Julio Llamazares
Editorial Seix Barral, Barcelona, 2013, 165 páginas.
Con una extraordinaria edición
conmemorativa que incluye un prólogo de Julio Llamazares y el DVD documental Ainielle, con la intervención del autor,
José Sacristán y escenas de la adaptación teatral, Seix Barral celebra el
vigésimo quinto aniversario de la
publicación original en 1988 de una verdadera joya de la literatura española
del pasado siglo, La lluvia amarilla
de la autoría de Julio Llamazares, convertida hoy en una novela de culto, en un
long seller, en una narración poética que honra a un idioma
y que convirtió al escritor leonés en un clásico moderno. Se ha escrito que la
obra de Julio Llamazares es un gran glosario de la soledad y por mi parte
osaría afirmar que La lluvia amarilla
es el calidoscopio que la proyecta de forma simétrica y agigantada hasta el
infinito.
El abandono, la desolación, la locura y la
muerte, entre ese viento suave proveniente del río que con las hojas de otoño
anega al pueblo abandonado de Pirineo aragonés y lo hiela con la blancura
eterna de la nieve invernal, tienen en esta novela la máxima expresión, un
verdadero paradigma convertido en arte literario. Completamente abandonado en
1970, las casas de Ainielle resisten a pesar de las inclemencias del tiempo, el
musgo y las zarzas que pudren o colonizan sus paredes.
En una de ellas Andrés, de Casa Sosas,
narrador-personaje, tiene su morada y desde ella nos va acercando, a través de
un impresionante monólogo, a cada una de las historias de soledad, abandono y
alucinación, a las puertas de una muerte
anunciada a partir del capítulo 10. Sus experiencias vitales del pasado
(décadas de los cincuenta y sesenta), los habitantes de Ainielle desaparecidos,
que murieron o desertaron de la soledad, la lluvia destructora que avejenta las
casas y las almas, su visión de Ainielle que, sumida en el abandono y en el
olvido, semeja un cementerio. Ahora, en la última noche que precede a la
agonía, el protagonista nos señala que se quedó completamente solo, condenado a
roer su memoria y sus huesos desde hace casi diez años, como un perro
loco. Y allí, en Ainielle, entre la
lluvia amarilla de las hojas caídas en otoño y las ventiscas heladas que colman
el pueblo de silencio y desamparo y el óxido y el polvo de los años, construye
sobre recuerdos “las pesadas paredes del olvido”, realizando trabajos inútiles para no volverse loco antes de tiempo.
Andrés recuerda y narra cando la muerte
ronda ya la puerta de su cuarto y el aire va tiñendo poco a poco sus ojos de
amarillo. Por consiguiente, Julio Llamazares yergue la estructura de sus novela
mediante una gran analepsis, recuperadora de las pesadillas del pasado. Mas en
el ir y venir del hilo narrativo, y a
pesar de que toda la novela es un desolado balance de la soledad del
protagonista-narrador, podemos diferenciar una estructura dual: una primera
parte hasta el capítulo 10 dominada por la sensatez de un hombre solo que recupera
las historias del pueblo y su situación personal; y la segunda, a partir de esa
línea divisoria, en la que la muerte, “esos pasadizos abisales e infinitos de
la muerte” (página 129), comienza a visitarle en forma de alucinaciones:
vuelven sus muertos (su hija, Sabina su mujer, su madre).
Las
alucinaciones continúan proyectándose en visiones sobre el pueblo abandonado:
el agua es amarilla igual que el cielo, el lamento infinito de los muertos que habitan
las cocinas, recorren todo el ambiente. La locura prosigue depositando en su
alma sus larvas amarillas, haciéndole presente su propia muerte como una sombra
sentada en el fuego al lado de las de sus muertos y anunciada por la lluvia
amarilla que llega al final del varano cuando marcha el último vecino: “Pero de pronto, hacia las dos o las tres
de la mañana un viento suave se abrió paso por el río y la ventana y el tejado
del molino se llenaron de repente de una lluvia compacta y amarilla. Eran las
hojas muertas de los chopos, que caían, la lenta y mansa lluvia del otoño que
de nuevo regresaba a las montañas para cubrir los campos de oro viejo y los
caminos y los pueblos de una dulce y brutal melancolía (…), aquella era la
lluvia que oxidaba y destruía lentamente, otoño tras otoño y día a día, la cal
de las paredes y los viejos calendarios, los bordes de las cartas y de las
fotografías, la maquinaria del molino y de mi corazón” (página 96).
Novela pues que tematiza muchas cosas
esenciales: el universo rural y su abandono, el fluir inexorable del tiempo como
el río equívoco y melancólico al principio, precipitado a medida que los años
pasan, el mito de los fantasmas y espectros del pasado, la condición social del
ser humano (por eso hiere tanto la soledad). Y, definitiva, la condición humana
en su integración con la naturaleza.
