miércoles, 21 de marzo de 2018

"MANDÍBULA": PARA UNA ESTÉTICA DE LO FEMENINO-MONSTRUOSO




Mandíbula

Mónica Ojeda

Editorial Candaya, Avinyonet del Peneès (Barcelona), 2018, 285 páginas.



   

    A raíz de la publicación de su segunda novela, Nefando (Editorial Candaya, 2016), Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) ha sido considerada por algún medio de comunicación como una de las escritoras representativas del llamado “nuevo boom de la literatura latinoamericana”. Y a su autora y a su novela se las ha etiquetado “ad infinitum”. Confieso que yo mismo lo he hecho. “Libro estomagante”, “un puñetazo, una mala digestión”, “Un descenso a los abismos más oscuros del ser”, “novela…brutal en su planteamiento…profundamente perturbadora”, “un navajazo que hace aflorar las profundidades más abyectas del ser humano, la esencia de la aberración”, “Se aventura en lo revulsivo y logra articularlo”… Pienso que estas etiquetas, muy elogiosas para el gusto de determinadas tribus de lectores, son en el fondo un cerco, una demarcación para una escritora en expansión creadora y en cuya trayectoria, apenas iniciada, hubo, como en Gabriel García Márquez, un cuento. “Duboc, el director de escritores”. Etiquetas, así mismo, anticipatorias posiblemente de lo que se escribirá sobre Mandíbula, una historia a la vez terrible y fascinante.

   En este comentario-reseña, tras reproducir la breve sinopsis argumental de la casa editora, optaré por hacer visibles algunas de las razones para leer Mandíbula

   “Una adolescente fanática del horror y de las creepypastas despierta maniatada en una cabaña en medio del bosque. Su secuestradora no es una desconocida, sino su nueva profesora de Lengua y Literatura, una mujer joven a quien ella y sus amigas han atormentado durante meses en un colegio de élite del Opus Dei. Pero pronto los motivos de ese secuestro se revelarán mucho más oscuros que el bulling a una maestra: un perturbador amor juvenil, una traición inesperada y algunos ritos secretos e iniciáticos inspirados en esas historias virales y terroríficas gestadas en Internet.” Una sinopsis argumental que, como debe ser, apenas dice nada de lo que es la novela. Pero aún es mucho más escueta la definición de Mandíbula, que, como cruce de obras literarias y cinematográficas, aporta la autora en una entrevista: “Sería una mezcla de creepypastas con Las chicas de Emma Cline y El anticristo de Lars von Trier”

   Sin censurar ni alabar, dos operaciones que según Borges  (Pierre Menard, autor del Quijote) nada tienen que ver con la crítica, intentaré aportar algunas razones para que los lectores que aún no lo han hecho, se dejen atrapar por el gancho y el hechizo de esta novela.

Primera: No cabe duda de que las dos novelas de Mónica Ojeda, Nefando y Mandíbula, se pueden encuadrar en un extraordinario y rico florecimiento de la literatura escrita últimamente por mujeres, aunque no solo, en Latinoamérica. Mandíbula entra pues en la nómina del nuevo boom de la literatura latinoamericana creada por narradoras menores de cuarenta años. De hecho, Mónica Ojeda fue seleccionada el pasado año en la lista de Bogotá 39 de Hay Festival. Una narrativa, sin embargo, que nada tiene que ver con el boom de los años 60. Con la aclimatización de lo insólito, con el inventario de prodigios (magos realizadores de maravillas, levitaciones tras tomar una taza de chocolate…), ni con seres míticos legendarios (niños que nacen con cola de cerdo…). En Mandíbula lo que hallará el lector es un total desplazamiento de la retórica tropical, una aclimatización de lo espeluznante. Frente a la imaginería, por ejemplo de Gabo por la que cruzan gallinazos, en la de las protagonistas alumnas de Mandíbula atraviesan alacranes. Una estética de la violencia en la que no se mutila a balazos, ni se rompen puertas a culatazos. Es una violencia mucho más sutil y refinada: la de un thriller psicológico para acentuar el rechazo mental, y también físico,  que tiene lugar entre alumnas y profesoras, entre madres e hijas. La estética de lo “femenino-monstruoso”, palabras usadas reiteradamente por la misma autora, en la que hay secuestros, bulling larvado, pasiones lésbicas, experiencias peligrosas con el propio cuerpo o con el de la amiga que penetran en los territorios de la abyección. Y sobre todo, horror y adicciones intensamente tóxicas.

