Stefano Benni
Traducción de Sofía González Calvo
Editorial Lengua de Trapo, Madrid, 224 páginas
(Libros de fondo)
En la casa de los Minardi,
junto con la vecina Mariella, se apiña la entera tribu familiar para ser
espectadores, felices y ufanos del primer gran momento de la democracia
televisiva. Limpia la pantalla del televisor, la foto del matrimonio encima del
aparato. Todos alegres y salerosos porque papá va a salir en la televisión, y
están seguros de que hará un magnífico papel en la retransmisión en directo del
primer procedimiento judicial terminal que Augusto Minardi logró al serle
conmutada la cadena perpetua por la
silla eléctrica. Dieciseis millones de espectadores están siguiendo la
transmisión de este verdadero hito de la soberanía popular. El señor Minardi
pretende dar buena imagen, pero se olvidó de llevar los dientes.
El director del colegio recrimina a un
alumno de doce años por no tener moto, ni adhesivos, ni gadgets, ni pintadas en
la mochila. La profesora, a su vez lo somete a un examen de literatura, pero
las preguntas, en realidad, son sobre programas televisivos, tipo Gran Hermano. Como deberes, los alumnos
deben aprender de memoria el telediario en las seis horas de televisión, de
visión obligatoria cada día.
El doctor Adattati, carrera de camaleón e
instinto ovejil, tiene una sola idea en la vida: no tener ideas, adaptarse como
una lapa a las ideas de sus superiores. Pero, hete aquí su infortunio, porque
llega un nuevo director que es igual que él: nunca tuvo ideas propias.
En el palacio de las nueve maravillas, las
ofertas de sexo hipervirtual son múltiples y variadas. Embutidos en
pornopijamas se puede simular todo, cualquier éxtasis erótico, poseer a
cualquier criatura y de cualquier manera (hacerlo incluso con Moisés), siendo
ese sexo más real que la propia realidad. En el palacio de las nueve maravillas
se prostituye a impúberes, mas ¡fuera preocupaciones ético-sociales!, porque
por cada niño o niña envilecidos hay un asistente social.
Vivían todos en un valle tan hermoso que muy
pronto suscitaron el afán de los compradores que adquirieron todos los terrenos
para hacer anuncios al natural en un escenario privilegiado. Simplemente substituyen
a los habitantes del valle por actores que realizan su papel. Y al padre que no
es demasiado atractivo ni hermoso, le encomiendan, a pesar de todo ello, el
papel de espantapájaros del espantapájaros.
Y así, y de esta guisa e injertando su
escritura en la tradición satírica universal, Stefano Benni (Bolonia, 1947),
realiza en La última lágrima un sutil
ajuste de cuentas con el “imperio cultural posmoderno”, asentado y triunfante
en la Italia de nuestros días, pero que, sin grandes cortapisas, se podría
trasplantar a cualquier otra geografía de los países desarrollados, en los que
prima el espectáculo, todo es falso, hipervirtual (incluso la bandada de patos
incluida en el precio de las fantasías de sexo virtual). Abundan las
idolatrías, los poderes mafiosos, mas también el imperio del karaoke.
Un epítome de veintisiete historias guiadas por el común denominador de
poner en solfa, a través de relatos escritos con gran finura, a la Italia
servil, caprichosa, hipocondríaca, en la que todo vale; y dominada por los mil
estímulos de la sociedad y de la tecnología contemporáneas. Stefano Benni nos
ofrece, sin ninguna duda, un mosaico carnavalesco y corrosivo de la Italia
contemporánea. Del granero de su crítica está, sin embargo, ausente la risotada
fácil y jaranera, substituida por un florilegio de relatos esperpénticos,
entretejidos con gran habilidad, con circunloquios, ironías e hipérboles
congruentes, comedidas y controladas siempre por la inteligencia. Nadie se
salva. Ni la Italia “berlusconiana”, ni la Nueva Derecha con sus pitonisas de
aristocracia negra, “vestidas de Orsace”. Tampoco el enjambre de radicales e
izquierdistas de pacotilla que comulgan con el mismo credo: el dogma
televisivo. En definitiva: el hábil retrato de una periferia y de los monstruos
que la habitan, inmersos de lleno en el reino de la posmodernidad.
Stefano Benni mezcla hábilmente pequeños
microrrealtos cimentados en el ingenio y en la imaginación, con otros de
amplitud diversa y con tramas perfectamente trenzadas. Una muestra refinada de
los primeros es el relato “El rey moro”, un microrrelato de apenas ocho líneas
en el que un rey se olvida de que es un rey de ajedrez y entonces el caballo lo
come. Los segundos pueblan prácticamente la totalidad de las páginas de La última lágrima. Un libro sencillo, de
lectura fácil, entretenido, sin demasiados ornatos estilísticos, pero que usa la
lengua para diseñar un esperpéntico mural del mundo hipócrita contemporáneo.
Francisco Martínez Bouzas
Muy interesante...
ResponderEliminar