Liliana Blum
Tusquets
Editores México, Ciudad de México, 2017, 237 páginas.
No obstante su juventud, Liliana Blum
(Durango, 1974), ha frecuentado con asiduidad
y éxito la narrativa, tanto en el formato corto con siete libros de
cuentos de su autoría, varios de ellos recogidos en antologías, como en el de
largo
aliento. Es autora de la novela Pandora
(2015) y de El monstruo pentápodo, las dos editadas por Tusquets
México. El título de esta última es un préstamo, tal como la autora señala en
la frase epigráfica que inaugura la novela, de Lolita de Vladimir Nabokov
(“Yo era un monstruo pentápodo, pero te quería”) y con la que se describe a uno de los más célebres pedófilos de la
literatura, Humbert Humbert, si bien el protagonista de la novela de Liliana
Blum, Raymundo Betancourt, supera con creces el sórdido enloquecimiento del
obsesivo amante de la ninfa de doce años de Nabokov; y nos remite a la
amplísima nómina de monstruos depredadores sexuales de la vida real. En ambas
piezas ficcionales, Liliana Blum agasaja al lector con algo que forma parte de
sus genes como escritora; deseos oscuros, decisiones que se fraguan entre
dilemas, conflictos, porque sin eso no habría novela.
El
monstruo pentápodo es una pieza narrativa cuyo núcleo temático es la
pedofilia y el secuestro. Pederastia por consiguiente. Pedofilia no en el
interior de la familia -es la más frecuente-, sino llevada a cabo por un
personaje ajeno al ambiente familiar, Raymundo Betancourt, aparentemente un
hombre inofensivo, amable, un profesional responsable y solidario con el
bienestar de su comunidad. Por afuera, la antítesis del monstruo, pero monstruo
al fin y al cabo disfrazado con piel de cordero. Es un pederasta activo y, aunque
se esfuerza en resistir a sus deseos e impulsos, ya ha cedido alguna vez con
fatales consecuencias para su víctima.
Ahora tiene la cigarra dormida, pero el
acecho en un colegio de niñas en Durango le permite descubrir a Ella, una niña
de cinco años. Y se encapricha: su cuerpo y su alma convergen en Ella mientras
mastica chicles de canela. Pero esta vez no quiere cometer los errores que lo
obligaron a matar a la niña Norma. Por eso prepara convenientemente el sótano
de su casa, construye en él un pequeño cubículo adornado con motivos infantiles
y enamora a Aimeé, vigilante de la Academia de natación, una enana de treinta y
siete años que suspira porque una voz masculina le dirija la palabra. Ella será
la herramienta imprescindible para el éxito de los planes de Raymundo. E
Isidro, su perro, actuará como carnaza para atraer a Cinthia. Descubre que así
se llama Ella.
Su plan funciona a la perfección. Una vez
secuestrada la niña, el pedófilo pederasta transforma sus días en noches
pavorosas. Y el camaleón con capacidad para parecer un hombre normal vejará
repetidamente a la niña que se agazapa contra la pared cada vez que Raymundo se
introduce en el sótano. Todo concluirá con la crueldad más absoluta: sin que
Cinthia se hubiera dado cuenta le había hecho firmar un contrato de esclavitud
sexual, cuyos términos le hace repetir mientras la penetra con su pene y rompe
el frágil cuerpo de una niña de apenas seis años. Un final inesperado y
desgarrador clausura esta espeluznante novela de Liliana Blum que nos hiela la
sangre, a la vez que nos impide dejar de leerla.
La novela es un aterrador retrato, poblado
por pocas figuras, de la maldad humana, del sapiens-demens
que hace cientos de miles de años bajó de los árboles. La naturaleza humana es
más oscura que la reflejada en la visión optimista que nos transmite cierta
antropología. Es preciso ligar al hombre razonable (sapiens) con el hombre neurótico, erótico, úbrico, destructor (demens). Esta novela, la tradición
literaria que la precede y los innumerables casos de niñas y de niños
esclavizados sexualmente todos los días o simplemente violados en el ámbito
familiar, en colegios o en centros religiosos, nos remite a aquel “O
Ridicolissime héroe” de la definición pascaliana del ser humano. La ubris, la
desmesura, la neurosis de la especie alcanzan un aterrador reflejo en las
secuencias de esta novela.
Sin embargo, el planteamiento diegético de
Liliana Blum es sumamente sencillo: hilvana con maestría una historia y fuerza
al lector a sacar sus conclusiones. Mas si algo le interesa a una de las
grandes escritoras mexicanas de novela negra de nuestros días es transmitirnos
las motivaciones, los deseos, las urgencias que desencadenan los mecanismos que
impulsan a los personajes a hacer lo que
hacen. Y para ello es altamente eficaz su estrategia narrativa: en paralelo, la
novela alterna secuencias con los diarios y cartas que Aimeé escribe desde la
cárcel, con el relato en tercera persona de los hechos objetivos y los
componentes subjetivos de los principales protagonistas.
