Chistoph
Ransmayr
Traducción
de Daniel Najamías
Editorial
Anagrama, Barcelona 2019, 245 páginas
Cristoph Ransmayr es un escritor austriaco, probablemente el
escritor en lengua alemana que mejor utiliza los instrumentos de la escritura, y es además
capaz de acomodar su estilo aparentemente ininterrumpido y uniforme que se
asimila al movimiento perpetuo imaginado por el relojero Alister Cox, a una
infinidad de ritmos y dinámicas diversas.
A mediados del siglo XVIII, cuatro relojeros
ingleses llegan a tierra firme china, un día de octubre en el que todopoderoso
emperador Qíanlóng, el Hijo del Cielo y Señor del Tiempo había llevado al
patíbulo para cortarles la nariz a veinticinco funcionarios del fisco y
corredores de bolsa. Dos años antes, enviados del emperador habían viajado a
Inglaterra en un otoño en el que había fallecido Abigalil, la hija del relojero
Alister Cox y enmudecido su esposa Faye. Le llevaban la invitación del
emperador: “Se ruega al Maestro Alister Cox en nombre del Hijo del Cielo, el
excelso Qíanlóng que visite la costa de Bčijīng para ser allí el primer hombre
del mundo occidental que ocupará aposentos en la Ciudad Prohibida, con vistas a crear según los planes y sueños del
Supremo, apasionado amante y coleccionista de relojes y autómatas, obras hasta
hoy nunca vistas” (Páginas 17-18). Cox viaja a China con la esperanza de que
ese desplazamiento le permita olvidar la falta de compasión del tiempo.
La trama, reducida a las dimensiones de un
apólogo se concentra en la imaginaria visita del relojero e inventor de
autómatas, Alister Cox, alter ego ficcional del relojero real James Cox y tres
ayudantes, a la China de la segunda mitad del siglo XVIII, con la finalidad de
construir un reloj capaz de medir el tiempo según las diversas formas en la que
puede ser percibido: el tiempo de un niño el de un moribundo e incluso el
tiempo imposible de controlar del mismo emperador, el Señor de los Diez Mil
años, que vive más allá y sobre el tiempo, y no conoce infancia ni
adolescencia. Pero el emperador no quiere un juguete. Lo que el emperador
ansiaba era la cabeza de sus huéspedes, pero no una calavera, sino la
inventiva, la imaginación, el arte para crear molinos que marquen el paso del
tiempo, un animal indestructible de platino, cristal y oro que, además de medir
el tiempo, lo devorase. Relojes para los
tiempos fugaces, lentos o detenidos de una vida humana, relojes que marcarán
las horas o las rutinas del día, la velocidad cambiante del tiempo.
Eso es lo que quería el Sublime de Alister
Cox. Relojes que se erigiesen en amos del tiempo, y hacerlos volar o detenerse
porque el Señor de los Diez Mil Años no solo mandaba sobre el principio y el
fin de los tiempos, sino también sobre su medición y sobre el ritmo en el que
debía transcurrir. El emperador quiere un reloj capaz de medir los segundos,
instantes, milenios e incluso los eones de la eternidad y cuya rueda girara
eternamente sin cuerda ni pesas. Un perpetuum
mobile en definitiva. Esa fue justamente la razón por la que los había
hecho llevar al otro extremo del mundo: lograr el objetivo, siempre utópico de
la relojería.
A los
relojeros ingleses se les ocurrió probar con la presión atmosférica que sube y
baja y que, al igual que el péndulo de un reloj, pondría en movimiento una
superficie de mercurio. Pero lo que en realidad atornillaban y pulían era
su propia muerte. El único que en su
imperio podía jugar con el tiempo era el Señor de los Diez Mil Años. El amo de
la China y del mundo debía estar a solas con su tiempo.
El autor nos advierte en un epílogo que
ninguno de los personajes de esta novela es real, a excepción del emperador
Qíanlóng. Los constructores de autómatas de nuestros días objetarán que la
construcción de mecanismos como sobre los que se especula y describen en la
novela, nadie podría haberlos construido. Lo que sí nos ofrece Christoph Ransmayr es un perfecto retrato de
la China del siglo XVIII, esbozado con el detallismo perfecto de un
miniaturista.
Una trama que convierte el tiempo -su
medición- en el núcleo de una hermosa novela. Y sobre todo nos hace
estremecernos con las desmesuras y exigencias de un poder absoluto: hasta mirar
al Señor de los Diez Mil Años estaba castigado con cegar al que lo hiciera. Un
emperador que, no contento con las torturas, mazmorras, y asesinar salvajemente
a sus súbditos, exige de los relojeros ingleses algo imposible de lograr. La
ficción toca de lleno la maleabilidad del tiempo -ningún reloj lo domina-, pero
para comprenderlo es suficiente la punzada de un pequeño dolor o el deleite del
mínimo placer o ciertas emociones que lo aceleran o lo ralentizan, como
escribió Julian Barnes.
No conviene que el lector se olvide que, a
la par de esta historia imposible en la lejana China del siglo XVIII, existe
otra aparentemente secundaria que se desarrolla en el interior de Cox, marido
infeliz de una mujer, la enmudecida Faye y la hija muerta, Albigail, junto con
el deseo de la mujer intocable, la concubina preferida del emperador.
El estilo
de la prosa de Christoph Ransmayr es un prodigio de equilibrio formal y estilístico:
Su escritura, la de uno de esos escasos narradores que nos cuentan una historia
sin sentir la necesidad de saturarla de continuas desviaciones, reflexiones y conceptualizaciones
más o menos congruentes, pero que nos alejan del hilo conductor de esta pieza que
es sola una novela.
Francisco Martínez
Bouzas
Muy interesante tiene que ser esa novela....
ResponderEliminarY ciertamente lo es, especialmente si te gusta la cultura oriental
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