Segunda: Con sutil y a la vez veraz realismo, la autora hace de Mandíbula una novela de desenfreno adolescente, o de “perversión adolescente”,  como se la ha definido, que explora las relaciones de poder entre amigas que asisten a un colegio elitista y son lideradas por dos de ellas. Son enfants terribles que se reunen en una guarida antipadres, antiprofes, antinanas. Allí, un lugar sin adultos ni reglas, exploran lo que pueden hacer, cuentan historias de terror, leen creepypastas para inspirarse a la hora de componer sus propias historias de terror. La relatora de cada una de ellas acepta el rito elegido por sus compañeras. La primera: levantar la falda y enseñar el culo. Hacen pijamadas  cuando los padres están ausentes. Y como nadie las vigila, se adentran en iniciaciones sangrantes y medio locas como juegos de estrangulación. Concuerdo pues con el juicio de la primera presentadora de Mandíbula (Anabel G. León): novela de formación y deformación. Mas Mandíbula profundiza así mismo en otro tipo de violencia, la que se produce entre madres e hijas.

Tercera. Llama la atención la profundidad con la que, en la novela, se tematizan estados anímicos como la ubris, la desmesura, proyectada en forma de bulling, de canibalismo que unas alumnas púberes hacen de la autoridad de su profesora. La intensa e inestable afectividad de las chicas de 5º B convierte sus relaciones en efectivas historias de terror. Nínfulas turbadoras en cuya crueldad Mónica Ojeda profundiza acertadamente: no son grotescas ni físicamente violentas como los chicos, mas, a pesar de su apariencia delicada, ejercen con la profesora de Literatura una agresividad distinta pero igual de cruel. Su responsabilidad y obediencia son solo máscaras para atraer a sus presas. “Eran más inteligentes -como solían serlo quienes tenían que diseñar tácticas para sobrevivir en condiciones hostiles- y sabían disfrazar su hambre de violencia con ingenuidad fingida” (página 162). Estudian a la profesora “como un juguete en una caja” y, acto seguido, la única autoridad de la docente es la que aquellas chicas le cedían. Sibilinas  insolentes en grado sumo que pretenden logar que la profesora transpire anzuelos y llore leche.

Cuarta: Con igual ojo clínico, se relata en la  novela la ansiedad de la profesora. La ansiedad humana tiende a hacer aparecer como ajeno y peligroso el mundo circundante. El temor al castigo y la interiorización de la culpabilidad -real o imaginaria- produce en la profesora Miss Clara  angustiosas congojas e incertidumbres. Ella que llega traumatizada al colegio por una experiencia previa, sabe que sus alumnas, chicas de la clase alta, son intocables ya que los que tienen el verdadero poder fuera del colegio son los padres. Por eso siente pavor desde el inicio de las clases y su ansiedad es somatizada por su cuerpo y, de ese modo, siempre termina mostrando a sus alumnas sus debilidades, incapaz de poner en práctica el consejo de su madre: “Tienes que protegerte de tus alumnas, Becerra” (página 235). Lo hace en el inicio, en el intermedio y en la conclusión de la novela, con el secuestro de una de las cabecillas.

Quinta: En contadas ocasiones se ha descrito con tanta verosimilitud  la dinámica de una clase escolar. En el grupo que canibaliza a la profesora, todas eran inquietas, habladoras, sacaban la lengua, pegaban mocos debajo de los pupitres, olían a sudor y a menstruación. Hay un grupúsculo dominante (las amigas), pero sus compañeras de aula pugnaban igualmente por el poder territorial, “hasta cuando bajaban sus hocicos al suelo” ( página 192).

