jueves, 29 de marzo de 2018

LA ANOREXIA QUE AMPUTA LA INFANCIA


Diccionario de nombres propios

Amélie Nothomb

Traducción de Sergio Pàmies

Editorial Anagrama, Barcelona, 135 páginas
(Libros de fondo)



    
   Amélie Nothomb, la “chica mala” de la literatura francesa, se reveló en 1992 como un prodigio precoz con Higiene de l’assasin, una novela que vendió más de 350.000 ejemplares, dio lugar a dos versiones teatrales y a otra cinematográfica. Desde entonces, Amélie Nothomb tiene como norma publicar una novela cada doce meses. Pauta que ha seguido hasta ahora. Su última pieza es Frappe-toi le coeur (2017), todavía sin traducción al español. Años más tarde de su primera novela, con Estupor y temblor (1999), la escritora que tiene siempre al Japón como país de referencia, conquista definitivamente su público. Cientos de miles de ejemplares vendidos y el galardón del “Gran Prix” de la Academia francesa.

   Autora de obras breves y a la vez refinadas, esta verdadera maniática de la escritura, como ella misma se autodefine, sabe conectar con insólita complicidad con los interrogantes de nuestro tiempo, que traduce en ficciones contundentes, tan alejadas de lo insustancial como de lo solemne, de la ingenuidad como del academicismo.

   En la narrativa de esta escritora obstinada, perversa y cruel, podemos diferenciar claramente dos líneas narrativas: por un lado, aquellos textos merecedores de ser clasificados como ficciones puras; por otro, aquellos que se basan en temáticas autobiográficas o que cumplen con los requisitos de lo que Lejeune llamó “pacto autobiográfico: un tratamiento de ciertas temáticas que hacen que el lector piense que se encuentra delante de una recreación retrospectiva que una persona hace de sus existencia.

   Diccionario de nombres propios, la novela con la que Amélie Nothomb cumplió con su compromiso de publicar una pieza narrativa en 1999, participa de esta obsesión. El enemigo no aparece, como en El sabotaje amoroso, en la figura de una hermosa niña, ingenua y a la vez cruel, sino en una de las plagas de nuestro tiempo: en la anorexia.

   El lector adivina desde las primeras líneas que el destino de Plectrude, la protagonista, no tendrá nada de ordinario. Pierde a su madre que se suicida después de asesinar a su marido por la sencilla y estremecedora razón de que la niña tenía hipo en su vientre. Pero antes decidirá que se llamará Plectrude porque ese nombre hace pensar en un pectoral que la protegerá como un talismán. Un nombre extraordinario para un destino ordinario. Crece lentamente bajo los cuidados de su tía que la adopta como hija, idolatrada, sin apetito. Y se da cuenta de que no estamos en este mundo para el placer. Alumna problemática y a la vez excepcional, pues no muestra el más mínimo interés por la actividades escolares, pero, sin embargo, es genial como bailarina. Se convierte así en la perezosa más apreciada de Francia. Finalmente, la aceptan como “petit rat” en la Ópera de París, y la férrea disciplina que rige en esta institución y la embriaguez de éxito que allí siente Plectrude, acaban por destruirla, convirtiéndola en víctima de la máquina interior de la anorexia.

   Amélie Nothomb recurre al humor para hacer más digerible el drama. Un humor y una ironía espontáneos y cortantes que forman parte de un estilo inconfundible que le permite explorar, sin las barreras de la solemnidad, la personalidad subterránea de sus personajes. Miradas incisivas, con frecuencia impasibles y crueles, los dos polos extremos de la estética (la hermosura turbadora y la fealdad irremediable), el conflicto, el amor, los golpes de escena, la genialidad de las ambientaciones, el sarcasmo, la ironía. He aquí algunos de los pernos de una escritura irreverente, capaz de producir historias extraordinarias y muy originales que responden a las inquietudes de nuestro tiempo.









Amélie Nothomb



Fragmentos



“Fue encarcelada. Una enfermera la visitaba a diario.

Cuando le anunciaban la visita de su madre o de su hermana mayor, se negaba a recibirlas.

Sólo respondía a las preguntas referidas a su embarazo. De no ser así, se mantenía muda.

