Gregorio Casamayor
Acantilado, Barcelona 2018, 317 paginas.
En una breve página introductoria de apenas
diez líneas, resume el autor la sinopsis y alguna de las características de
esta novela que no me resisto a no reproducir: “Esta novela narra el ir y venir de Tomás Sepúlveda: cincuenta y cinco
años, prejubilado, casado pero menos, dos hijos en la distancia, el padre en
una residencia. Casi un estereotipo,
aunque espero que os resulte familiar conforme lo vayáis conociendo. Solo soy
responsable de dotarlo de una biografían y un entorno, y quizá del arranque
para encontrar el tono adecuado para su voz. Una vez puesto en la calle, Tomás
Sepúlveda ha escogido su propio camino. Éste es un libro de vida, se inicia el
29 de febrero de 2012 y finaliza en
octubre de ese mismo año.”
Siete meses en la vida de Tomás Sepúlveda que, en efecto, nos resulta
familiar porque el contenido y el
desarrollo estructural de Los días rotos
encajan con la forma de vivir y con las interioridades de tantos hombres y mujeres que vegetan en formas de vida muy
similares a la del protagonista. Por eso Tomás Sepúlveda es estereotipo.
Prejubilados a los cincuenta o cincuenta y tantos años, que no saben qué hacer
con sus vidas. La rutina diaria convierte sus jornadas en días rotos. Pero
Gregorio Casamayor solamente revela lo habitual, lo que les sucede cada día a
todos los humanos. Y lo hace en forma de diario, aunque con ciertos saltos en
el tiempo; con la hechura de mensajes aparentemente, pero que realmente no lo
son. Lo que escribe el autor es una interpelación a la actual sociedad que
somete a los seres humanos, en el páramo de la soledad, a sus engranajes
macabros, sobre todo cuando alcanzan una determinada edad.
A partir del 29 de febrero de 2012, Tomás
Sepúlveda -así se llama el protagonista prejubilado casado (“aunque menos”) y
con dos hijos, inicia una penosa travesía de días, más que de rutas y carreteras,
cuyas claves ya las anuncia el protagonista en la anotación del primer día:
renuncia a hacer las compras una vez por semana, opta por las marcas blancas,
renuncia a la autocaravana con la que pensaba recorrer el mundo en compañía de
su mujer, le llueven las demandas para atender a su padre, sin estar separado
no vive con su mujer -ella también cuida a su madre-, y llega a concebir su
matrimonio por ese motivo como otra marca blanca. Y ni siquiera se considera un
eslabón en el río de la vida
Se reconoce aprensivo, neurótico, maniático.
Tras la euforia de los primeros días de la prejubilación, estos se le comienzan
a atragantar. Convierte el cuidado de su padre, internado en una residencia,
que vive más en el pasado que en el presente, en su misión en la vida.
Y junto al recuerdo de sus días rotos,
atenazados por el pánico, narra retazos de su vida. Su mujer cualquier día será
su ex mujer, un hecho que le da ánimos para tirarle los tejos a Estrella, la
colombiana enfermera que suele cuidar a su padre y preferida por este. Porque
su vida matrimonial es abominable: lugares comunes, silencios opacos, miradas
huidizas. Se pasan días sin una sola llamada y cuando la hay apenas llega al
minuto.
Su drama es que en todo el día no tiene nada
que hacer. Su único consuelo es Estrella, mas con ella pasa de la pasión a la
rutina. A Merche, su todavía mujer, la oye pero ya no la escucha. Y llega a
pensar que nuestro estado natural es la infelicidad, sobre todo en su caso, con
cincuenta y cinco años y un ego lastimado.
En la novela tiene una importancia capital
el problema con los hijos. Pero revelar el desenlace sería imperdonable. Pero
es posiblemente el final más coherente que el autor pudo hallar para este
relato.
En la novela introduce Gregorio Casamayor un
abundante material, concerniente no solo a ese largo o corto recorrido que
conduce a la vejez, pese al caudal de afecto y sexo al que le arrastra la
enfermera Estrella. Hay críticas muy duras sobre la situación socioeconómica:
“Hemos sido adiestrados como perros falderos, (…) ya no somos trabajadores sino
solo obedientes consumidores en horas bajas, (…) tampoco somos ciudadanos, solo
votantes”.
El autor ha logrado con un estilo pseudoconfesional, aunque todo sea ficción,
un texto sumamente adictivo. Y no es la incertidumbre ante el desenlace lo que
atrapa al lector; es el relato melancólico de una vida, con sus traumas, con la
separación de abuelos, padres, hijos, marido y mujer. Tomás Sepúlveda todo lo
ha levantado con mucho esfuerzo en una época muy dura, pensando ser feliz
cuando lleguen los años plácidos. Pero finalmente el único logro es la
desolación.
Novela adictiva, reitero, pero muy dura. Una trama
realmente realista sobre las facturas que pasa la vida cuando esta está privada
de anclas. Lenguaje directo y al miso tiempo cercano que nos hace temblar el pulso,
sin que acontezca nada extraordinario. Solamente una vida muy cotidiana, rutinaria,
pero no necesariamente plena, tanto e la existencia del protagonista como en la
de los restantes actantes, quizás un poco planos, pero en general bien construidos.
Libro muy lúcido y a la vez muy pesimista, pero no esconde la realidad.
Francisco Martínez
Bouzas
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