Sexta: El sexo es una parte fundamental de esta novela, porque también es uno de los temas primordiales de la existencia humana, piensa la autora. El sexo entre alumnas en el colegio y en sus domicilios, hasta el punto de que una de las docentes se pregunta si eran ratonas hambrientas de deseos. Las dos grandes amigas, que con frecuencia duermen juntas, no son realmente lesbianas, pero hacen algo sexual (masturbaciones) que les da vergüenza. Sobresale la crudeza y al mismo tiempo la pulcritud con las que Mónica Ojeda relata los episodios escabrosos por su erotismo: sin eufemismos se dice que las chicas flirteaban entre ellas, cómo la somatización del placer incita a la amiga que duerme a su lado, a iniciarse en la masturbación; alguna llega a lamer la menstruación de una de las líderes.  Pero todo lo que se narra está perfectamente cocinado, con frases sucias ciertamente  -Mónica Ojeda se empodera del lenguaje vetado sobre los cuerpos-, mas sin caer en la vulgaridad y en la comicidad involuntaria; reitero, no obstante, que algunas prácticas sexuales forman parte de la perversión adolescente de las protagonistas: una de ellas, Fernanda, llegará a masturbarse con el cepillo de dientes de su madre para vengarse de ella.

Séptima: Con una oportuna cita de Lovecraft (“el horror está en la atmósfera”), la autora nos introduce en los fantasmas que impregnan las actividades de las adolescentes, y que son uno de los núcleos temáticos fundamentales de la novela. Los relatos sobre la edad blanca, sobre el horror blanco que se aproximan al horror cósmico de Lovecraft. En el fondo, las protagonistas adolescentes forman una especie de secta. En sus reuniones, no solo cuentan horror stories; en ellas aparecen teofanías espantosas, con apariciones del Dios Blanco, y entonces comienzan a hacer o a soñar cosas horribles y morbosas. No se trata de la posesión demoníaca, sino del despertar de la infancia que conecta la pubertad a una naturaleza que no es benigna ni maligna. Simplemente es, y su color es blanco como Moby Dick, el Ártico o la Vía Láctea.

Octava: Creo que pocos y pocas escritores y escritoras pueden presumir de una plasticidad tan prodigiosa en las descripciones y en la profundización en el psiquismo de las principales protagonistas. Con breves pinceladas sobre lo que piensan o hacen, hace visible de forma creíble, por mucho que nos perturbe, la personalidad de Miss Clara, Annelise y Fernanda. Miss Clara, decente correctora de textos y profesora indecente, como le dice su madre, atormentada por trastornos de ansiedad y pánico. Annelise y Fernanda, paradigmas de la crueldad inteligente, usuarias de vídeos de psicópatas. Una de ellas “en ocasiones descubre una sonrisa oculta, equinada, retenida en las comisuras de Annelise mientras aparentaba escucharla”. Difícilmente se puede  revelar tanto en tan pocas palabras.

Novena: La novela tiene la virtud de relatar la trama haciendo progresar la acción de forma bien dosificada. Gran habilidad de la escritora para mantener el ritmo e ir acrecentándolo a medida que avanzan las páginas, hasta llegar al clímax que, en mi lectura, situaría en el capítulo XX y siguientes, sin que desfallezca hasta el desenlace. Y junto a ello, una buena selección de algunas características de la posnarrativa: debilitamiento de las barreras entre los géneros, ya que en Mandíbula hay relato, comunicaciones verbales, un ensayo en forma epistolar, diálogos con la literatura, con citas expresas de Lacan, Lovecraft, y referencias a Edgar Allan Poe, Robert William Chambers, Arthur Machen, Mary Wollstonecraft Shelley o Stphen King.

   Y como considero que Mónica Ojeda también comulga con la idea de que la novela es el reino de la libertad, me parece coherente que no renuncie a las formas experimentales de narrar. Novela proteica y abierta que, aunque se sutura en muchas secuencias con la literatura de género, con el thriller psicológico, rechaza la linealidad narrativa, introduce saltos en el tiempo, y exige por consiguiente un lector activo. Un estilo de prosa muy elaborado, un español exuberante y vigoroso, que incorpora algunas expresiones lingüísticas de Latinoamérica, y múltiples hallazgos expresivos, abundante metaforización y originales comparaciones (“pubis de gato de calle”, “temblaba de frío, de hambre y de vulva”…) que, aunque alejadas de la retóricas tropicales, engalanan el tejido narrativo.

