Valentín Roma
Editorial Periférica, Cáceres, 2017, 267 páginas
La novela, proteica y abierta por
naturaleza, es el reino de la libertad tanto de contenido como de forma, como
en su día subrayó un reputado estudioso de la narratología, Darío Villanueva,
actual director de la Real Academia Española. Valentín Roma (Ripollet, 1970) lo
sabía o presentía al delinear la fórmula de su primera novela, El enfermero de Lenin, una pieza
narrativa en la que el autor hace uso de múltiples herramientas y de una trama
fragmentada que se levanta sobre múltiples imputs,
puertas, referencias, imágenes o incluso lagunas como el escritor las llama
en alguna ocasión. Mas todo ello alrededor de un núcleo diegético no oculto
sino visible. El protagonista y voz narrativa que lo hace en primera persona,
nos introduce en su propia historia de trasterrado y desclasado y en la de su
padre, obrero e hijo de agricultores inmigrantes desde La Mancha a Cataluña. El
padre, tras una operación rutinaria, se volvió loco durante veintiún días, en
agosto de 2011. Y en ese estado demente, aseguraba ser Lenin y exigía que, como
tal, lo trataran en la clínica de la localidad manchega donde se recupera.
Entre otras excentricidades requería que las medicinas que le suministraban
llevasen escrito el nombre de Vladímir Ilich Uliánov.
La novela, una fábula moral, estética y
política, relata en el formato de diario las peripecias y circunstancias de la
estancia del padre en el centro hospitalario hasta que, en una de las últimas
tardes de agosto, recobró la cordura, volvió a ser él mismo y la ofuscación de
su cambio identitario desapareció de su mente. Padre e hijo, Lenin y su
“enfermero”, llenan con sus historias buena parte del contenido de la novela, y
a través de ellos el lector percibe el contraste entre el mundo culto y
académico del hijo -al final de la narración el hijo confiesa que acaban de
comunicarle que ha ganado una plaza de profesor universitario en Barcelona- y
el de los padres inmigrantes poseedores de una cultura rudimentaria
(“…parecemos el trofeo del sistema educativo burgués. Sin embargo, aunque no lo
decimos, en nuestras casas nadie tiene libros ni bibliotecas familiares, es
más, nuestros padres siguen firmando con la misma letra del parvulario”, página
14).
Los delirios del padre arrastran al hijo al
que llama Velodia, diminutivo del niño Lenin antes de su bautizo. Y el hijo,
prácticamente prisionero de los pasillos interminables y de la habitación de la
clínica, considera su situación como un destierro de verano en el que no
obstante reparará la biografía de un ser humano acompañándole durante tres
semanas en sus alucinadas quimeras,
aunque no carentes a veces de coherencia. Y algo más: reparación de los errores
de la propia ideología de un desclasado. Subsana así mismo el pasado con nuevos
diagnósticos y delirios postales con preguntas grotescas a los vecinos del
pueblo. Y repara también la utopía revolucionaria cuando el tiempo de las
revoluciones parece otro tiempo y de otra gente. Los desvaríos paternos los
aprovecha el autor para desacralizar la política y la lucha de clases, reducida
por ciertos políticos a eslóganes. Y lo hace al margen de cualquier épica
ideológica, contando simplemente una historia.
Valentín Roma yergue y sustenta la novela
alternando capítulos en los que el hijo se encuentra en la clínica y reproduce
los ensueños del padre y acontecimientos en los que el progenitor es sujeto
pasivo o activo, con otros en los que rescata experiencias del pueblo, una “exhumación
del tótem de la melancolía”, las relaciones paterno-filiales, el
desclasamiento, teorías políticas, escenas que suceden fuera de la clínica, y
momentos puntuales, decisivos algunos, otros anecdóticos de la revolución
bolchevique: las migrañas de Lenin que le inspiraron dos de sus obras más lúcidas:
Tesis de abril y El Estado y la Revolución, lo que provoca en el narrador este
interrogante: ¿qué habría sido de la Historia sin las jaquecas de Lenin?; la
reconstrucción del viaje en tren de Lenin junto con su esposa Nadia Krúskaya y
una treintena de bolcheviques desde Zurich hasta Petrogrado; el empeño de
Vladímir Ilich Uliánov en diseñar desde su lecho hospitalario el organigrama y
andamiaje de la revolución. Y otros episodios de la historia bolchevique como el debate sobre pintura entre Diego
Rivera y Varvara Stepánova en la cena de gala en el Palacio de Invierno, el 13
de enero de 1927 con motivo del décimo aniversario de la revolución. O el
juicio celebrado por los bolcheviques acusando a Dios de crímenes contra la
humanidad; en el fondo un impensado reconocimiento de la existencia divina.
