2666
Roberto Bolaño
Editorial Anagrama, Barcelona, 2004, 1125 páginas
LIBROS DE FONDO
(En el mes de julio de 2003, fallecía en
Blanes Roberto Bolaño. Al año siguiente se publicó por primera vez y
póstumamente, su meganovela, 2666,
tal como quedó a la muerte del escritor. Este texto que publiqué en febrero de
2005, reseñando la novela, quiere ser un homenaje a la figura y a la obra del
narrador y poeta chileno)
Es suficiente la edición de una meganovela
como 2666 de Roberto Bolaño para
definir un proyecto editorial. Hasta tal punto que, de no tener un sello
editorial como Anagrama, sería necesario inventarlo, aunque sólo fuese para publicar
la prosa ecléctica de Bolaño. Para darles voz a sus lúcidos desvaríos
temáticos, mezcla de ficción y autobiografía, a sus personajes extremos
difícilmente literaturizables, a su escritura radical, tan alejada de los
narradores del ‘boom’, y que lo convierten en explorador audaz, el buceador a
pulmón libre de la literatura, tal como lo definió su editor, Jorge Herralde,
el 16 de julio de 2003 en el texto leído en el funeral laico de este escritor
chileno, inconformista siempre y sumido en plena ebriedad creativa, pero a la
vez crítico implacable de aquellos escritores que trivializan y prostituyen la
literatura.
Bolaño murió luchando y escribiendo como afirma su amigo Rodrigo Fresán, hasta el punto de convertirse él mismo en ‘hombre obra’, porque desde mediados de los 90 sabía que su dolencia hepática era grave y por eso trabajó contra reloj, consciente de que se le agotaba el tiempo y de que su cuerpo no sería capaz de acompañarlo hasta donde su mente creativa quería llegar: escribir una inmensa novela que había comenzado en el año 2000. En su resistencia pasiva, Bolaño era consciente de que todo llega: llegan los hijos, llega la enfermedad, llega el fin del viaje. Y hablando de la frase pronunciada por Kafka el día en que por primera vez escupió sangre (los dados ya estaban echados y ya nada lo alejaba de la escritura), Bolaño reconoció que los viajes, el sexo y los libros son caminos por los que es preciso internarse y perderse para volverse encontrar o para hallar algo.
En ese mismo texto, Herralde dio noticia de 2666, la meganovela, la pentalogía que el escritor, “un desesperado escribiendo para desesperados”, había intentado concluir antes de su ingreso en el hospital en el que moriría pocos días después. No hizo falta inventar una editorial de las características aludidas arriba, porque Anagrama, su editora de siempre, acaba de publicar el manuscrito en su última versión, preparado y corregido por su albacea literario, el ex crítico de El País de Madrid, Ignacio Echevarría.
No es necesario reiterar ahora los juicios de valor sobre la figura del escritor chileno. Basta recordar que su novela Los detectives salvajes ha sido considerada por muchos críticos como la mejor ficción en español de la pasada década, y su autor, el mejor narrador después del ‘boom’. O como proclamaba Susan Sontag, Bolaño fue un escritor extraordinario que ningún lector digno de ese nombre debería perderse.
Pero es preciso sumergirse en este proyecto torrencial, hincarle el diente a sus más de mil páginas, para darse cuenta de que ‘2666’ no sólo es una meganovela, sino una obra magistral, una novela total, aunque, como el aceite, se derrame en una estructura abierta. Infinitas historias, infinitamente ramificadas, como en su día había vaticinado Borges. En un fragmento de la novela es el mismo Bolaño el que define la codiciosa pretensión de un hipertexto como el que estaba escribiendo: “Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido, no quieren saber nada de los combates de verdad” (páginas 289-290). Mas, a pesar de su carácter de novela colosal, de su estructura infinitamente ramificada, de su índole metaliteraria en muchas de sus páginas, 2666 es una obra literaria entretenida que fácilmente atrapa al lector, condición que la diferencia de otros frutos literarios escritos por algunos ‘letraheridos’ de todos los sistemas literarios.
Este libro inmenso, inconmensurable, de extensión casi infinita, sutura cinco partes que el lector pude leer de forma libre pero no independiente, ya que en el mismo hay dos epicentros situados sobre el foco de un verdadero torrente argumental. La primera parte, ‘La parte de los críticos’, la más metaliteria de las cinco, gira alrededor de un misterioso escritor alemán, Benno von Archimboldi, al que nadie ha visto, del que no hay fotografías, pero cuyo prestigio crece como la espuma. Y una ciudad, situada en la frontera de México con Estados Unidos, Santa Teresa, claro trasunto literario de Ciudad Juárez, sede maldita de una serie de asesinatos reales de mujeres acontecidos en los últimos años. Un juego borgiano, literatura sobre literatura que sin embargo es capaz de reflejar el inmenso vacío que el escritor crea con destreza y sabiduría y que cristaliza en esa geografía literaria, Santa Teresa, rebosante de abominación y cruda realidad.
