Julian Barnes
Traducción de Jaime Zulaika
Editorial Anagrama, Barcelona 2014, 143 páginas.
Julian Barnes (Leicester,
1946) es uno de los más significativos exponentes de la actual narrativa
británica. Autor de novelas y de narrativa breve, su escritura configura una
manera privativa de hacer literatura, que siempre augura placeres, sorpresas,
verdades cristalinas o laberínticas. Y también grandes interrogantes sobre
temas cruciales como el de la muerte. Dueño de una escritura a veces oblicua y
críptica, Julian Barnes teje ficción y memorias personales y tematiza
frecuentemente asuntos relacionados con
el amor. Con el amor romántico que perdura más allá de la muerte, sobre todo. Y
con la felicidad, con el dolor, con las valencias del recuerdo que tanta
importancia tiene en esta novela hilvanada con tres historias distintas, pero
amalgamadas entre sí. Los recuerdos conforme a los que vivimos, como recordaba
Barnes en su libro memorialístico, Nada
que temer.
Niveles de vida es un tríptico
que recoge tres historias carentes aparentemente de conexiones, pero que
ocultan lazos, quizás tenues, y que sin embargo le otorgan unidad al libro en
el que el recuerdo y el homenaje a personajes que, por distintos motivos,
forman parte de la historia, van abriendo el camino hacia la expresión
vivencial de lo que para él significó el
fallecimiento de su esposa.
El libro arranca con una idea que el mismo
escritor expone de esta manera: “Juntas dos cosas que no se habían juntado
antes. Y el mundo cambia. La gente quizá no lo advierte en el momento, pero no
importa. El mundo ha cambiado, no obstante” (página 11). Son los extraños
parentescos que, con frecuencia nos reserva la vida. Con esta idea medular como
norte, el escritor comienza narrando, con un estilo mezcla de documentalismo
histórico y de ficción, dos historias aparentemente triviales. En la primera (“El
pecado de la altura”) ensaya una crónica de la prehistoria de los globos
aerostáticos: las aventuras, los riegos, las caídas de los pioneros de los
vuelos en globo. En la segunda (“En lo llano”), rescata a uno de los
protagonistas del primer relato, el coronel Fred Burnaby, junto con su idilio pasional,
finalmente no correspondido con la actriz Sarah Bernhardt.
Las caídas de los globos o la ruptura
sentimental de los protagonistas del
segundo relato preparan el terreno para la dramática tercera historia:
un relato confesional en el que el escritor se desnuda emocionalmente al
abordar lo que para él significó la muerte de su esposa, la agente literaria
Pat Kavanagh, a la que un tumor cerebral le segó la vida en treinta y siete
días (octubre de 2008).
Se ha escrito que Julian Barnes, al igual
que lo fuera Sarah Bernhardt, es un tanatófobo, un obsesionado con la muerte. Y
esta tercera parte da sobradas pruebas de ello, aunque más que el hecho físico
de la muerte, lo que pone al descubierto Barnes son la dolorosas sensaciones
que la pérdida de Pat Kavanagh provocó en él. Julian Barnes y Pat Kavanagh se
casaron en 1979. Pat desarrolló en su vida una notabilísima y relevante historia propia: agente literaria
de grandes escritores como Martin Amis, rompió temporalmente su relación con
Julian Barnes por una relación amorosa con la escritota Jeannete Winterson. Sin
embargo, la relación de la pareja superó éste y otros obstáculos. El
fallecimiento de Pat precipita al escritor en un duelo vivenciado de una forma
emocional muy profunda e irrecuperable: soledad, carencia, aflicción, tristeza,
desorientación, perplejidad, desamparo, protesta, tentación suicida, la forzosa
sustitución del amor por la aflicción… El desnudo emocional de Julian Barnes es
ajeno a cualquier tipo de cursilería lacrimógena. Nada tiene que ver igualmente
con el amarillismo emocional. Cada página, cada palabra respiran la serena,
aunque rabiosa aflicción de alguien que no logra superar la muerte de su esposa
y ni siquiera concibe y admite que sus amigos pretendan que él supere esa
ausencia.
Este tercer relato (“La pérdida de
profundidad”) está presidido por la misma idea-eje que subyace en todo el
discurso narrativo de Niveles de vida: “Juntas
a dos personas que nunca habían estado juntas…a veces funciona y se crea algo
nuevo y el mundo cambia” (Página 83). Pero tarde o temprano sobreviene lo
inevitable: por una razón u otra una/uno de los dos desaparece. “Y lo que
desaparece, afirma Julian Barnes, es mayor que la suma de lo que había. Algo
que contradice las leyes de la lógica clásica. Solo emocionalmente posible. Por
eso mismo, cualquier historia de amor es una potencial historia de inimaginable
aflicción, difícilmente comprensible para el resto del mundo. Y sin pastillas
que la curen.
