Ricardo Vigueras
Menoscuarto Ediciones (sello de Editorial Cálamo,
Palencia, 2016, 171 páginas.
El autor de No habrá Dios cuando despertemos es un español, Ricardo Vigueras,
profesor de cultura y mitología clásica en Ciudad Juárez. Seguramente por esa
circunstancia académica y vital, su propuesta narrativa comparte un doble
marchamo en maridaje entre sí: uno es español y el otro mexicano, como sus dos
protagonistas, Victorio y Amanda. De España la novela refleja la viciosa peste
de la burocracia. Del país azteca, la convivencia con la muerte y el culto a
los difuntos.
La sinopsis de esta novela, calificada como
“distopía de ultratumba”, la resume de forma cabal el mismo autor: es la
historia de dos víctimas inocentes. Victorio fue asesinado la víspera de su
boda en el inicio de la Guerra Civil. Ella, Amanda, es una mujer violada y
desaparecida en el centro de Ciudad Juárez a finales de la década de los
noventa. Ambos se encuentran en un lugar fantasmal al que todos llaman el
Aeropuerto, un inmenso espacio del que se desconoce su forma y dimensones. En
ese lugar trabajan miles de burócratas. Y también miles de personas de
diferentes edades, clases sociales y condiciones deambulan por las innumerables
e interminables terminales aguardando a
que en las pantallas aparezca el número de su vuelo que los transportará a un
lugar del que ignoran todo. Hay expectantes
pasajeros cuya espera se dilata largos años, sin que su número, una
clave alfanumérica tatuada en la muñeca, se haya anunciado una sola vez en los
monitores. Pero la suerte de los que logran emprender el vuelo es igualmente
incierta: desconocen su destino, nadie los ha vuelto a ver.
El español Victorio y la mexicana Amanda han
resultado “elegidos”: cuentan con un billete para volar hacia lo desconocido.
Mas eso poco significa, porque hallar la terminal de donde debe partir su avión
es una ardua tarea. Habrán de recorrer, carentes de orientación, interminables
pasillos y terminales -un laberinto que recuerda los círculos infernales-,
enfrentándose a burócratas, kafkianos funcionarios diabólicos que, en vez de
ayudar, obstaculizan la marcha. Funcionarios tan repulsivos y grotescos como
Bástiabas, una suerte de salvaje macho cabrío que representa ese estar a merced
del azaroso capricho de la violencia y del poder y de las trampas que
les tienden los funcionarios del laberinto de terminales.
Periplos inútiles y azares que permiten obtener plaza en un avión, no
parecen más que bromas que gastan los funcionarios del Aeropuerto.
La novela es un ejercicio de ciencia ficción
fantástica con profundos acentos distópicos de ultratumba que transcurre en un
sucedáneo de la vida, que recibe el nombre de Aeropueto, metáfora del Hades, de
un infierno o purgatorio, por donde vagan, en su claridad lechosa, las almas de
aquellas víctimas de una muerte violenta. Están muertos pero parecen vivos y
todos persiguen ese vuelo que los llevará a ninguna parte.
Tras las páginas que, con inusitada fuerza
expresiva, describen ese mundo insólito y el angustioso peregrinaje por
terminales y trenes, en casi un eterno retorno, y en diálogos desquiciados con
funcionarios y demonios de figura repelente, un inquietante tema de fondo:
nadie es dueño de su vida ni de su muerte. Un desconocido destino, gobernado
por un incomprensible y voluble azar, nos aguarda a todos.
El autor introduce oportunas analepsis
trasladando la acción al pasado para recordar la vida y la muerte de la pareja
de protagonistas, así como de otros pasajeros que también esperan. Y crea con
maestría una insoportable atmósfera claustrofóbica, un laberinto en una región
irreal y espectral, en el que se estrella la fragilidad humana porque no somos
capaces de hallar referentes fiables. Una estructura compositiva que ordena los
capítulos a la inversa, del 17 al 0, -la
cuenta atrás que separa la vida de la muerte-, y un ritmo frenético empujan al
lector a zambullirse sin pausa en los círculos infernales que, como dice la
apóstrofe de William Dieterle que encabeza el libro, nadie conoce y a los que,
sin embargo, todos estamos condenados a ir.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“La
mayoría de las veces las pantallas informaban de aviones que no volaban a ninguna
parte, vuelos irrealizables a lugares imposibles, fantasías de un demente o e
un demonio que se burlaba de la paciencia de los hombres o mujeres varados en
el Aeropuerto. De poco servía hablar con los funcionarios. Estos aseguraban que
nuestro avión no era uno de esos vuelos inventados, sino uno de verdad, uno que
otra vez nos conduciría lejos del Aeropuerto. El único avión posible, el único
avión necesario. Amanda y yo habíamos hecho del tejido de la eternidad el
vestido con que nos cubríamos en la espera de que una de las pantallas
anunciase la terminal y la puerta de embarque de nuestro vuelo. Al fin,
prometiéndome que más tarde volvería a consultar otra vez las pantallas,
regresé de nuevo junto a Amanda.”