No faltan en esta novela fragmentada,
producto legítimo de la dispersión, analepsis que recuperan episodios de la
adolescencia del hijo, curiosas fantasías infantiles como la de estar preso;
sus primeros trabajos en los que mostró una “encomiable” y tolerable ineptitud.
Referencias así mismo a lo que ocurría en España fuera de la clínica como la
celebración de La Jornada Mundial de la Juventud de 2011. Y sobre todo, juicios,
teorías y opiniones sobre arte contemporáneo, comentarios sobre música, cine y
autores y libros que dotan a la novela de un cierto carácter intertextual en
sentido ampliado y una clara tonalidad didáctica.
Literatura de “hijos de emigrantes” como ha
señalado el editor de Periférica, Julián Rodríguez, que no abunda precisamente
en la narrativa española; levantada con una arquitectura original, aunque cada
día más frecuentada, y un estilo de prosa que, con naturalidad, aborda desde
cuestiones filosóficas hasta rutinas hospitalarias, rotas y aderezadas por el
humor y los delirios de un loco transitorio.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Algunas
tardes, cuando me libero varias horas de la clínica, paseo con mi prima por las
calles ahora asfaltadas de nuestra niñez que suelen desembocar en terrenos
baldíos. Las ruinas del capitalismo también han llegado hasta aquí, de modo que
vemos viviendas demasiado ambiciosas que nunca se terminaron, cuya estructura
parece la osamenta de un animal picoteada por el viento y el calor. Pronto se
celebrarán las fiestas de verano y hay señores sacándole brillo a los coches
ante las puertas de sus casas. La mayoría viste solo un pantalón, pero en lugar
de una azada o una manguera con la que regar sus huertos urbanos tienen entre
los dedos un botellín de cerveza.”
…..
“Esto
pasa en las novelas y también pasa aquí. Lenin me pidió ir al lavabo porque
tiene la barriga revuelta. Se sienta en la taza y tras unos minutos entro y lo
veo intentando limpiarse. Cojo la esponja que nos dejan cada mañana y abro sus
piernas para ayudar, «qué apuro que
tengas que hacer esto», me dice.
¿Cuántas veces tuviste que hacerlo tú, cuando yo era pequeño?, le respondo. Y mira
qué bien hiciste de vientre, es la primera vez en mi vida que digo esta expresión
suya. «Tengo ganas de
irme a casa, Volodia. Tengo muchas ganas de ver a tu madre.»”
…..
“Lenin
considera que el sistema jerárquico del hospital reproduce, a pequeña escala, las
purgas, los vicios y las desigualdades del capitalismo. Dice que los becarios latinoamericanos
que hacen prácticas en el mes de agosto son una prueba palpable de hasta dónde pervive,
hoy, la explotación colonial.
Respondo
que estoy absolutamente de acuerdo y con ello me gano el segundo gesto desdeñoso
del día, «el acuerdo es
una figura expresiva propia de los discursos totalitarios, la discrepancia es el
único procedimiento que el pueblo tiene para automodelarse.»”
(Valentín Roma, El
enfermero de Lenin, páginas 49-50, 167, 226)
Muy interesante ...
ResponderEliminarInteresante libro, una atmósfera donde el humor va de la mano de la locura. Gracias por el privilegio de leerte, siempre nos atrapas con tus magníficas reseñas. Gracias. Un abrazo.
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