Concita De Gregorio
Traducción de Francisco. J. Ramos Mena
Editorial Anagrama, Barcelona, 2017, 167 páginas.
En la clave de este libro se yergue una
pregunta crucial: ¿es posible superar el terrible dolor por la desaparición de
dos hijas y volver un día a ser feliz? Y un punzante rechazo de la pobreza de
los idiomas modernos por la carencia de ciertas palabras. Existen palabras como
viudo, huérfano, huérfana, uxoricida, parricida, infanticida. Pero hay una
palabra que falta. “El progenitor que pierde a un hijo. No que lo mata: que lo
pierde. ¿Cómo se llama, cómo se dice, quién es aquel a quien se le ha muerto un
hijo? ¿Qué lugar ocupa en la historia? Falta la palabra, falta la palabra.
Carencia, ausencia. ¿Quién la ha borrado?, ¿cuándo?, del diccionario italiano,
francés, alemán, español, inglés. Y, además, ¿por qué?” (página 161).
La búsqueda de respuestas a esta pregunta y
a este grito desesperado de una madre nutre la trama de Mi sa che fuori è primavera, el primer libro de Concita De Gregorio
(Pisa, 1963) traducido al español y basado en hechos reales, porque Irina
Lucidi, la protagonista, existe, y sus
dos hijas Alessia y Livia, hechas desaparecer por su padre antes de su suicidio
el 3 de febrero de 2011, existen o existieron, aunque jamás se ha vuelto a saber nada de ellas. Solamente lo que cabe
entrever en la nota que el suicida le dejó a su mujer Irina: “Las niñas no han
sufrido, jamás volverás a verlas.”
A partir de una conversación que se prolongó
durante siete días entre la escritora y periodista e Irina Lucidi que acude a
la escritora solo para ser escuchada, Concita de Gregorio escribe un libro basado una vez más en hechos reales. Esa
irresistible irrupción de la realidad en la ficción de la narrativa
contemporánea que está ampliando el concepto de novela desembocando en la
novela-verdad, hasta el punto de que ya abiertamente Delphine de Vigan tituló
su última novela precisamente con una apelación a la realidad: Basada en hechos reales. Sin embargo, Parece que fuera es primavera es un
relato novelesco, una invención literaria, basada sí en acontecimientos que
sucedieron, entresacados de un encuentro
promovido por la madre que no tiene palabras para nombrar la ausencia de sus
hijas, pero que abriga la esperanza de poder afrontar su trauma gracias al
poder de la literatura, del bálsamo terapéutico de las palabras.
El
libro está construido a base de fragmentos, -casi como un puzle, admite la
autora-, porque también de trozos, de piezas suelta está hecha la vida de la
protagonista: las cartas con las que la escritora entra en la vida de Irina
Lucidi: las cartas a la abuela Karla, en las que le confiesa que hace falta ser
feliz para hacer frente al dolor inconcebible, y que su nueva pareja, el
granadino Luis, la hace muy feliz, pero que se siente culpable de volver a
serlo; a la psicóloga de la pareja que daba la impresión de retener únicamente
las razones del marido; a la jueza que ha decidido archivar la causa sin tener
la certeza de haber recorrido todos los caminos para esclarecer la verdad de
los hechos; más bien la culpa a ella por haberse separado de su esposo Mathias;
a la profesora de las niñas solicitando inútilmente los cuadernos y trabajos de
sus hijas; a la conservadora del registro civil de Kenosha (Wisconsin)
implorando que le facilite un documento que le constate la identidad de la
bisabuela a la que también le arrebataron a su hija, la abuela Mayme, y no la
volvió a ver jamás. Todo se repite: el diseño y el destino.
Y en paralelo a las cartas, recuerdos,
listas de palabras, pequeños retratos, esbozos de sus hijas, de la niñera
Dolores, maternal con Alessia y Livia, en indescifrable sintonía con Mathias,
pero alejada de Irina, especialmente en los días de búsqueda. Del padre,
autoritario y colérico, pero un buen hombre que, cuando desaparecen las niñas,
la sacude y le dice: “tú no te mueras”; de Norma, la suegra, dura y mortífera,
mas sin dejar de sonreír.
Pero
el núcleo central de la novela, lo ocupa Mathias y la común relación con Irina.
Ella, abogada de una multinacional del tabaco en la que goza de un gran
prestigio; embarazada a los treinta y cinco años, se casa con Mathias, suizo
alemán que trabaja en la misma multinacional que ella. Lo hace por no llevarle
la contraria, sin estar exactamente enamorada. Pronto es consciente de que nada
encaja. Mathias rebosa de prejuicios racistas contra los italianos, es violento
con sus silencios, maníaco del orden, con una personalidad psicorrígida: llena
la vivienda familiar con instrucciones
escritas en post-its, destinadas a Irina sobre cómo debe realizar las
acciones más naturales. Por ejemplo: “abre la nevera, coge la leche y échala
encima de los cereales, no al revés.” Manipulador con las niñas tras la
separación. Con la suficiente sangre fría y rigidez emocional para suicidarse y
hacer desaparecer a sus hijas de seis años a las que ciertamente adoraba,
mediante una escenificación fría, aterradora y calculada: aparca el coche en la
estación, se tumbó en las vías y dejó que el tren lo arrollara. Irina no
volverá a ver a sus hijas. La nada
absoluta. Mathias culpará a Irina de la muerte de las gemelas por la ruptura del
matrimonio.