…..
“Entonces
era yo quien no entendía de que hablaba, y me llenaba de dudas. Dudas que no
albergaba sobre la naturaleza del lugar en el que nos encontrábamos. Era una
especie de limbo, purgatorio o infierno, pero de ninguna manera el cielo. Las
almas que vagábamos por el aeropuerto lo cuchicheaban a poco de llegar aquí.
Quizá no tan pronto, pero no pasaban muchos años hasta encontrase seguros. La
verdad se muestra elusiva en el Aeropuerto. Solo quienes habíamos podido
acceder a las dependencias interiores y habíamos visto a los funcionarios en su
hábitat natural, podíamos conocer su verdadera naturaleza. Así como el infierno
ya no recuerda a ese infierno medieval que nos enseñaban frailes y monjas, sus
antiguos demonios se han convertido en funcionarios. Interesante destino el de
los antiguos ángeles caídos. Funcionarios de un aeropuerto del que sale cada
día un avión, un solo avión que transporta varias docenas de seres hacia quién
sabe qué clase de destino.”
…..
“Si
una cosa debo agradecer a Bástiabas es que consiguió despertar antiguas emociones
que yo creía sepultadas. Miedo, ira, vergüenza y otras extinguidas
características intrínsecas a la naturaleza de ser mortal renacieron las dos
veces que tuve que enfrentarme a él en sus guaridas pestilentes. Representaba
el poder, y yo carecía de autoridad para desprenderme de esa doliente realidad.
Porque también Bástiabas me devolvió la noción de dolor. Aquella última vez me
devolvió, incluso, la noción de patetismo, lo que en vida llamamos vergüenza
ajena. Volví a sentir lástima. Lástima por Bástiabas.
Me
increpó en su habitual tono grandilocuente que me estremecía de miedo, y lo
hizo de manera telepática para referirse a mí con vocablos acostumbrados.
«¡Pequeña
carroña insignificante! ¿Progenie de una dinastía de rameras! ¡Te dije
claramente que no quería volver a verte!»”
(Ricardo Vigueras, No
habrá Dios cuando despertemos, páginas 14-15, 59, 137)
Es muy interesante el contenido del que nos cuentas. Y leyendo los fragmentos me parece de mucho valor y creo que se presta a más de una lectura; por un lado la analogía entre la burocracia del mundo real y lo irreal, por otro lado el deambular de las almas o espíritus después de la muerte, y también me lleva al desconocimiento del ser humano sobre cada hecho que ha de sucederle en la vida, cómo todo está esclavizado al azar como a un rey caprichoso que decidirá cada uno de sus actos, y cuando dice que nadie es dueño de su vida o de su muerte, es una de las posiciones de tantos estudiosos que afirman que nunca elegimos, que no somos dueños de nada. Posición opuesta a las teorías del hoy, por no decir de moda, de quienes afirman que por el contrario, siempre somos los que elegimos.
ResponderEliminarPor otra parte en lo personal, me ha sonado como si lo hubiese leído (cosa que no recuerdo), me suena conocido, el tema, el lugar, el terror de esperar ese avión que no lleva a ninguna parte. Puede ser también que la historia contada desde ese lugar fantasmal, lugar incierto y causante de un horror que se siente, se palpa desde tu comentario y desde los fragmentos, se parece mucho a mis lecturas de Lovecraft o a algunos de mis sueños nocturnos.
Como siempre, despiertas mi deseo de leer el libro.
Gracias y saludos.
Un magnífico comentario, querida Norma, que agradezco de todo corazón. Realmente tus palabras podrían sustituir a las mías en la reseña, porque aún sin leer el libro (eso creo porque no ha sido editado en América)los describes, analizas y valoras con sumo acierto.
ResponderEliminarExcelente recomendación...
ResponderEliminarMuchas gracias por la lectura, Francisco, así como por tus generosas palabras sobre mi novela. ¡Saludotes!
ResponderEliminarBuena reseña. Ya quiero leer el libro. La sensibilidad en la pluma de Ricardo Vigueras es capaz de tejer con la eternidad el vestido del ateo sin poner el peligro la magia.
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