Cuatro críticos europeos unidos por una misma obsesión: la figura del escritor Benno von Archimboldi. El cuarteto se encuentra en congresos, alimenta un triángulo amoroso, desgrana historias personales y la búsqueda de Archimboldi los lleva a Santa Teresa, en el desierto de Sonora. En las restantes partes hay una mezcla de sexo y literatura, se relatan las miserias y desgracias que unen los dos lados de la frontera de México y Estados Unidos, aparece esa horripilante realidad de la cadena de mujeres asesinadas ante la indiferencia de las autoridades.
Violencia sexual y torturas sin límite, descritas con la minuciosidad de una forense. Ellas, las mujeres mexicanas violadas y asesinadas, son las muertas de un mundo globalizado, el ‘agujero negro’, insaciable devorador de muchos personajes que palpitan y mueren en 2666.
Roberto Bolaño fue un maestro habilidoso del tiempo narrativo y de las estructuras abiertas, complejas y arborescentes. En su figura y en su escritura tomaron forma la profecía de Borges: los demiurgos y los dioses optarán por el infinito, infinitas historias, infinitamente ramificadas. Los dos ejes centrales, la búsqueda de un escritor que carece de figura pública y la ciudad de Santa Teresa, que actúa como macabro telón de fondo, se abren constantemente a nuevas historias. Cuentos dentro de otros cuentos, narraciones de la más variada índole, entretejidas entre sí y que constituyen una trama que estalla en mil direcciones para ofrecernos, en una interconexión de realidad y ficción, “un retrato del mundo industrial en el Tercer Mundo, una panorámica de la frontera, un relato policial de primera magnitud”.
Bolaño murió luchando y escribiendo como afirma su amigo Rodrigo Fresán, hasta el punto de convertirse él mismo en ‘hombre obra’, porque desde mediados de los 90 sabía que su dolencia hepática era grave y por eso trabajó contra reloj, consciente de que se le agotaba el tiempo y de que su cuerpo no sería capaz de acompañarlo hasta donde su mente creativa quería llegar: escribir una inmensa novela que había comenzado en el año 2000. En su resistencia pasiva, Bolaño era consciente de que todo llega: llegan los hijos, llega la enfermedad, llega el fin del viaje. Y hablando de la frase pronunciada por Kafka el día en que por primera vez escupió sangre (los dados ya estaban echados y ya nada lo alejaba de la escritura), Bolaño reconoció que los viajes, el sexo y los libros son caminos por los que es preciso internarse y perderse para volverse encontrar o para hallar algo.
En ese mismo texto, Herralde dio noticia de 2666, la meganovela, la pentalogía que el escritor, “un desesperado escribiendo para desesperados”, había intentado concluir antes de su ingreso en el hospital en el que moriría pocos días después. No hizo falta inventar una editorial de las características aludidas arriba, porque Anagrama, su editora de siempre, acaba de publicar el manuscrito en su última versión, preparado y corregido por su albacea literario, el ex crítico de El País de Madrid, Ignacio Echevarría.
No es necesario reiterar ahora los juicios de valor sobre la figura del escritor chileno. Basta recordar que su novela Los detectives salvajes ha sido considerada por muchos críticos como la mejor ficción en español de la pasada década, y su autor, el mejor narrador después del ‘boom’. O como proclamaba Susan Sontag, Bolaño fue un escritor extraordinario que ningún lector digno de ese nombre debería perderse.
Pero es preciso sumergirse en este proyecto torrencial, hincarle el diente a sus más de mil páginas, para darse cuenta de que ‘2666’ no sólo es una meganovela, sino una obra magistral, una novela total, aunque, como el aceite, se derrame en una estructura abierta. Infinitas historias, infinitamente ramificadas, como en su día había vaticinado Borges. En un fragmento de la novela es el mismo Bolaño el que define la codiciosa pretensión de un hipertexto como el que estaba escribiendo: “Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido, no quieren saber nada de los combates de verdad” (páginas 289-290). Mas, a pesar de su carácter de novela colosal, de su estructura infinitamente ramificada, de su índole metaliteraria en muchas de sus páginas, 2666 es una obra literaria entretenida que fácilmente atrapa al lector, condición que la diferencia de otros frutos literarios escritos por algunos ‘letraheridos’ de todos los sistemas literarios.