Mentalmente, hablaba consigo misma: «Hice bien en matar a Fabien. No era mal chico, era mediocre. Lo único que no era mediocre en él era su revólver,  pero Fabien sólo habría hecho un uso mediocre, contra los pequeños gamberros del barrio, o bien habría dejado que el niño jugara con el arma. Hice bien en apuntarle a él. Querer llamar a su hijo Tanguy o Joëlle es ofrecerle un mundo mediocre, con un horizonte cerrado de antemano. Yo, en cambio, quiero que mi bebé tenga el infinito a su alcance. Quiero que mi hijo no se sienta limitado por nada, quiero que su nombre le sugiera un destino fuera de lo normal.”



…..



“Las primeras manifestaciones  de la sexualidad aparecieron en el horizonte de la clase de quinto, inspirando a Plectrude  la necesidad de protegerse con una coraza de profunda inocencia. Habría sido incapaz de describir con palabras el miedo que sentía: sólo sabía que, mientras algunas de sus condiscípulas ya se sentían preparadas para todas esas «cosas raras», ella no lo estaba. Inconscientemente, se esforzaba por comunicárselo a las demás, con gran despliegue infantil.”



…..



“Plectrude admiraba su propia vida: se sentía como la única heroína de una lucha contra la gravedad. Se enfrentaba a ella a través del ayuno y la danza.

El Grial era el despegue y, de entre todos los caballeros, Plectrude era la que estaba más cerca de alcanzarlo. ¿Qué importaban unos dolores nocturnos comparados con la inmensidad de su búsqueda?

Transcurrieron los meses y los años. La bailarina se integró en su escuela como la carmelita en su orden. Fuera de la institución, no hay salvación.

Ella era una estrella en ascenso. Se hablaba de ella en lugares privilegiados: Plectrude lo sabía.

Llegó a la edad de quince años. Seguía midiendo un metro cincuenta y cinco y, por tanto, ni siquiera había crecido medio centímetro desde su ingreso en la escuela de bailarinas. Su peso: treinta y dos kilos.”



(Amélie Nothomb, Diccionario de nombres propios, páginas 16, 69, 106)

domingo, 25 de marzo de 2018

DOS PIEZAS NARRATIVAS DE PASOS PERDIDOS


   Pasos Perdidos es una editora madrileña independiente; una de las muchas que han surgido en los últimos tiempos como alternativa para los lectores a los megagrupos editoriales. Una buena forma de luchar contra el imperio del “libro único”. Pasos Perdidos ofrece a los lectores obras que abordan críticamente los graves y acuciantes problemas de nuestro tiempo y de la actual sociedad. Obras que, por su calidad y ambición intelectual, aportan nuevos elementos de reflexión. Esta es la razón por la que Pasos Perdidos diversifica su producción editorial en varios campos: sociología, filosofía, economía y narrativa.

   Pasos Perdidos ofrece libros en el marco de una política editorial ajena a intereses exclusivamente comerciales, lo que hace posible ediciones selectas, muy cuidadas y esmeradas. En el ensayo prima el valor de la originalidad, el riesgo del pensamiento crítico y la capacidad de abordar, de manera rigurosa y a la vez accesible para todos los públicos, los problemas de hoy y de siempre. Tal es el talante  de sus dos más recientes libros de ensayo: Los nuevos sonámbulos de Nicolás Grimaldi y Nosotros y Voltaire de Ricardo Moreno castillo.

   Los textos de narrativa que edita Pasos Perdidos, pretenden poner a disposición de los lectores narrativa clásica contemporánea y a autores actuales innovadores y de reconocida calidad. Como muestra estas dos piezas de las que ofrezco un avance: Un hombre de talento de Emmanuel Bove y El día enterrado de Francisco Solano. Sobre ambas novelas volveré no tardando mucho con una reseña personal valorativa.







 



Un hombre de talento

Emmanuel Bove

Editorial Pasos Perdidos, Madrid, 2018, 202 páginas.



Sinopsis:

   
   Un hombre de talento, de una perfección clásica por la economía de medios, es al mismo tiempo una novela perturbadora, de una ambigüedad fundamental. Es una de las creaciones más inquietantes del extraño genio de Emmanuel Bove, escrita en 1942 cuando logró escapar de la Francia ocupada por los nazis.
   Farsante o enfermo, iluminado o estafador, no se sabe quién es verdaderamente Maurice Lesca, su protagonista. Aparentemente es incapaz de llevar a cabo los proyectos que, sin embargo, no deja de imaginar. Vive con su hermana Emily en un pequeño apartamento de la calle Rivoli, en París. Tiene cincuenta y siete años, en otro tiempo fue médico. Es pobre, lleva una vida miserable, pero quizá quienes le rodean se equivocan con respecto a este hombre que, con magistral seguridad, sabe sacarle partido  a su ineptitud.

