Pauline Dreyfus
Traducción de Javier Albiñana
Editorial Anagrama, Barcelona, 2017, 164 páginas.
Una buena parte de los affaires extramatrimoniales entre la gente bien se han
tratado siempre con discreción, ya que son cosas que pasan. Fueron esas las
palabras que pronunció el duque de Sorrente que llevaba años sin mirar ni tocar
a su mujer, de soltera princesa Natalie de Lusignan, cuando esta le comunicó su
embarazo del que sin ningún género de dudas no era él el responsable. Jerôme,
heredero del ducado napoleónico de Sorrente, es un hombre bien educado que no
pierde los estribos. Pero eso había acontecido cinco años antes, en 1940,
porque la novela echa a andar con el funeral de Natalie de Sorrente. Una misa
funeral de una mujer todavía joven a la que asisten los parisinos y parisinas
más elegantes, los burgueses y aristócratas, y un huérfano de cuatro años, el
fruto de la relación adulterina de su madre. La princesa de Lusignan y duquesa
de Sorrente acaba de dejarlo sin madre. La morfina y una embolia pulmonar la
han llevado a la tumba. El joven cura que oficia el funeral silencia lo que
pudiera sonar como negativo: amenazada de excomunión por haber financiado obras
de arte impías, su condición de reina de los bailes en el frenesí de la Guerra…
Pero no olvida a la esposa colmada, a la madre ejemplar, a la ardiente
cristiana.
Un flashback nos hace saltar al pasado, a la
primera parte de las dos en las que Pauline Dreyfus estructura la novela.
Cannes, 1940; Francia está ocupada por la Alemania nazi. Acaba de firmarse el
armisticio con el gobierno del mariscal Pétain. Y en la Costa Azul, lugar en el
que se ha refugiado la clase pudiente, impera la máxima de gozar de los bocados
del momento, pasarlo bien antes de la llegada de los bárbaros. Los escotes
femeninos se habían convertido en invitaciones abiertas. Todos quieren vencer
al enemigo, que no es el soldado alemán, sino el aburrimiento. La vida mundana
se prolonga en unas vacaciones interminables y promiscuas.
En las mismas se hallan inmersos el duque y
la duquesa de Sorrente que también se habían instalado en Cannes. Allí
languidece Natalie de Sorrente en un aburrido mano a mano con su marido. Mas
aparece Pierre, invitado por el duque, y la duquesa de Sorrente, apremiada por
el deseo, fue una fácil presa: “se le entregó la segunda noche” (página 25). El
embarazo adulterino se trató con discreción porque, piensa Jerôme, “son cosas
que pasan”. Lo mismo opina Elizabeth de Lusignan, viuda alegre, en carta
enviada a su hija, porque lo que ha de suceder, sucede. El ciclo infernal del
“son cosas que pasan” se repite en toda la novela hasta convertirse en el fiel
retrato de la hipocresía de la internacional de la gente bien educada.
Nacerá el bastardo. Un alumbramiento brutal
mediante cesárea que a Natalie le arranca punzadas de dolor que combate con
inyecciones de morfina que harán de ella una heroinómana. Por la boca de sus
hermanas, Natalie se entera de un secreto sobre sus orígenes que le
desconcierta y sacude su vida de una forma traumática. Mas son cosas que pasan
y el silencio la protege, pero el abismo que se ha abierto bajo sus pies es
insondable. A partir de ese momento se siente solidaria con los judíos vejados
y cazados en la zona ocupada, porque el gobierno de Vichy así lo ha decidido.
La novela remueve sin eufemismos la cuestión
judía, especialmente en la segunda parte en la que los Sorrente se ven
obligados a trasladarse a París. A la princesa de Lusignan le tortura su origen
judío, pero la regla de oro de la mayoría de franceses es no hablar de temas
incómodos y cerrar los ojos ante la protección que la Francia de Vichy otorga a
los judíos, obligándolos a llevar una estrella sobre el pecho, deteniéndolos y
entregándolos a la Gestapo. La trama novelesca llega a su desenlace, un
desenlace seguramente presentido por el lector: tras la liberación de París y
las purgas de los colaboracionistas, la definitiva noche le llega a Natalie un
día gélido de febrero de 1945.
Pauline Dreyfus refleja con maestría el
corazón de esta novela: el destino de una mujer frívola y mundana y al mismo
tiempo profundamente atormentada. La historia de su vida se basa en la
oposición entre la vida pública y la privada y una amalgama de secretos que la
envuelven y que devorarán finalmente su interior. Un personaje perfilado con
gran fuerza e igual patetismo, en un camino, a la vez frívolo y dramático, en
tiempos sumamente convulsos, hacia el hundimiento del definitivo naufragio.
Es plausible igualmente la estratagema
narrativa, Aunque no exenta de una tonalidad a veces melodramática, Son cosas que pasan permite leer una
historia humana que transita de la frivolidad
al dramatismo. Está perfectamente estructurada y dosificada de forma que el
lector persigue con interés la página siguiente. Traduce con maestría y
verosimilitud los ambientes en los que se mueve la duquesa de Sorrente: los
estilos de vida de las clases pudientes, sus devociones mundanas, la
fascinación por los grandes escritores y artistas del momento y la diversión
recurrente en tiempos de muerte y penuria de olvidarse de todo con el remedio
de los cotilleos de las pequeñas o grandes vilezas.