Si es verdad lo que de de la obra de Julio Llamazares se ha dicho-que es un
diccionario sobre la soledad-, La lluvia
amarilla es una gramática de metáforas.
Las hay de todos los colores y muy originales (“el diluvio de la muerte”, “las
ciénagas del tiempo”, “vapor de la memoria”, “la larga e inmensa noche del
tiempo”…), pero es el color amarillo el que cobra un especial relieve,
funcionando, como se ha dicho, como elemento paradigmático de la narración.
Basándose en la tradición que llega de los tiempos medievales, el autor erige
el amarillo como imagen de la locura, la tristeza, la destrucción, la
podredumbre y, en definitiva, de la muerte. Consecuente con el título, toda
reverbera de amarillo en esta novela. Su formidable carga alegórica nutre el
contorno narrativo, expresado, por otra parte, en un riquísimo lenguaje poético
que el autor pone en boca del narrador-personaje, aunque no corresponde a lo
que él debería hablar, pero es plenamente consecuente con lo que pretende el
autor: impresionar los sentidos de los lectores a través de la fascinación de
impactantes licencias poéticas, colocadas en una voz vicaria: la de Andrés, de
Casa Sosas, el último que ha guardado, de día y de noche, los caminos de
Ainielle, sin que nadie se acerque al pueblo, ahora convertido en ruinas entre
“la soledad inmensa y tenebrosa del paraje” (página 165).
Francisco
Martínez Bouzas
Julio Llamazares |
Fragmentos de la novela e imágenes de
Ainielle
“Pronto
llegó noviembre con su pálido aliento de lunas y hojas muertas. Los días fueron
haciéndose más cortos cada vez y las interminables noches junto a la chimenea
comenzaron a sumirnos poco a poco en un profundo tedio, en una pétrea y
desolada indiferencia contra la que las palabras se deshacían como arena y en
la que los recuerdos daban paso casi siempre a inmensas extensiones de sombra y
de silencio. Antes, cuando aún estaban Julio y su familia (y, antes aún, cuando
Tomás todavía no había muerto y sostenía tenazmente en solitario la vieja casa
y la memoria de Gavín), nos reuníamos todos en una de las casas, junto a la
chimenea, y, allí, durante largas horas, mientras la nieve y la ventisca gemían
en lo alto del tejado, pasábamos las noches del invierno contándonos historias
y recordando personas y sucesos, casi siempre de otro tiempo. El fuego,
entonces, nos unía más que la amistad y que la sangre. Las palabras servían,
como siempre, para ahuyentar el frío y la tristeza del invierno. Ahora, en cambio, a Sabina y a
mí, el fuego y las palabras nos volvían más distantes, los recuerdos nos hacían
cada vez más silenciosos y lejanos. Y, así, cuando llegó la nieve, la nieve
estaba ya, desde hacía mucho tiempo, en nuestros propios corazones.”
La luvia amarilla en Ainielle |
…..
“Yo
he vivido día a día, sin embargo, la lenta y progresiva evolución de sus ruina.
He visto derrumbarse las casas una a una y he luchado inútilmente por evitar
que ésta acabara antes de tiempo convirtiéndose en mi propia sepultura. Durante
todos estos años, he asistido impotente a una larga y brutal agonía. Durante
todos estos años he sido el único testigo de la descomposición final de un
pueblo que quizás ya estaba muerto antes incluso de que yo hubiese nacido. Y
hoy, al borde de la muerte y del olvido, todavía resuena en mis oídos el grito
de las piedras sepultadas bajo el musgo y el lamento infinito de las vigas y
las puertas al pudrirse.”
…..
“Lentamente,
las horas van pasando y la lluvia amarilla va borrando la sombra del tejado de
Bescós y el círculo infinito de la luna. Es la misma de todos los otoños. La
misma que sepulta las casas y las tumbas. La que envejece a los hombres. La que
destruye poco a poco sus rostros y sus cartas y sus fotografías. La misma que
una noche, junto al río, entró en mi alma para no volver ya nunca a abandonarme
el resto de los días de mi vida.
Día
a día, en efecto, a partir de aquella noche junto al río, la lluvia ha ido
anegando mi memoria y tiñendo mi mirada de amarillo. No sólo mi mirada. Las
montañas también. Y las casas. Y el cielo. Y los recuerdos que, de ellos, aún siguen
suspendidos. Lentamente, al principio, y, luego ya, al ritmo en que los días
pasaban por mi vida, todo mi alrededor se ha ido tiñendo de amarillo como si la
mirada no fuera más que la memoria del paisaje y un siempre espejo de mi mismo.”
(Julio Llamazares, La lluvia amarilla, páginas 28, 90, 141)
Muy bien presentado!
ResponderEliminarGran libro...