   Maurice Lesca es un misterio. Como los personajes de Beckett, tiene la necesidad de actuar, hace planes, fracasa, vuelve a intentarlo continuamente y es como si nunca hiciera nada. En la precariedad e insignificancia de las vidas de Un hombre de talento se ha reflejado con más profundidad el mundo desolado de Emmanuel Bove.


El autor:

   
   Emmanuel Bove (París, 1898-1945), seudónimo de Emmanuel Bobovnikoff, es uno de los grandes novelistas franceses del siglo XX. Hijo de un exilado ruso y de una criada luxemburguesa, la infancia de Bove transcurre en París, Ginebra e Inglaterra, y está marcada, según las rachas de fortuna de su padre, por la inestabilidad entre un mundo de lujo y la miseria,

En 1924 publica, a instancias de Colette, su primera novela (Mes amis) que conoce un gran éxito, y en 1928 obtiene el premio Figuière, considerado más importante que el Goncourt.  A partir de entonces comienza un período de fecunda producción literaria con más de treinta obras publicadas, entre las que destaca El presentimiento (Pasos Perdidos, 2016). Colette, André Gide, Rilke, Max Jacob, Beckett («nadie como Bove ha tenido un sentido tan agudo del detalle») o Peter Hancke, su traductor al alemán, elogiaron su obra.

   En 1942 consigue abandonar la Francia ocupada por los nazis y en Argel escribe sus últimas novelas: Huída en la noche (Pasos Perdidos, 2017) y La Trampa (Pasos Perdidos, 2014), que se niega a publicar hasta la liberación. Durante su exilio en Argelia contrae el paludismo y, a su regreso, muere en París en 1945.





El día enterrado

Francisco Solano

Editorial Pasos Perdidos, Madrid, 2018, 158 páginas.

    
   El día enterrado es la narración del momento en que sus protagonistas no pueden evitar reconocer cuándo y por qué se quebró para siempre su vida. «El tiempo y la campana han enterrado el día», la línea de T. S. Eliot que abre la novela, anuncia la desventura que nos previene de que la condición que se extingue sea la misma que nos acoge.

Días antes de divorciarse, Gadea Vigo no acude a la galería de arte en la que trabaja; desaparece, al parecer voluntariamente, sin dejar rastro. Su confidente y amiga, Serapia Gómez, trata de averiguar qué la ha impulsado a tomar una decisión tan drástica. En la indagación descubre asuntos turbios de la galería, la venta de cuadros falsos de eminentes pintores, y el mundo de relaciones insospechadas en que ella misma vive. Inmiscuirse en otra vida la obliga a recuperar una dolorosa experiencia, velada a los demás, que la enfrentó a lo incomprensible.

La capacidad narrativa de Francisco Solano, uno de los escritores actuales más innovadores, nos conduce por las intersecciones de una ausencia inesperada, sumiéndonos en una desdicha que se quería preservar en la intimidad. El día enterrado explora el quebranto de la pérdida y la forma en que, a resguardo del conmovido recuerdo, se custodia a una persona querida. 


El autor:

   
    Francisco Solano (Burgos, 1952) es escritor y crítico literario, colabora en revistas y suplementos culturales y habitualmente en «Babelia». Su primera novela, La noche mineral (Debate, 1995), fue elogiada por la crítica por su «sorprendente poderío estilístico» (Ignacio Echevarría); a ella siguió Una cabeza de rape, Premio de Novela Jaén (Debate, 1997) y el libro de viajes Bajo las nubes de México (Alba, 2001), cuyo tratamiento del género revela «tanto su aguda observación como su original color en la adjetivación, evitando siempre los tópicos al uso» (Carlos García Gual). También es autor de Rastros de nadie (Siruela, 2006), «una novela radicalmente moderna sobre la apropiación del discurso y la distribución de las máscaras» (Sergi Doria), La trama de los desórdenes (Bruguera, 2007), relatos inspirados en la lectura de Giorgio Manganelli, Tambores de ejecución (Bruguera, 2008), Lo que escucha la lluvia (Periférica, 2015) y Jugaban con serpientes (Minúscula, 2016), una nouvelle sobre la infidelidad, donde la relación adúltera es real en el roce de los cuerpos, pero imaginaria en todo lo demás.

miércoles, 21 de marzo de 2018

"MANDÍBULA": PARA UNA ESTÉTICA DE LO FEMENINO-MONSTRUOSO




Mandíbula

Mónica Ojeda

Editorial Candaya, Avinyonet del Peneès (Barcelona), 2018, 285 páginas.