Julian Barnes y Pat Kavanagh |
Todo ello y el resto de sus emociones más
insondables forman parte de la oscuridad de la aflicción que jamás conseguimos
vencer, aunque se haya desplazado de sitio, y forman parte de lo que Julian
Barnes hace aflorar en estas breves prosas confesionales, escritas por alguien
que ha cruzado con inclemente consciencia los “trópicos del duelo” y que, en cierto
sentido, ha sido capaz de transformar la aflicción en un espacio moral, el
espacio donde dos personas que se
juntan, se imantan y son incapaces de contemplarse separadas por la muerte. El
repetido estribillo funciona aquí como clave interpretativa de un brillante juego compositivo en el que los dos
primeros relatos cobran sentido a la luz del tercero: la cartografía aflictiva
del propio escritor.
Francisco
Martínez Bouzas
Julian Barnes |
Fragmentos
“Estuvimos
juntos treinta años. Yo tenía treinta y dos cuando nos conocimos, sesenta y dos
cuando murió. El alma de mi vida; la vida de mi alma. Y aunque ella odiaba la
idea de envejecer -a los veinte años pensaba que no pasaría de los cuarenta-, yo
confié felizmente en la continuidad de nuestra convivencia: en que las cosas se
volverían más lentas y sosegadas, en la rememoración conjunta. Me imaginaba
cuidándola; hasta habría podido -aunque no lo hice- imaginarme, al igual que
Nadar, que le retiraba el pelo de las sienes afásicas, que aprendía la función
de la enfermera tierna (y carece de importancia el hecho de que ella hubiera
detestado esta dependencia). En cambio, desde un verano hasta el otoño
siguiente hubo inquietud, alarma, miedo, terror. Pasaron treinta y siete días
desde el diagnóstico hasta la muerte. En
todo momento procuré no mirar a otro lado, siempre intenté afrontarlo; y de ello
nació una especie de lucidez demente. Casi todas las noches, cuando salía del
hospital, me sorprendía mirando con rencor a los pasajeros de un autobús que
simplemente volvían a su casa al final de la jornada. ¿Cómo podían estar allí
sentados ociosamente, ignorantes, con aquel perfil de indiferencia, cuando el
mundo estaba a punto de cambiar?”
…..
“No
creo que volveré a verla. Nunca la veré, oiré, tocaré, abrazaré, escucharé,
reiré con ella; nunca más aguardaré sus pasos, sonreiré al oír que se abre una
puerta, acoplaré su cuerpo al mío, el mío al suyo. Tampoco creo que volveré a
encontrarla en alguna forma desmaterializada. Creo que la muerte es la muerte.
Hay quien cree que el duelo es una especie de autocompasión, violenta, pero
justificable; otros piensan que es simplemente nuestro reflejo en la mirada de
la muerte; otros dicen que se apiadan del superviviente, porque es el que
padece, mientras que la persona amada ya no sufre. Estos criterios intentan
afrontar la aflicción minimizándola; y hacen lo mismo con la muerte. Es cierto
que parte de mi congoja se centra en mi mismo -mira lo que he perdido, mira
cómo se ha empobrecido mi vida-, pero más, mucho más, y ha sido así desde el
principio, en ella: mira lo que se ha
perdido, ahora que ha perdido la vida. Su cuerpo, su espíritu; su radiante
curiosidad por la vida. A veces da la impresión de que la propia vida es la que
más ha perdido, la parte más perjudicada realmente, porque ya no es objeto de
la radiante curiosidad de mi mujer.”
…..
“Le
dije a uno de los pocos cristianos que conozco que mi mujer estaba gravemente
enferma. Me respondió que rezaría por ella. No puse reparos, pero
espantosamente pronto tuve que informarle, no sin amargura de que su dios no
parecía haber sido muy eficaz. Me contestó: «¿Has pensado alguna vez que ella
podría haber sufrido mucho más?» Ah, pensé, o sea que eso es todo lo que tu
pálido galileo y su papá pueden hacer.”
(Julian Barnes, Niveles de vida, páginas
84-85, 96, 115)
Muy bien tratado....
ResponderEliminarSaludos
Me siento conmovido por esos fragmentos, amigo. Un libro sobrecogedor a mi juicio. No había leído nada del autor, y me alegro mucho de que gracias a ti entre en contacto con él. Un abrazo.
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