Décima: Finalmente, un título muy pertinente con lo que es la novela. “Mandíbula” aparece, en una de las primeras veces, cuando las adolescentes protagonistas hablan de que los cocodrilos guardan a sus bebes dentro de sus mandíbulas. Pero con la mandíbula que es bella -lo bello anticipa el horror, se nos dice en la novela- es con lo que se muerde, como muerde el cocodrilo. Las dos amigas también se muerden, incluso bajo las axilas, en los pezones, en el clítoris. Y en el desenlace también hay una mandíbula: la mandíbula volcánica de la profesora que augura quizás la mordida definitiva, la irreversible entrada en el miedo, el miedo blanco, en el terror y en el pánico.

   Y si algo hay en esta novela de violencia acumulada y no reprimida, de terror a la medida de nuestro siglo, pero sin masoquismos, es una trama que se halla extraordinariamente bien tejida y relatada con prosas primorosas. Palabras, estas últimas, que no son un cumplido, sino una obvia constatación.









Mónica Ojeda (Fotografía de Carlos Bello)


Fragmentos



“-Hola, mi nombre es Anne y mi Dios es una luciérnaga escarchada -cantó Annelise menándose con una mano en la cintura-. Dice que es mi amante y usa tacones altos de aguja. Se pinta los labios para besarme en la garganta y bailarme una lambada roja cuando estoy triste. Su traje brilla en las madrugadas: sus uñas arrastran los cadáveres de los insectos estrellados que sacó de mi cabeza. Si necesitan saberlo, lo conocí una noche sobre el escenario chico de mi habitación. Cruzó sus piernas y me lamió la axila con sus pestañas. Su vestido soltaba leche y diamantes negros mientras arañaba los insectos más profundos de mi cráneo. Me llamó «hija» y yo lo llamé «madre» por su sonrisa vaginal abierta de ojos. Me dijo: «Sólo las caderas anchas pueden parir las dimensiones del universo». Sus pestañas levantaron toda la tierra mojada de mi corazón. «Aprende» dijo. «El padre de la creación es una madre que usa peluca y huele a Dios».”



…..



“Ninguno de sus padres sabían que desde hacía años usaban la excusa de la pijamada para beber el vino de la madre de Ximena, tocar la colección de revólveres del padre de Annelise, fumar los cigarrillos de la Charo y ver hentai en XVVideos y PornTube. «¿Por qué le echa semen en la cara?». «¡Qué asco!». «Mi vagina no es así». «¡Cuántas venas!». «¡Eso es un pezón?». A veces también usaban la escusa de la pijamada para escaparse a fiestas de universitarios que tenían permiso de conducir y rasgos similares a actores de Hollywood, pero nunca les contaban nada del edificio ni de lo que hacían allí.”



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“Fernanda escuchaba y veía a Annelise absorber las palabras bíblicas que utilizaba para perfeccionar su historia: «El Dios Blanco no tiene rostro ni forma, pero su símbolo es una mandíbula que mastica todos los miedos», decía en la habitación blanca del edificio. «Quien lo ve y no está listo para verlo, morirá, pues su aparición es como la muerte: le quita el color a todas las cosas».

A Fernanda le había gustado protagonizar uno de aquellos relatos de revelaciones macabras: ser desbordada con la teofanía del Dios Blanco de Annelise, que el cabello se le blanqueara por el horror de la aparición y que eso le diera la fuerza que necesitaba para sacarse las esposas y matar a Miss Clara. Después de todo, si la mataba, nadie la castigaría.”



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“Desde  siempre he escuchado cosas terribles respecto a la masturbación. De alguna forma había llegado a pensar que hacerlo me convertiría en un animal o en una criatura despreciable. Tenía la intuición de que, si lo hacía, los cambios en mi cuerpo se cerrarían como en un circulo macabro de forma irreversible. No hice nada esa noche, pero el deseo de tocarme nació allí, junto a Fernanda apretando sus músculos bajo su sábana de ponis rojos. La sensación que tuve durante los días siguientes fue extraña porque, me miraba al espejo, desnuda, primero sentía un rechazo parecido al odio hacia cada una de las esquinas de mi cara, hacia el tamaño de mis pezones, hacia mi estatura, mi piel, mis pecas y, luego, un horror asfixiante hacia ese cuerpo que, a veces, parecía el de otra criatura que quería sacarme de mí misma.”



(Mónica Ojeda, Mandíbula, páginas 15, 105-106, 155, 225)

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