Francisco Casavella
Editorial Anagrama, Barcelona, 2017, 162 páginas.
Sea realidad, leyenda urbana o
quizás simplemente literaria -en las que con frecuencia se ornea más que en las
urbanas-, lo cierto es que lo primero que figura en la biografía de Francisco
Casavella, de nacimiento Francisco García Hortelano (1963-2008) es que se
inició en la vida adulta como botones,
el último botones de La Caixa, y que empleaba más de dos horas en realizar un
encargo en el que consumía no más de diez minutos. En el resto del tiempo
callejeaba y le tomaba el pulso a los barrios de Barcelona, comenzando por el
Poble Sec de su nacimiento y sobre todo al barrio del Raval, el barrio chino
barcelonés. En la literatura se inició a los veintisiete años precisamente con El triunfo. Antes había sido exclusivamente lector, primero de
golosas revistas golfas, hasta que un día cayó en sus manos una novela de Juan
García Hortelano que le pareció más atractiva que esas revistas que entretenían
sus ocios. Para evitar equívocos con el autor de El gran momento de Mary Tribune, al que no le unía ningún
parentesco, firmó su primer libro como Francisco Casavella. Y como tal agitó
los cimientos de la literatura española, porque sus obras, especialmente la
trilogía El día de Watusi
(2002-2003), mas también El triunfo o
Lo que sé de los vampiros (Premio Nadal en 2008) convirtieron a
Casavella en una figura icónica por su huida del tedio, de la pesadez, la
pedantería, por su lenguaje
desacralizado y por su estrategia a la hora de amalgamar los barrios altos y
bajos barceloneses, y reflejar la vida canalla con ojos de pícaro que aprehende
la realidad hostil de la existencia, tantas veces oculta por apariencias
lujosas o encubiertas.
El
trinfo (1990), ahora reeditada por Anagrama, fue la primera piedra de un
gran fresco social de la España de la Transición. Una novela poliédrica,
cercana a lo coral, ambientada en el Barrio (el barrio chino barcelonés) por
donde deambulan prostitutas, drogadictos, pícaros y perdedores, negros y moros,
gitanos y rumberos. Y sobre todo, hampas. Un barrio de supervivientes en el que
manda un ex legionario, el Gandhi, en lucha sin tregua por el control del
territorio, no solo con la pasma, sino también con grupos rivales.
En constante entrecruzamiento, un grupo de
monipodios formado por el Nen y sus amigos el Tostao, el Topo y Palito, cuya
sisa, su actividad picaresca, no es que esté muy estructurada: se contentan con
ser amigos de el Gandhi, quieren triunfar como rumberos, que no los metan en la
casa de la Abuela, un invento del ex legionario para meter en vereda a la basca.
Relata la historia Palito, como si
testimoniara ante un juez ausente. Los tres siguen a pie juntillas al Nen,
señorito y chinorris, que un día descubre los motivos y circunstancias de la
eliminación de su padre, el Guacho, del que se recuerdan sus triunfos como cantante de rumbas, y el papel que en
esa desaparición tuvo su madre, la Chata, en relación sentimental o sexual con
el ex legionario. Y ahí empieza el Nen a descartillarse. Ese tinte hamletiano
funciona como verdadera trabazón de la novela y como telón de fondo de un
callejeo en el que los miembros del séquito monipódico acompañan al Nen en el
sakesperiano ajuste de cuentas. Llegan así los días chungos de verdad, y
Palito, el Tostao y el Topo consideran que han ganado porque en aquel barrio se
trataba de seguir con vida, aunque se rieran de ti. “Y yo he ganado…Porque me
pellizco y me duele y estoy vivo…” (página 162).
La mirada afilada y sin concesiones, la
sonrisa entre amarga y socarrona -así definió Juan Marsé a Casavella- le brinda
al lector una verdadera galería de historias barriobajeras, las pequeñas y
grandes tragedias urbanas, rebosantes de violencia. Es paradigmática la
ejercida sobre diez negros que encuentran flotando en el puerto con cabezas
convertidas en pelotas envueltas en papel de periódico. Relato por el que
circula una retahíla de personajes: yonquis babeantes, colonquitos tristones,
lumis feas por la mañana, pero por la tarde “les encontrabas un vicio”,
asesinos despiadados, pero que en el relato de Casavella casi provocan la risa:
tal es el Naranjito al que llamaban así porque cuando le mandaban cargarse a un
tío, dejaba su huella: comía una naranja delante del fiambre y luego esparcía
las mondas alrededor.
Casavella, no obstante los tintes
hamletianos, emplea una hábil estrategia narrativa: lleva al lector de forma
coherente hacia su propia historia ramificada en mil escenas que producen esa
visión poliédrica. Tampoco son un estorbo los fragmentos del cuaderno “Bribia”
que recupera, con un cambio de ritmo narrativo y de registro, buena parte de la
historia atormentada del Gandhi.