Se introduce con acuidad en la psicología
depredadora del psicópata pedófilo con piel de ángel. Lo que hace feliz a
Raymundo Betancourt no es la satisfacción puntual por haber poseído el objeto
del deseo -la anulación de una tensión-, sino la seguridad de poder tenerlo
siempre a su mano. Saber que en el momento que quiera, podrá poseer de nuevo a
la infantil criatura. A eso se añade la ansiedad agridulce de saber que cada
día podía ser descubierto.
La enana Aimeé es un ser extremadamente
vulnerable. Consciente de que su acondroplasia la arrinconará del amor y del
deseo de un hombre normal, cae atrapada ante la primera palabra amable que le
dirige Raymundo. Desde la cárcel, cuidando a la niña que ha tenido con él,
rememora sus días de enamoramiento. Percibe que sólo fue una herramienta para
los planes del depredador y confiesa que no pudo evitar unos espantosos celos
cuando este se acercaba a Cinthia, pero le importaba más que “su novio” no la
dejara que el horrible calvario que estaba soportando la niña.
En cuanto a la víctima, la novela muestra
con crudo realismo el terror que corre por sus venas que la petrifican, le
provocan espasmos en sus extremidades, más dolorosos que el cuchillo que la
desgarra entre las piernas.
Susana, la madre de la niña, es una mujer
divorciada y, después de meses desde el secuestro, está atascada en la
desolación. En ella, sin embargo, personaliza la escritora el culpable descuido
de tantos padres y madres que, en los parques o en los supermercados, pierden
de vista a sus hijos indefensos, distraídos en frívolas chácharas o absortos
con las teclas de los celulares, la pestosa adicción de nuestros días.
Quizás llame la atención el hecho de que,
una vez más, Liliana Blum le otorgue un gran protagonismo a una mujer enana. Ya
lo había hecho con la vendedora de cosméticos de uno de sus cuentos; y en su
primera novela, Pandora, la
coprotagonista es otra mujer sumergida en una inmensa gordura. Es un nuevo
acierto de la novela. La autora juega con la dualidad semántica del concepto
“monstruo”. Los enanos siguen siendo freaks,
seres monstruosos que no pueden ocultarse, inofensivos generalmente. Pero a
nuestro lado, conviven los verdaderos monstruos que “circulan entre nosotros
con un disfraz de normalidad escalofriante que engaña a todos”.
Liliana Blum narra la historia con un veraz
realismo que no rehúye las dosis precisas de crueldad -por ejemplo el relato de
la violación final- para hacer creíble lo que cuenta. Pero su estética del
horror jamás cae en la chabacanería o en el mal gusto. Escribe con un estilo
cuidado capaz de transformar el relato de lo más sórdido y espeluznante en
literatura, es decir, en una pieza artística.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Pero
ese día Raymundo varió su método por primera vez en años. Se estacionó a unas
cuatro cuadras del colegio y caminó hasta allá como si nada. Ya muchas madres
bloqueaban la calle estacionadas en doble fila, y una cantidad considerable de
tutores autorizados para recoger a los niños (abuelos y choferes de transporte
escolar compartido) se apiñaban contra la reja principal. La campana de salida
sonó al fin. Un minuto más tarde, las niñas comenzaron a brotar por las puertas
de los salones, inundando los pasillos. Pensó en un programa de televisión en
el que las termitas fluían iracundas al ver derribados sus termiteros. Las más
pequeñas fueron las primeras en llegar hasta los barrotes para formarse en
grupos amorfos, buscando con la vista a quien venía por ellas. Raymundo esperó.
No le gustaban demasiado jóvenes: aún eran cabezonas y de extremidades gruesas
y suaves, Como si no terminaran de superar la etapa de bebés. Larvas. No
estaban listas todavía. Tampoco le apetecían las entradas en la pubertad. Les empezaba a cambiar el contorno del cuerpo
y no existía nada más repugnante que esos pezones con forma de cono que se
levantaban debajo de sus blusas. Su tipo eran las niñas delgadas, atléticas, de
facciones finas, ni muy blancas ni muy morenas. Las prefería en el rango de los
cinco a los nueve años: niñas auténticas, no bebés grandes ni mujercitas en
proceso.”
…..