Refleja con ironía, a veces discreta, a
veces salvaje, el comportamiento hipócrita de la gente de la alta sociedad: el
ser humano es sobre todo un pedigrí. Y a
pesar de la escasez y del racionamiento, nada impedirá divertirse a la gente
bien. Seres como el duque de Sorrente, imbuidos de los prejuicios de su
ambiente y de su tiempo, que sigue a rajatabla las reglas del juego de
burgueses y aristócratas, son el paradigma del espíritu del tiempo de aquella
Francia derrotada: el gran mundo siempre será el gran mundo y los secretos de
familia han de seguir siendo secretos.
Francisco
Martínez Bouzas
Pauline Dreyfus |
Fragmentos
“En
la zona no ocupada, nada más firmarse el armisticio de junio de 1940, todas las
mujeres estaban disponibles. Donde resultaba más manifiesto era en la Costa
Azul. Durante unas semanas, entre Niza y Marsella, entre Menton y Montecarlo,
reinó en el aire una urgencia que movía a la gente a pasárselo bien a toda
costa antes de la postrera catástrofe: la llegada de los bárbaros. Y la ola de
moralismo que siguió a la llegada al poder de Pétain no refrenó ni mucho menos
tales ardores. Desde luego se publicaron bandos que prohibían el uso del short,
desde luego las librerías exhibían en sus escaparates las obras del piadoso
Péguy, pero los casinos permanecían abiertos durante toda la noche y los
escotes, a la hora de las primeras estrellas, nunca se habían asemejado tanto a
invitaciones abiertas.”
…..
“Natalie,
que no deja de temblar, de sudar, agotada por un corazón que se dispara varias
veces por hora, no abandona ya su habitación desde mediados de agosto. Pronto
hará quince días que no accede al boulevard Beaumarchais, donde vive el
proveedor de morfina que le encontró, de nuevo, Boulos. Desde su arresto por
los policías de la brigada de costumbres, no se han tenido noticias de Rosita.
Desde principios de mes, mientras se acercaban las tropas aliadas y en los
edificios donde aún ondeaba la esvástica, cuyos colores palidecían a ojos
vistas, se destruían apresuradamente los últimos dosieres, la vida parece
haberse retirado de la capital. (…)
Contraído
como el cuerpo de Natalie, consumida masa de carne atravesada de estigmas que a
veces se convierten en abscesos. Apenas se mueve bajo una sábana húmeda que es
preciso cambiar todas las mañanas. Cada uno de sus gestos está como trabado,
cada uno de sus movimientos como impedido, incluso la respiración parece que le
vaya a fallar. En el instante en que se inyectaba la última ampolla de morfina,
fue presa de un terrible ataque de angustia. Por las calles siguen circulando
tanques alemanes que ametrallan a los transeúntes. No hay metro. Y los
traficantes de droga se ocultan, temerosos de las posibles represalias que se
produzcan en caso de cambio de régimen.”
…..
“Ese
10 de febrero, Natalie se ha despertado más exhausta que otros días. Ha tosido
toda la noche, dejando manchas de color carmín en los pañuelos. Su cuerpo es
una suma de dolores. Conoce el remedio. La jeringuilla y las ampollas están
ocultas en un armario con doble fondo de su cuarto de baño, entre dos
cofrecillos de joyas.
Las
piernas apenas la sostienen. Enfundarse una bata de seda supone tan esfuerzo
que luego se ve obligada a sentarse en el borde de la cama. Al cabo de un rato,
se levanta se tambalea hasta la pieza contigua y echa maquinalmente una ojeada
en el espejo encima del lavabo. Ve en él a una anciana cuyas pupilas sin brillo
se han hundido profundamente en unas órbitas surcadas de color violáceo. Parece
mayor que su propia madre en el momento de su muerte.
La
mano tiembla pero sabe de memoria los gestos que tiene que hacer, abrir el
armario, correr un tabique, llenar la jeringuilla y hundirla lo más rápidamente
posible en el brazo ya tatuado por decenas de hematomas. Acto seguido aguardar
a que la maravillosa amiga se abra camino en sus venas, en su alma, la alivie
durante al menos unas horas.”
(Pauline Dreyfus, Son cosas que pasan, páginas 19, 149-150,
162-163)
Muy interesante...
ResponderEliminarSilencios, ocultamientos, disimulos, secretos, espejismos de vida que a algunos seres los destroza. Parece que Natalie fuera una alegoría en sí misma de lo que trae consigo la guerra. El desparpajo, la ansiedad, la alegría fingida para lastimarse menos, en todos los lugares del mundo que en ese momento han perdido la paz. Es también una metáfora de la propia gente a la que no se puede juzgar en tiempos bélicos, pues todo lo que se haga allí, se supone que es en pos de la supervivencia. ¿Quién podría juzgar los comportamientos de los pueblos cuando se trata de hechos tan difíciles como vivir donde se da una lucha armada, o se es cautivo de un enemigo?
ResponderEliminarTal vez ese: "Son cosas que pasan", pueda ser aplicado no sólo a actitudes moralmente bajas sino también al mismísimo hecho de lo que representa la guerra para un pueblo, llevado tanto al que ataca como al atacado a sus más bajos instintos. Parece ser una novela muy interesante.