El estilo de la prosa, basado en un monólogo
confesional, acorraló y sigue acorralando a Casavella con etiquetas de escritor
maldito porque fue capaz de convertir la oralidad marginal en prosa literaria
excepcional: el argot las jergas de los chíos de la mala de los años 90
sustentan esta novela. Casavella quiso que el lenguaje de los personajes los
definiera. Añádase a todo esto las expresiones de un peculiar estilo
desacralizado. Sirva lo siguiente de ejemplo: “…porque puestos a largar, largo
y ya está” (página 46), “…y se agarra un descantille que no veas” (página 48)
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Llegamos,
Palito, me decían, y todo son luces y una música que parece una tormenta, que
retumba en todo el baile (y eso que el baile es grande) y te pega en el
estómago como si le hubieras hecho algo y se te cuela como grillos en las
orejas. Y allí todo el mundo baila y se mueve y siempre te aparece el típico
notario vacilón pidiendo bronca. Pero pasando, por lo menos al principio,
porque Palito, nen, hay unas chavalas que te ponen a mil con las camisitas
blancas por encima del ombligo y los pantaloncillos negros esos que han salido
ahora, pegados a las cachas y al bul que te pones ciego con el meneo, ciego
perdido, Palito, y tú vas allí y este cabrón (el cabrón era el Dátil) que se
llevó el otro día a una al cielo por lo menos, arriba de todo del baile y yo no
sé qué le hizo que la quetedije bajó más
acalorada que una cafetera, hirviendo y casi llorando, que le harías, cabrón,
lo normal, ya. Y ahí, te lo juro, el que corta el bacalao es el Nen, mariconazo
que desde que toca la guitarra se harta de follar, que hacen cola las pavas, no
veas, y las que están más buenas, que en cuanto mete un pie en la pista ya
empieza el cacareo, Jaime, Jaime, Jaime, y a darle besitos en el morro y a las
dos canciones ya se ha subido con una…”
…..
“Me
imagino que usted querrá saber quién es la Susi, vamos, digo yo, porque si no
lo quiere saber, yo se lo digo y usted se lo traga.
Usted
la ve de buenas a primeras y dice: ¡Qué guerra va pidiendo esta chavala! Es así
como rubia y tiene muy buena figura y una jeta como de nenita que no ha crecido
que te hace dar un tembleque cuando piensas: ¿De dónde ha sacado la nenita ese
cuerpazo? Que no parece que sea suyo, vamos. Y camina muy bien, con garbo, la
tía. Pero cuando hablas con ella te da muy poco cuartel y para sacarle una
sonrisa (y mire que le digo nada más que una sonrisa) tienes que dar saltos
mortales lo menos o dejar que te atropelle un carro. Por eso, cuando no la
conoces, te parece que, por lo callada y lo seria, la tía debe saber muy bien
por dónde camina. Pero qué va,, es más tonta que bailar con un buzón, aunque
con no hablar, todo eso que gana.
Pues
resulta que a la quetedije el Nen le hacía su gracia de toda la vida, mucha
gracia, diría yo: de eso nos dimos cuenta el Tostao, el Topo y yo hace tiempo.
Y al Nen, como la tía le importaba un cuerno y sólo la veía cuando estaba el
hombre con los nervios, pues que todavía la tía se le colgaba más y se ponía
más tonta y se iba por ahí diciendo que el Nen era su novio y yo qué sé qué
carajadas.”
…..
“Cuando
yo llegué a este Barrio, ni era viejo ni estaba cansado: poseía la mente fría y
despejada de un joven ambicioso al que no le hiere el dolor ajeno, porque
observa la vida como una larga partida de naipes y exige sin contemplaciones, a
todos aquellos que no tienen ni su ambición, ni su coraje, ni su inteligencia,
que hagan gala de un discreto saber perder ante un empuje. Yo no disponía de la
amplia tradición orgánica que poseen las razas meridionales y mi empresa no fue
la reunión de unas cuantas familias, sino de hombres a los que se les exigía la
lealtad militar de la que he hablado más arriba. La obediencia a esta ley única
fue su grandeza y todos respondieron hasta la muerte como hombres. Una sonrisa
morbosa brota de mis labios cuando reflexiono acerca de que, en realidad, lo
nuestro fue un juego al que todos los implicados en esa empresa jugamos
alegremente.
El
Barrio al que llegamos era el reflejo exacto de nuestra ambición: carteles
demasiado grandes para calles demasiado pequeñas. Parpadeantes rótulos
luminosos, indios móviles, maniquíes disfrazados de cocineros, cubiertos de polvo,
despellejados, demasiado grandes. Y en las calles más estrechas pululaba la gente
en manadas, pelo abrillantado, sombreros descoloridos, tintes de pelo imposibles
sobre estrambóticos cardados, gente que, sin excepción, miraba mal al extraño; forasteros
que sentían sobre sus cabezas la ropa blanca de los balcones, moviéndose, entrelazándose
según sentencia del aire como una sombra amenazadora.” (BRIBIA:CUATRO)
(Francisco Casavella,
El triunfo, páginas 17, 28-29, 75)
Un libro interesante...
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