   

    A raíz de la publicación de su segunda novela, Nefando (Editorial Candaya, 2016), Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) ha sido considerada por algún medio de comunicación como una de las escritoras representativas del llamado “nuevo boom de la literatura latinoamericana”. Y a su autora y a su novela se las ha etiquetado “ad infinitum”. Confieso que yo mismo lo he hecho. “Libro estomagante”, “un puñetazo, una mala digestión”, “Un descenso a los abismos más oscuros del ser”, “novela…brutal en su planteamiento…profundamente perturbadora”, “un navajazo que hace aflorar las profundidades más abyectas del ser humano, la esencia de la aberración”, “Se aventura en lo revulsivo y logra articularlo”… Pienso que estas etiquetas, muy elogiosas para el gusto de determinadas tribus de lectores, son en el fondo un cerco, una demarcación para una escritora en expansión creadora y en cuya trayectoria, apenas iniciada, hubo, como en Gabriel García Márquez, un cuento. “Duboc, el director de escritores”. Etiquetas, así mismo, anticipatorias posiblemente de lo que se escribirá sobre Mandíbula, una historia a la vez terrible y fascinante.

   En este comentario-reseña, tras reproducir la breve sinopsis argumental de la casa editora, optaré por hacer visibles algunas de las razones para leer Mandíbula

   “Una adolescente fanática del horror y de las creepypastas despierta maniatada en una cabaña en medio del bosque. Su secuestradora no es una desconocida, sino su nueva profesora de Lengua y Literatura, una mujer joven a quien ella y sus amigas han atormentado durante meses en un colegio de élite del Opus Dei. Pero pronto los motivos de ese secuestro se revelarán mucho más oscuros que el bulling a una maestra: un perturbador amor juvenil, una traición inesperada y algunos ritos secretos e iniciáticos inspirados en esas historias virales y terroríficas gestadas en Internet.” Una sinopsis argumental que, como debe ser, apenas dice nada de lo que es la novela. Pero aún es mucho más escueta la definición de Mandíbula, que, como cruce de obras literarias y cinematográficas, aporta la autora en una entrevista: “Sería una mezcla de creepypastas con Las chicas de Emma Cline y El anticristo de Lars von Trier”

   Sin censurar ni alabar, dos operaciones que según Borges  (Pierre Menard, autor del Quijote) nada tienen que ver con la crítica, intentaré aportar algunas razones para que los lectores que aún no lo han hecho, se dejen atrapar por el gancho y el hechizo de esta novela.

Primera: No cabe duda de que las dos novelas de Mónica Ojeda, Nefando y Mandíbula, se pueden encuadrar en un extraordinario y rico florecimiento de la literatura escrita últimamente por mujeres, aunque no solo, en Latinoamérica. Mandíbula entra pues en la nómina del nuevo boom de la literatura latinoamericana creada por narradoras menores de cuarenta años. De hecho, Mónica Ojeda fue seleccionada el pasado año en la lista de Bogotá 39 de Hay Festival. Una narrativa, sin embargo, que nada tiene que ver con el boom de los años 60. Con la aclimatización de lo insólito, con el inventario de prodigios (magos realizadores de maravillas, levitaciones tras tomar una taza de chocolate…), ni con seres míticos legendarios (niños que nacen con cola de cerdo…). En Mandíbula lo que hallará el lector es un total desplazamiento de la retórica tropical, una aclimatización de lo espeluznante. Frente a la imaginería, por ejemplo de Gabo por la que cruzan gallinazos, en la de las protagonistas alumnas de Mandíbula atraviesan alacranes. Una estética de la violencia en la que no se mutila a balazos, ni se rompen puertas a culatazos. Es una violencia mucho más sutil y refinada: la de un thriller psicológico para acentuar el rechazo mental, y también físico,  que tiene lugar entre alumnas y profesoras, entre madres e hijas. La estética de lo “femenino-monstruoso”, palabras usadas reiteradamente por la misma autora, en la que hay secuestros, bulling larvado, pasiones lésbicas, experiencias peligrosas con el propio cuerpo o con el de la amiga que penetran en los territorios de la abyección. Y sobre todo, horror y adicciones intensamente tóxicas.

