domingo, 25 de junio de 2017

"EL TRIUNFO": HISTORIAS CANALLAS CONVERTIDAS EN LEYENDA



El triunfo
Francisco Casavella
Editorial Anagrama, Barcelona, 2017, 162 páginas.

   Sea realidad, leyenda urbana o quizás simplemente literaria -en las que con frecuencia se ornea más que en las urbanas-, lo cierto es que lo primero que figura en la biografía de Francisco Casavella, de nacimiento Francisco García Hortelano (1963-2008) es que se inició en la vida  adulta como botones, el último botones de La Caixa, y que empleaba más de dos horas en realizar un encargo en el que consumía no más de diez minutos. En el resto del tiempo callejeaba y le tomaba el pulso a los barrios de Barcelona, comenzando por el Poble Sec de su nacimiento y sobre todo al barrio del Raval, el barrio chino barcelonés. En la literatura se inició a los veintisiete  años precisamente con El triunfo. Antes había sido exclusivamente lector, primero de golosas revistas golfas, hasta que un día cayó en sus manos una novela de Juan García Hortelano que le pareció más atractiva que esas revistas que entretenían sus ocios. Para evitar equívocos con el autor de El gran momento de Mary Tribune, al que no le unía ningún parentesco, firmó su primer libro como Francisco Casavella. Y como tal agitó los cimientos de la literatura española, porque sus obras, especialmente la trilogía El día de Watusi (2002-2003), mas también El triunfo o Lo que sé de los vampiros  (Premio Nadal en 2008) convirtieron a Casavella en una figura icónica por su huida del tedio, de la pesadez, la pedantería,  por su lenguaje desacralizado y por su estrategia a la hora de amalgamar los barrios altos y bajos barceloneses, y reflejar la vida canalla con ojos de pícaro que aprehende la realidad hostil de la existencia, tantas veces oculta por apariencias lujosas o encubiertas.
   El trinfo (1990), ahora reeditada por Anagrama, fue la primera piedra de un gran fresco social de la España de la Transición. Una novela poliédrica, cercana a lo coral, ambientada en el Barrio (el barrio chino barcelonés) por donde deambulan prostitutas, drogadictos, pícaros y perdedores, negros y moros, gitanos y rumberos. Y sobre todo, hampas. Un barrio de supervivientes en el que manda un ex legionario, el Gandhi, en lucha sin tregua por el control del territorio, no solo con la pasma, sino también con grupos rivales.
   En constante entrecruzamiento, un grupo de monipodios formado por el Nen y sus amigos el Tostao, el Topo y Palito, cuya sisa, su actividad picaresca, no es que esté muy estructurada: se contentan con ser amigos de el Gandhi, quieren triunfar como rumberos, que no los metan en la casa de la Abuela, un invento del ex legionario para meter en vereda a la basca.
   Relata la historia Palito, como si testimoniara ante un juez ausente. Los tres siguen a pie juntillas al Nen, señorito y chinorris, que un día descubre los motivos y circunstancias de la eliminación de su padre, el Guacho, del que se recuerdan sus triunfos  como cantante de rumbas, y el papel que en esa desaparición tuvo su madre, la Chata, en relación sentimental o sexual con el ex legionario. Y ahí empieza el Nen a descartillarse. Ese tinte hamletiano funciona como verdadera trabazón de la novela y como telón de fondo de un callejeo en el que los miembros del séquito monipódico acompañan al Nen en el sakesperiano ajuste de cuentas. Llegan así los días chungos de verdad, y Palito, el Tostao y el Topo consideran que han ganado porque en aquel barrio se trataba de seguir con vida, aunque se rieran de ti. “Y yo he ganado…Porque me pellizco y me duele y estoy vivo…” (página 162).
   La mirada afilada y sin concesiones, la sonrisa entre amarga y socarrona -así definió Juan Marsé a Casavella- le brinda al lector una verdadera galería de historias barriobajeras, las pequeñas y grandes tragedias urbanas, rebosantes de violencia. Es paradigmática la ejercida sobre diez negros que encuentran flotando en el puerto con cabezas convertidas en pelotas envueltas en papel de periódico. Relato por el que circula una retahíla de personajes: yonquis babeantes, colonquitos tristones, lumis feas por la mañana, pero por la tarde “les encontrabas un vicio”, asesinos despiadados, pero que en el relato de Casavella casi provocan la risa: tal es el Naranjito al que llamaban así porque cuando le mandaban cargarse a un tío, dejaba su huella: comía una naranja delante del fiambre y luego esparcía las mondas alrededor.
   Casavella, no obstante los tintes hamletianos, emplea una hábil estrategia narrativa: lleva al lector de forma coherente hacia su propia historia ramificada en mil escenas que producen esa visión poliédrica. Tampoco son un estorbo los fragmentos del cuaderno “Bribia” que recupera, con un cambio de ritmo narrativo y de registro, buena parte de la historia atormentada del Gandhi.
   El estilo de la prosa, basado en un monólogo confesional, acorraló y sigue acorralando a Casavella con etiquetas de escritor maldito porque fue capaz de convertir la oralidad marginal en prosa literaria excepcional: el argot las jergas de los chíos de la mala de los años 90 sustentan esta novela. Casavella quiso que el lenguaje de los personajes los definiera. Añádase a todo esto las expresiones de un peculiar estilo desacralizado. Sirva lo siguiente de ejemplo: “…porque puestos a largar, largo y ya está” (página 46), “…y se agarra un descantille que no veas” (página 48)