Mas en un libro tan despiadado como
desgarrador que traza realmente la medida áurea del dolor de una madre que ha
perdido a sus hijas sin siquiera saber si están muertas, se tematiza igualmente
aquellas fuerzas que nos hacen sobrevivir a la ausencia de los seres amados, al
dolor amplificado de la pérdida de un hijo. La novela de Concita De Gregorio
transmite en ese sentido múltiples mensajes: el dolor por sí solo no mata, no
se debe olvidar pero tampoco enloquecer con el recuerdo; es preciso escuchar
los sonidos porque el amor por los hijos tiene sonido; detrás de las penumbras
siempre luce la luz, tras el invierno llega la primavera.
Ese dolor que cada día aflige a miles de
personas que pierden un hijo, inexpresable en las lenguas modernas, no es en la
escritura de Concita De Gregorio el típico recorrido por los trayectos del
duelo. Son por supuesto las hijas perdidas las que dan sentido a la narración.
Y, a pesar de que frente a la pérdida, posiblemente definitiva, no existen
antídotos, la voluntad de superación de la protagonista y el buen hacer
narrativo de la autora cuyo estilo, en muchas secuencias poético, no se regodea
en el sufrimiento de la madre, hacen que el dolor derive, no en una catarsis,
tampoco en el sentimentalismo lacrimógeno, sino en un verdadero viaje de las
tinieblas a la claridad. Todo ello discrimina la buena literatura que Concita
De Gregorio es capaz de transmitir en este libro de la empatía sentimental que
podemos sentir ante una pérdida, pero que sin embargo no puede medir la calidad
de una narración.
Francisco
Martínez Bouzas
Concita De Gregorio |
Fragmentos
“Me
he sentido muy culpable de volver a ser feliz, abuela. Era como si todos me
dijeran: cómo puedes olvidar, cómo puedes dejar atrás lo que te ha pasado, cómo
puedes irte de vacaciones, tomarte una copa de vino, amar a un hombre, hacerte
amar en el placer, después dormir. Cómo puedes seguir viva, en suma, y tener
ganas de seguir estando en el mundo. ¿Has olvidado a las niñas? ¿No te da vergüenza? Es como si
me dijeran que también yo he muerto, y es un escándalo que me rebele.
Pero
yo estoy viva, abuela, el dolor por sí solo no mata y yo estoy viva. Así que
tengo que vivir, porque mientras yo esté estará el recuerdo de quien ya no está
con nosotros. El recuerdo vivo: el suyo vive en los pensamientos.”
…..
“Los
hechos son sencillos, terribles y conocidos. Un domingo de enero de 2011, el
último del mes, tu marido Mathias fue a buscar
a las niñas -vuestras hijas gemelas, rubias, distintas, una rechoncha
otra delgada, con seis años recién cumplidos, guapísimas- a casa de los vecinos
donde las había dejado jugando. Aquel fin de semana estabais separadas, las
niñas estaban con él. Más o menos a la una se asomó al jardín de los vecinos
donde las había enviado a jugar, las llamó. Ellos, los vecinos, les dijeron
rápido, niñas, que papá os llama: vamos, es hora de comer. Alessia y Livia
corrieron a su casa. A partir de aquel momento desaparecieron. Él se marchó en
coche, hacia las cuatro de aquel mismo día. Con tu coche. ¿Iban ellas con él?
¿No iban? No se sabe. Las sillas del coche las tenía tú. Los peluches sin los
que las niñas nunca se acostaban los encontraste en su sitio, en sus camas.
Mathias hizo un largo viaje desde Saint-Simon, el pueblo cerca de Lausana donde
vivíais, y llegó a través de Francia y luego de Córcega, en barco, hasta
Ceriñola, en Apulia. Dejó el coche bien aparcado, se fue a la estación, se
tumbó en las vías y esperó el tren. Se dejó arrollar, así se suicidó. En
aquellos cinco días de viaje te escribió: «Las
niñas no han sufrido, jamás volverás a verlas.» De Alessia y de Livia no se ha encontrado nunca el
menor rastro.”
…..
“La
palabra que falta.
El
progenitor que pierde a un hijo. No que lo mata: que lo pierde. ¿Cómo se llama,
cómo se dice, quién es aquel a quien se le ha muerto un hijo? ¿Qué lugar ocupa
en la historia? Falta la palabra, falta la palabra. Carencia, ausencia. ¿Quién
la ha borrado?, ¿cuándo?, del diccionario italiano, francés, alemán, español,
inglés. Y, además, ¿por qué?
En
alemán: falta. En francés: falta. En italiano: falta. En español: falta
(deshijado indica genéricamente aquel que ha sido privado de los hijos, pero
está en desuso). En inglés: bereaved, privado de aquel a quien se ama.
Inespecífica. A quién se ama, a quienquiera que se ame.
En
hebreo existe. Surge de la Bibiblia. Av shakul, masculino. Em shakula,
femenino. Verbo: shakal, perder a un hijo. Génesis 27, 45. Isaías 49,21.
Jeremías 18, 21. Antiguo Testamento. Existía, y se ha conservado en la lengua
moderna.”
(Concita De Gregorio, Parece que fuera es primavera, páginas 12, 80-81, 161)
Realmente interesante ...
ResponderEliminarLa trama desgarradora y muy real, ya que ¡cuántas mujeres y hombres han perdido un hijo y nunca más han sabido de él? no hay palabras que expresen el sentimiento de impotencia que viven tantas familias en todo el mundo, debido a la maldad humana. Preciosa reseña Francisco, un lujo leerte!! gracias, te dejo un fuerte y cariñoso abrazo.
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