Segunda: Con sutil y a la vez veraz realismo, la autora hace de Mandíbula una novela de desenfreno adolescente, o de “perversión adolescente”,  como se la ha definido, que explora las relaciones de poder entre amigas que asisten a un colegio elitista y son lideradas por dos de ellas. Son enfants terribles que se reunen en una guarida antipadres, antiprofes, antinanas. Allí, un lugar sin adultos ni reglas, exploran lo que pueden hacer, cuentan historias de terror, leen creepypastas para inspirarse a la hora de componer sus propias historias de terror. La relatora de cada una de ellas acepta el rito elegido por sus compañeras. La primera: levantar la falda y enseñar el culo. Hacen pijamadas  cuando los padres están ausentes. Y como nadie las vigila, se adentran en iniciaciones sangrantes y medio locas como juegos de estrangulación. Concuerdo pues con el juicio de la primera presentadora de Mandíbula (Anabel G. León): novela de formación y deformación. Mas Mandíbula profundiza así mismo en otro tipo de violencia, la que se produce entre madres e hijas.

Tercera. Llama la atención la profundidad con la que, en la novela, se tematizan estados anímicos como la ubris, la desmesura, proyectada en forma de bulling, de canibalismo que unas alumnas púberes hacen de la autoridad de su profesora. La intensa e inestable afectividad de las chicas de 5º B convierte sus relaciones en efectivas historias de terror. Nínfulas turbadoras en cuya crueldad Mónica Ojeda profundiza acertadamente: no son grotescas ni físicamente violentas como los chicos, mas, a pesar de su apariencia delicada, ejercen con la profesora de Literatura una agresividad distinta pero igual de cruel. Su responsabilidad y obediencia son solo máscaras para atraer a sus presas. “Eran más inteligentes -como solían serlo quienes tenían que diseñar tácticas para sobrevivir en condiciones hostiles- y sabían disfrazar su hambre de violencia con ingenuidad fingida” (página 162). Estudian a la profesora “como un juguete en una caja” y, acto seguido, la única autoridad de la docente es la que aquellas chicas le cedían. Sibilinas  insolentes en grado sumo que pretenden logar que la profesora transpire anzuelos y llore leche.

Cuarta: Con igual ojo clínico, se relata en la  novela la ansiedad de la profesora. La ansiedad humana tiende a hacer aparecer como ajeno y peligroso el mundo circundante. El temor al castigo y la interiorización de la culpabilidad -real o imaginaria- produce en la profesora Miss Clara  angustiosas congojas e incertidumbres. Ella que llega traumatizada al colegio por una experiencia previa, sabe que sus alumnas, chicas de la clase alta, son intocables ya que los que tienen el verdadero poder fuera del colegio son los padres. Por eso siente pavor desde el inicio de las clases y su ansiedad es somatizada por su cuerpo y, de ese modo, siempre termina mostrando a sus alumnas sus debilidades, incapaz de poner en práctica el consejo de su madre: “Tienes que protegerte de tus alumnas, Becerra” (página 235). Lo hace en el inicio, en el intermedio y en la conclusión de la novela, con el secuestro de una de las cabecillas.

Quinta: En contadas ocasiones se ha descrito con tanta verosimilitud  la dinámica de una clase escolar. En el grupo que canibaliza a la profesora, todas eran inquietas, habladoras, sacaban la lengua, pegaban mocos debajo de los pupitres, olían a sudor y a menstruación. Hay un grupúsculo dominante (las amigas), pero sus compañeras de aula pugnaban igualmente por el poder territorial, “hasta cuando bajaban sus hocicos al suelo” ( página 192).