Francisco Martínez Bouzas

                                                
Francisco Casavella

Fragmentos

“Llegamos, Palito, me decían, y todo son luces y una música que parece una tormenta, que retumba en todo el baile (y eso que el baile es grande) y te pega en el estómago como si le hubieras hecho algo y se te cuela como grillos en las orejas. Y allí todo el mundo baila y se mueve y siempre te aparece el típico notario vacilón pidiendo bronca. Pero pasando, por lo menos al principio, porque Palito, nen, hay unas chavalas que te ponen a mil con las camisitas blancas por encima del ombligo y los pantaloncillos negros esos que han salido ahora, pegados a las cachas y al bul que te pones ciego con el meneo, ciego perdido, Palito, y tú vas allí y este cabrón (el cabrón era el Dátil) que se llevó el otro día a una al cielo por lo menos, arriba de todo del baile y yo no sé qué le hizo que la quetedije  bajó más acalorada que una cafetera, hirviendo y casi llorando, que le harías, cabrón, lo normal, ya. Y ahí, te lo juro, el que corta el bacalao es el Nen, mariconazo que desde que toca la guitarra se harta de follar, que hacen cola las pavas, no veas, y las que están más buenas, que en cuanto mete un pie en la pista ya empieza el cacareo, Jaime, Jaime, Jaime, y a darle besitos en el morro y a las dos canciones ya se ha subido con una…”

…..

“Me imagino que usted querrá saber quién es la Susi, vamos, digo yo, porque si no lo quiere saber, yo se lo digo y usted se lo traga.
Usted la ve de buenas a primeras y dice: ¡Qué guerra va pidiendo esta chavala! Es así como rubia y tiene muy buena figura y una jeta como de nenita que no ha crecido que te hace dar un tembleque cuando piensas: ¿De dónde ha sacado la nenita ese cuerpazo? Que no parece que sea suyo, vamos. Y camina muy bien, con garbo, la tía. Pero cuando hablas con ella te da muy poco cuartel y para sacarle una sonrisa (y mire que le digo nada más que una sonrisa) tienes que dar saltos mortales lo menos o dejar que te atropelle un carro. Por eso, cuando no la conoces, te parece que, por lo callada y lo seria, la tía debe saber muy bien por dónde camina. Pero qué va,, es más tonta que bailar con un buzón, aunque con no hablar, todo eso que gana.
Pues resulta que a la quetedije el Nen le hacía su gracia de toda la vida, mucha gracia, diría yo: de eso nos dimos cuenta el Tostao, el Topo y yo hace tiempo. Y al Nen, como la tía le importaba un cuerno y sólo la veía cuando estaba el hombre con los nervios, pues que todavía la tía se le colgaba más y se ponía más tonta y se iba por ahí diciendo que el Nen era su novio y yo qué sé qué carajadas.”

…..

“Cuando yo llegué a este Barrio, ni era viejo ni estaba cansado: poseía la mente fría y despejada de un joven ambicioso al que no le hiere el dolor ajeno, porque observa la vida como una larga partida de naipes y exige sin contemplaciones, a todos aquellos que no tienen ni su ambición, ni su coraje, ni su inteligencia, que hagan gala de un discreto saber perder ante un empuje. Yo no disponía de la amplia tradición orgánica que poseen las razas meridionales y mi empresa no fue la reunión de unas cuantas familias, sino de hombres a los que se les exigía la lealtad militar de la que he hablado más arriba. La obediencia a esta ley única fue su grandeza y todos respondieron hasta la muerte como hombres. Una sonrisa morbosa brota de mis labios cuando reflexiono acerca de que, en realidad, lo nuestro fue un juego al que todos los implicados en esa empresa jugamos alegremente.
El Barrio al que llegamos era el reflejo exacto de nuestra ambición: carteles demasiado grandes para calles demasiado pequeñas. Parpadeantes rótulos luminosos, indios móviles, maniquíes disfrazados de cocineros, cubiertos de polvo, despellejados, demasiado grandes. Y en las calles más estrechas pululaba la gente en manadas, pelo abrillantado, sombreros descoloridos, tintes de pelo imposibles sobre estrambóticos cardados, gente que, sin excepción, miraba mal al extraño; forasteros que sentían sobre sus cabezas la ropa blanca de los balcones, moviéndose, entrelazándose según sentencia del aire como una sombra amenazadora.” (BRIBIA:CUATRO)

(Francisco  Casavella, El triunfo, páginas 17, 28-29, 75)

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