimiento.
Desde el punto de vista formal y
estructural, al libro de Cristina Peri Rossi se le pueden imputar más de un
defecto. El principal es sin duda el intento de hacer una novela de relatos,
apenas sin otra trabazón que la del hecho de compartir los relatos ciertos
personajes, si bien el artificio escritural puede ser interpretado de otra
forma: como una historia coral. En ella los diversos protagonistas nos narran
su relato. En todos ellos subyace el gran tema de fondo de este libro: las
asimetrías, las diferencias entre los sexos, entre hombres y mujeres y las
secuelas que eso provoca. Entre ellas, la seducción. ¿Por qué a un hombre le
seduce fornicar con una chimpancé más que con la hermosa novia que lo ama? ¿Por
qué aman las mujeres? ¿Por el poder que tienen algunos hombres o por su
profunda debilidad?, se nos interroga en el texto.
La novela está repleta de análisis y
reflexiones sobre la conducta humana en la que se pueden producir actos de
bestialismo. Reflexiones sobre el amor, la posesión, la soledad, el deseo, que
en el fondo no son más que manifestaciones de la insondable esencia humana y de
sus relaciones con los de su especie.
Hay otros rasgos que caracterizan el texto
de Cristina Peri Rossi: la sutileza, la ausencia de juicios de condena o
enaltecimiento, aunque en este caso con una excepción: el elogio de las
relaciones lésbicas -no del lesbianismo- entre dos de las protagonistas
femeninas. La mixtura de humor, ironía, ternura, lucidez, transgresión de
múltiples convenciones sociales. Y por supuesto, abundantes secuencias de
elevado erotismo, nostalgia por Montevideo, la ciudad natal de la escritora, y
el tema del exilio. Todo ello lo va dejando caer la autora al pasar por la lupa
de su prosa, rica en hallazgos expresivos, el gran tema de fondo de la novela:
la forma en la que los seres humanos, pese a las asimetrías, nos relacionamos entre
nosotros.
Cristina Peri Rossi |
Fragmentos
“Se había sentado,
como él, para comer las flores, y entonces Fonseca, siempre reptando, consiguió
llegar hasta la improvisada sepultura del mono muerto; con ambas manos y brazos
apartó la tierra, el lecho de hojas y el cuerpo inmóvil del mono apareció,
inmensamente vacío, como solo los muertos pueden estar vacíos. Vacío y quieto
aunque los pelos superficiales de color negro anaranjado temblaban con el
viento. Se quedó al lado del mono, esperando. Elisa dejó de comer súbitamente y
lanzó un grito áspero, intenso, larguísimo. Él la imitó, procuró lanzar al aire
un grito semejante. Durante un rato que no supo o no pudo contar, ambos
estuvieron así, gritando, no de manera simultánea, sino alternada, como un
lamento de amor, como el aria de amor y de muerte de Tristán e Isolda, recordó
Fonseca, extrayendo esa reminiscencia de un área de su memoria poco
frecuentada. (Había tenido una novia, en su juventud, a la cual le gustaban las
arias.)”
…..
“Lucila dejó de
chillar cuando vio esos preparativos y él abrió la puerta de la jaula y se
dirigió a la mesa.
Había un plato para
ella, con su hamburguesa chorreando mozzarella y brincó varias veces, emitiendo
cortos gritos de alegría. A Suárez le gustaba esa espontaneidad, parecida a la
de los niños, que no ocultan sus emociones, que no las domestican.
Lucila chillaba,
brincaba, gritaba, protestaba, reía, le arrojaba a veces objetos a la cara y
estaba alegre o malhumorada sin contemplaciones, sin ocultar sus emociones,
aunque era consciente de los roles y jerarquías, como todos los simios, y sabía
con claridad que era hembra, o sea, subordinada, que era mona, o sea, inferior
a Suárez, y que en caso de conflicto agudo, debía obedecer, le gustara o no.”
…..
“Ella comprendió
enseguida. Eso era lo que a Fonseca le gustaba más de Silvia: su comprensión
sin palabras. Qué bien dotada estaba para el amor físico y qué bien dotada
estaba para comprenderlo. O quizás comprendía a todos los hombres. Estaba
seguro (y su profesión se lo confirmó) de que las mujeres comprendían a los
hombres mucho mejor que los hombres a las mujeres. Quizás porque ellos no
estaban dispuestos a hacerlo: tenían el poder, y quien tiene el poder no
necesita comprender, basta con no perderlo. No era su caso. A él el dinero -el
otro gran poder, además del sexo- le confería la posesión, quizás porque se
hubiera avergonzado de tenerlo o por la culpa. La culpa de no haber amado
verdaderamente ni a su mujer, ni a sus hijos, ni a nadie.”
(Cristina
Peri Rossi, Todo lo que no te pude decir,
páginas 27, 34-35, 113)
Parece una novela ágil de leer, el tema interesante y creo la forma de que la autora lo aborda lo hace ingenioso y
ResponderEliminarenriquecedor. Felicidades a la autora y a ti que siempre nos muestras el mejor camino a la lectura. Un abrazo.