“La
verdad es que durante los últimos días en casa de de Raymundo mi vida empezó a
desmoronarse. Cada día era más difícil
sobrellevar esa dualidad: estar enamorada de él y saber lo que hacía con
la niña. El tener que compartirlo a él y, a la vez, ayudarlo a cuidarla. Me
resistía por igual a tenerle lástima y celos a esa criatura. La confusión
interna me estaba destrozando. Si llegaba a salir a la calle, todo me parecía
incorrecto, fuera de lugar. La gente con sus malas caras, gordos deformes, un
tráfico agresivo, sin tregua. Los edificios escarapelados y con grafitis, los
baches de las calles, el polvo, el cielo de un tono lodoso y sucio. El hedor a
orines de las paredes, la mierda de los perros sobre la banqueta, la basura
acumulada en las calderas. La fealdad me rodeaba. Seguramente había partes de
la ciudad que no eran así, pero yo sólo me fijaba en lo horrible. El mundo era
un espejo en el que se reflejaba el interior de mi mente, lo que yo sabía que
sucedía en mis propias narices y trataba de negar la mayor parte del tiempo.”
…..
“Mi
novio, el amor de mi vida, era un pedófilo que tenía a una niña secuestrada en
el sótano de la casa donde yo vivía con él. Ahora que hay cosas tan
espeluznantes que no se pueden comprender en el momento en que suceden. Hay
otras que ni siquiera se pueden concebir. Cuando pasa el tiempo, cuando quedan
cenizas y todos se han ido, una se da cuenta de lo que sucedió en realidad.
Quizás
eso significa «tocar fondo»: el mundo cambia a tal punto que ya no se
puede volver a lo que era. Me avergüenza decir que en mi caso no fue porque
quise hacer lo correcto, sino porque el más puro egoísmo me llevó a actuar. No puedo olvidar esa tarde: yo
comía galletas y navegaba en la red en busca de noticias sobre nuestro caso. Me
incluía porque estaba al tanto de que había participado como cómplice. Era
nuestro caso. Todos los días peinaba los sitios de noticias en busca de… ¿qué
esperaba encontrar? ¿Qué la policía tenía una pista? ¿Qué había sospechosos?
Me era imposible no revisar las
noticias. Con el transcurso de los meses, al parecer, la madre perdió las
esperanzas, y la policía, que si acaso por la presión de los medios hizo algo
al principio, terminó por abandonar la investigación. Si es que alguna vez la
iniciaron, claro. A falta de cadáver, se manejaba la teoría de que la niña fue
llevada al extranjero. Estaba ya en la lista de alertas de la Interpol.”
…..
“Raymundo tendió a Cinthia sobre el suelo. Ella giró la cabeza
para poder respirar y la mano de él se posó con fuerza sobre su cuello. Podría
romperlo si quisiera, o si ella lo obligaba. No tenía que ponerle palabras a
esta idea: estaba seguro de que ella también lo entendía así. La sangre
fluyendo por la aorta infantil palpitaba contra sus dedos. La tibieza de la
vida. Literalmente en sus manos.
Con la otra mano movió las piernas
desnudas de Cinthia hasta dejarlas en un ángulo de cuarenta y cinco grados.
Notó cómo los vellitos de su espalda se erguían. El miedo se parece tanto a la
excitación. Para fines prácticos es lo mismo, pensó antes de untar lubrificante
entre los pliegues de la vulva y penetrarla despacio. No quería desgarrarla.
Eso sería terrible. Contraproducente, sobre todo.
Una vez dentro se quedó quieto. Sentir
el cuerpo de ella abrazando el suyo lo excitaba como nada. Hasta entonces se
había limitado a penetrarla con los dedos, para irla acondicionando, y a masturbarse
al mismo tiempo; o bien la obligaba a que le hiciera una felación. Era la primera
vez que introducía su verga en aquel cuerpecito. Había valido la pena esperar: era
la mejor sensación del mundo. Extendió la hoja de papel sobre aquella piel que le
permitía visualizar los huesos de la columna vertebral.
-Yo voy a leer el contrato y tú vas a repetir
lo que yo diga. -Ella permaneció en silencio y él embistió con su cadera hasta que
su glande topó con la pared interna. La niña lanzó un chillido y un «sí» cubierto
de lágrimas-. Nos entendemos, muy bien, muy
bien. -Carraspeó y se acomodó los lentes tratando de ignorar el ligero calambre
en las piernas.
-To, Cinthia López Garnica…
Movimiento de cadera.
Sollozo.
-Yo, Cinthia López Garnica…
-… esclava sexual de Raymundo Betancourt…
Dedos envolviendo el cuello.
Boqueos de pez fuera del agua.”
(Liliana Blum, El monstruo pentápodo, páginas 26-27, 155-156,
157-158, 222-223)
Es una lectura muy especial ...
ResponderEliminarGracias por tus generosas palabras, Francisco. Te mando un abrazo desde México.
ResponderEliminarQuiero felicitar a la autora que además cabe resaltar es mi compatriota. Un tema espeluznante, realista y crudo. Se me eriza la piel de sólo pensar en el drama que puede padecer un niño, ante tal demencia. Voy a leer su libro, ya me atrapó. Gracias por tu reseña eres de lo mejor en crítica literaria. Un abrazo.
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