Este libro inmenso, inconmensurable, de extensión casi infinita, sutura cinco partes que el lector pude leer de forma libre pero no independiente, ya que en el mismo hay dos epicentros situados sobre el foco de un verdadero torrente argumental. La primera parte, ‘La parte de los críticos’, la más metaliteria de las cinco, gira alrededor de un misterioso escritor alemán, Benno von Archimboldi, al que nadie ha visto, del que no hay fotografías, pero cuyo prestigio crece como la espuma. Y una ciudad, situada en la frontera de México con Estados Unidos, Santa Teresa, claro trasunto literario de Ciudad Juárez, sede maldita de una serie de asesinatos reales de mujeres acontecidos en los últimos años. Un juego borgiano, literatura sobre literatura que sin embargo es capaz de reflejar el inmenso vacío que el escritor crea con destreza y sabiduría y que cristaliza en esa geografía literaria, Santa Teresa, rebosante de abominación y cruda realidad.
Cuatro críticos europeos unidos por una misma obsesión: la figura del escritor Benno von Archimboldi. El cuarteto se encuentra en congresos, alimenta un triángulo amoroso, desgrana historias personales y la búsqueda de Archimboldi los lleva a Santa Teresa, en el desierto de Sonora. En las restantes partes hay una mezcla de sexo y literatura, se relatan las miserias y desgracias que unen los dos lados de la frontera de México y Estados Unidos, aparece esa horripilante realidad de la cadena de mujeres asesinadas ante la indiferencia de las autoridades.
Violencia sexual y torturas sin límite, descritas con la minuciosidad de una forense. Ellas, las mujeres mexicanas violadas y asesinadas, son las muertas de un mundo globalizado, el ‘agujero negro’, insaciable devorador de muchos personajes que palpitan y mueren en 2666.
Roberto Bolaño fue un maestro habilidoso del tiempo narrativo y de las estructuras abiertas, complejas y arborescentes. En su figura y en su escritura tomaron forma la profecía de Borges: los demiurgos y los dioses optarán por el infinito, infinitas historias, infinitamente ramificadas. Los dos ejes centrales, la búsqueda de un escritor que carece de figura pública y la ciudad de Santa Teresa, que actúa como macabro telón de fondo, se abren constantemente a nuevas historias. Cuentos dentro de otros cuentos, narraciones de la más variada índole, entretejidas entre sí y que constituyen una trama que estalla en mil direcciones para ofrecernos, en una interconexión de realidad y ficción, “un retrato del mundo industrial en el Tercer Mundo, una panorámica de la frontera, un relato policial de primera magnitud”.
Francisco Martínez Bouzas
[Texto publicado en el periódico
El País de Cali, Colombia, el día 6 de febrero de 2005]
Roberto Bolaño |
Fragmento
“En junio murió
Emilia Mena Mena. Su cuerpo se encontró en el basurero clandestino cercano a la
calle Yucatecos, en dirección a la fábrica de ladrillos Hermanos Corinto. En el
informe forense se indica que fue violada, acuchillada y quemada, sin
especificar si la causa de la muerte fueron las cuchilladas o las quemaduras, y
sin especificar tampoco si en el momento
de las quemaduras Emilia Mena Mena ya estaba muerta. En el basurero donde fue
encontrada se declaraban constantes incendios, la mayoría voluntarios, otros fortuitos,
por lo que no se podía descartar que las calcinaciones de su cuerpo fueran
debidas a un fuego de estas características y no a la voluntad del homicida. El
basurero no tiene nombre oficial, porque
es clandestino, pero sí tiene nombre popular: se llama El Chile. Durante el día
no se ve un alma por El Chile ni por los baldíos aledaños que el basurero no
tardará en engullir. Por la noche aparecen los que no tienen nada o menos que
nada. En México DF los llaman toporochos, pero un toporocho es un señorito
vividor, un cínico reflexivo y humorista, comparado con los seres humanos que
pululan solitarios en pareja por El Chile. No son muchos. Hablan una jerga difícil
de entender. La policía preparó una redada la noche siguiente al hallazgo del
cadáver de Emilia Mena Mena y sólo pudo detener a tres niños que rebuscaban
cartones en la basura. Los habitantes nocturnos de El Chile son escasos. Su
esperanza de vida, breve. Mueren a lo sumo a los siete meses de transitar por
el basurero. Sus hábitos alimentarios y su vida sexual son un misterio. Es
probable que hayan olvidado comer y coger. O que la comida y el sexo para ellos
ya sea otra cosa, inalcanzable, inexpresable, algo que queda fuera de la acción
y la verbalización. Todos, sin excepción, están enfermos. Sacarle la ropa a un
cadáver de El Chile equivale a despellejarlo. La población permanece estable:
nunca son menos de tres, nunca más de veinte.”
(Roberto Bolaño,
2666, páginas 466-467)
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