Sexta: El sexo es una parte fundamental de esta novela, porque también es uno de los temas primordiales de la existencia humana, piensa la autora. El sexo entre alumnas en el colegio y en sus domicilios, hasta el punto de que una de las docentes se pregunta si eran ratonas hambrientas de deseos. Las dos grandes amigas, que con frecuencia duermen juntas, no son realmente lesbianas, pero hacen algo sexual (masturbaciones) que les da vergüenza. Sobresale la crudeza y al mismo tiempo la pulcritud con las que Mónica Ojeda relata los episodios escabrosos por su erotismo: sin eufemismos se dice que las chicas flirteaban entre ellas, cómo la somatización del placer incita a la amiga que duerme a su lado, a iniciarse en la masturbación; alguna llega a lamer la menstruación de una de las líderes.  Pero todo lo que se narra está perfectamente cocinado, con frases sucias ciertamente  -Mónica Ojeda se empodera del lenguaje vetado sobre los cuerpos-, mas sin caer en la vulgaridad y en la comicidad involuntaria; reitero, no obstante, que algunas prácticas sexuales forman parte de la perversión adolescente de las protagonistas: una de ellas, Fernanda, llegará a masturbarse con el cepillo de dientes de su madre para vengarse de ella.

Séptima: Con una oportuna cita de Lovecraft (“el horror está en la atmósfera”), la autora nos introduce en los fantasmas que impregnan las actividades de las adolescentes, y que son uno de los núcleos temáticos fundamentales de la novela. Los relatos sobre la edad blanca, sobre el horror blanco que se aproximan al horror cósmico de Lovecraft. En el fondo, las protagonistas adolescentes forman una especie de secta. En sus reuniones, no solo cuentan horror stories; en ellas aparecen teofanías espantosas, con apariciones del Dios Blanco, y entonces comienzan a hacer o a soñar cosas horribles y morbosas. No se trata de la posesión demoníaca, sino del despertar de la infancia que conecta la pubertad a una naturaleza que no es benigna ni maligna. Simplemente es, y su color es blanco como Moby Dick, el Ártico o la Vía Láctea.

Octava: Creo que pocos y pocas escritores y escritoras pueden presumir de una plasticidad tan prodigiosa en las descripciones y en la profundización en el psiquismo de las principales protagonistas. Con breves pinceladas sobre lo que piensan o hacen, hace visible de forma creíble, por mucho que nos perturbe, la personalidad de Miss Clara, Annelise y Fernanda. Miss Clara, decente correctora de textos y profesora indecente, como le dice su madre, atormentada por trastornos de ansiedad y pánico. Annelise y Fernanda, paradigmas de la crueldad inteligente, usuarias de vídeos de psicópatas. Una de ellas “en ocasiones descubre una sonrisa oculta, equinada, retenida en las comisuras de Annelise mientras aparentaba escucharla”. Difícilmente se puede  revelar tanto en tan pocas palabras.

Novena: La novela tiene la virtud de relatar la trama haciendo progresar la acción de forma bien dosificada. Gran habilidad de la escritora para mantener el ritmo e ir acrecentándolo a medida que avanzan las páginas, hasta llegar al clímax que, en mi lectura, situaría en el capítulo XX y siguientes, sin que desfallezca hasta el desenlace. Y junto a ello, una buena selección de algunas características de la posnarrativa: debilitamiento de las barreras entre los géneros, ya que en Mandíbula hay relato, comunicaciones verbales, un ensayo en forma epistolar, diálogos con la literatura, con citas expresas de Lacan, Lovecraft, y referencias a Edgar Allan Poe, Robert William Chambers, Arthur Machen, Mary Wollstonecraft Shelley o Stphen King.

   Y como considero que Mónica Ojeda también comulga con la idea de que la novela es el reino de la libertad, me parece coherente que no renuncie a las formas experimentales de narrar. Novela proteica y abierta que, aunque se sutura en muchas secuencias con la literatura de género, con el thriller psicológico, rechaza la linealidad narrativa, introduce saltos en el tiempo, y exige por consiguiente un lector activo. Un estilo de prosa muy elaborado, un español exuberante y vigoroso, que incorpora algunas expresiones lingüísticas de Latinoamérica, y múltiples hallazgos expresivos, abundante metaforización y originales comparaciones (“pubis de gato de calle”, “temblaba de frío, de hambre y de vulva”…) que, aunque alejadas de la retóricas tropicales, engalanan el tejido narrativo.

