Mateo
García Elizondo
Editorial
Anagrama, Barcelona, 2019, 197 páginas.
En una escueta síntesis de este libro, a la
vez trágico y amoroso, se podría decir que un tipo enganchado a las drogas
llega a un pueblo a morir. El pueblo es Zapotal, una especie de réplica de
Comala. Solamente sabe que en Zapotal la desolación era total, que le faltaba
apenas nada para ser un pueblo fantasma, es el fin, la línea. Más allá la selva
o la manigua. Pero en el desenlace el protagonista concluye que Zapotal quizás
no sea más que el reflejo de la soledad y de la desolación de los que la
habitan y que quizás él nunca dejó la ciudad. Se ha desprendido de todo lo que
le ataba y solo lleva una lata con el kit
para la droga: unos gramos de goma de opio, un cuarto de onza de heroína. Cree
que con eso le alcanzará para matarse y no morirse de hambre o de frío, porque
luego no podrá comprar más Lady
(heroína). Se hace también con un
cuaderno para entretenerse contando cómo se siente al morirse.
Cuando emprende el viaje, su vida ya carece
de todo deseo. Le ha aconsejado que en ese pueblo final de la línea la droga le
conducirá a un hermoso viaje sin retorno. Y así pretende abandonar este mundo:
fumando opio y consumiendo heroína, teniendo sueños, incluso de aparecidos; y
transcribiendo sus últimos actos de vida. Morirse no es como lo pintan: algo pavoroso.
Morirse en manos de la Lady es como desligarse uno entero, en un lugar
cálido y estrecho como una gran vagina, y salir al otro lado ligero.
Pierde la volición, no hace más que lo que
le dicta su cuerpo para preservarse a si mismo en este pueblo donde todo es como
él: muertos vivientes y del que Dios se ha olvidado. Pero a él pronto le
consideran “el Muertito”; y en efecto, se convence de que la verdadera vida es
aquella que se vive bajo la influencia de la
Lady, la gran señora.
Poco a poco la mente le abandona y los
sentidos y su imaginación producen recuerdos, imágenes, la mayoría
irreales. Cosas que se figura debido al opio. Le sorprende la
tenacidad de su cuerpo para mantenerse vivo, pero ante la gente parece un
muerto en vida, un zombi. En la cuneta donde está tirado, los únicos que le dan
la lata son los muertos. Ellos jamás descansan. Llaman la atención escenas muy
crudas como la de una mujer que le tiende su bebé, pero arropado en las cobijas
que trae en sus brazos, no hay más que una piedra del río.
Se queja porque no acaba de pegarle esa
malilla infernal que acabe por tumbarle. Hasta que un grupo de adolescentes le
dicen que ya ha pasado al otro lado, que ya es un muerto. Y en efecto, el
hambre que siente, es el hambre de los fantasmas. El final concluye que él no
es más que puro silencio.
El autor, Mateo García Elizondo, nieto de
Gabriel García Márquez y de Salvador Elizondo, confiesa que esta su primera
novela está escrita con la piel. Es un descenso hacia ese inframundo en el que
los hombres y las mujeres actúan del mismo modo: como muertos creyéndose vivos;
lo cual no es nada extraordinario en un país donde la línea divisoria entre la
vida y la muerte es muy tenue y difusa. La novela se halla contextualizada en
un trasfondo onírico. Pocas veces se ha escrito con la crudeza fantasmal con la
que lo hace el autor sobre lo que es ser víctima del mono. Pero lo que nos
ofrece Mateo García Elizondo no es un reportaje, sino una ficción alucinada,
embrujada, de los que es el síndrome de abstinencia. Con crudo realismo
describe los efectos de la Lady,
la chingada de los piquetes: algo
extraordinario cuando te la metes por primera vez, pero poco a poco te sentirás
precipitado en el abismo, en la miseria que no cesará de afligirte. Lástima
que no exista heroína para el alma, como
se dice en la novela.
Lo que pretende el autor es darle sentido a
la experiencia de la adicción. Y en México, que es literatura viva y casi
andante y confusión entre la vida y la
muerte, el autor trata con originalidad el fenómeno terminal de la muerte:
ambas son un continuo único, dos caras de la misma moneda. No es cosa fácil
esto de morirse, pero es lo más bonito, no es como lo pintan: confuso,
aterrador. Es como desligarse de todo. La muerte no nos pide que avancemos; nos
pide que hagamos retrocesos hasta llegar al origen de todas las cosas. Y para
los servidores de la Lady, morirse es
vagar por el mundo, añorando, desentrañando la dicha de la Señora, amante
celosa y caprichosa. En la novela, Mateo García Elizondo muestra un dominio
absoluto del lenguaje incluidos los argots del mundo de la droga, pero lo más
reseñable es la tonalidad: un verdadero: trainspott
en Comala, ya que, como Juan
Rulfo, nos transporta con gran pericia de lo real a lo fantástico.
Francisco
Martínez Bouzas
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