Décima: Finalmente, un título muy pertinente con lo que es la novela. “Mandíbula” aparece, en una de las primeras veces, cuando las adolescentes protagonistas hablan de que los cocodrilos guardan a sus bebes dentro de sus mandíbulas. Pero con la mandíbula que es bella -lo bello anticipa el horror, se nos dice en la novela- es con lo que se muerde, como muerde el cocodrilo. Las dos amigas también se muerden, incluso bajo las axilas, en los pezones, en el clítoris. Y en el desenlace también hay una mandíbula: la mandíbula volcánica de la profesora que augura quizás la mordida definitiva, la irreversible entrada en el miedo, el miedo blanco, en el terror y en el pánico.

   Y si algo hay en esta novela de violencia acumulada y no reprimida, de terror a la medida de nuestro siglo, pero sin masoquismos, es una trama que se halla extraordinariamente bien tejida y relatada con prosas primorosas. Palabras, estas últimas, que no son un cumplido, sino una obvia constatación.









Mónica Ojeda (Fotografía de Carlos Bello)


Fragmentos



“-Hola, mi nombre es Anne y mi Dios es una luciérnaga escarchada -cantó Annelise menándose con una mano en la cintura-. Dice que es mi amante y usa tacones altos de aguja. Se pinta los labios para besarme en la garganta y bailarme una lambada roja cuando estoy triste. Su traje brilla en las madrugadas: sus uñas arrastran los cadáveres de los insectos estrellados que sacó de mi cabeza. Si necesitan saberlo, lo conocí una noche sobre el escenario chico de mi habitación. Cruzó sus piernas y me lamió la axila con sus pestañas. Su vestido soltaba leche y diamantes negros mientras arañaba los insectos más profundos de mi cráneo. Me llamó «hija» y yo lo llamé «madre» por su sonrisa vaginal abierta de ojos. Me dijo: «Sólo las caderas anchas pueden parir las dimensiones del universo». Sus pestañas levantaron toda la tierra mojada de mi corazón. «Aprende» dijo. «El padre de la creación es una madre que usa peluca y huele a Dios».”



…..



“Ninguno de sus padres sabían que desde hacía años usaban la excusa de la pijamada para beber el vino de la madre de Ximena, tocar la colección de revólveres del padre de Annelise, fumar los cigarrillos de la Charo y ver hentai en XVVideos y PornTube. «¿Por qué le echa semen en la cara?». «¡Qué asco!». «Mi vagina no es así». «¡Cuántas venas!». «¡Eso es un pezón?». A veces también usaban la escusa de la pijamada para escaparse a fiestas de universitarios que tenían permiso de conducir y rasgos similares a actores de Hollywood, pero nunca les contaban nada del edificio ni de lo que hacían allí.”



…..



“Fernanda escuchaba y veía a Annelise absorber las palabras bíblicas que utilizaba para perfeccionar su historia: «El Dios Blanco no tiene rostro ni forma, pero su símbolo es una mandíbula que mastica todos los miedos», decía en la habitación blanca del edificio. «Quien lo ve y no está listo para verlo, morirá, pues su aparición es como la muerte: le quita el color a todas las cosas».

A Fernanda le había gustado protagonizar uno de aquellos relatos de revelaciones macabras: ser desbordada con la teofanía del Dios Blanco de Annelise, que el cabello se le blanqueara por el horror de la aparición y que eso le diera la fuerza que necesitaba para sacarse las esposas y matar a Miss Clara. Después de todo, si la mataba, nadie la castigaría.”



…..



“Desde  siempre he escuchado cosas terribles respecto a la masturbación. De alguna forma había llegado a pensar que hacerlo me convertiría en un animal o en una criatura despreciable. Tenía la intuición de que, si lo hacía, los cambios en mi cuerpo se cerrarían como en un circulo macabro de forma irreversible. No hice nada esa noche, pero el deseo de tocarme nació allí, junto a Fernanda apretando sus músculos bajo su sábana de ponis rojos. La sensación que tuve durante los días siguientes fue extraña porque, me miraba al espejo, desnuda, primero sentía un rechazo parecido al odio hacia cada una de las esquinas de mi cara, hacia el tamaño de mis pezones, hacia mi estatura, mi piel, mis pecas y, luego, un horror asfixiante hacia ese cuerpo que, a veces, parecía el de otra criatura que quería sacarme de mí misma.”



(Mónica Ojeda, Mandíbula, páginas 15, 105-106, 155, 225)