Silvio D’Arzo
Traducción y posfacio de J.Á. González Sainz
Editorial Minúscula, Barcelona, 2016, 121 páginas.
Silvio D’Arzo fue uno de los muchos
heterónimos que, en su corta existencia, empleo Ezio Comparoni (Reggio Emilia,
1920- 1952), quizás para evadirse de sí mismo, o bien para rubricar los textos
que publicó en su juventud. Hijo de una humilde mujer soltera que soportó
grandes dificultades para salir adelante en la época más dura del fascismo
italiano, dificultades que posiblemente le proporcionaron el material
contextual para ambientar Casa d’altri
que, en la colección Micra, nos ofrece la barcelonesa Editorial Minúscula.
Ezio Comparoni se inició en la escritura en
la adolescencia con pequeños ensayos sobre sus escritores favoritos (Lawrence,
James, Kipling, Stevenson, Conrad y Hemingway). Escribiría así mismo, a lo
largo de su corta vida, relatos y alguna novela como Casa ajena, publicada póstumamente
el mismo año en el que una leucemia le arrebató la vida.
La novela fue criticada por Cesare Pavese
que la consideró demasiado puntillosa y carente de vitalidad; recibió, sin
embargo, los elogios de Giogio Bassani y
Eugenio Montale que afirmó que Ezio Comparoni era el autor de relatos
perfectos.
Y en efecto, Casa ajena es una novela breve de perfecta hechura, en la que el
autor nos traslada, con inusitada acuidad, una propuesta verista, una historia ambientada
en una pequeña aldea de los Apeninos. La narra el párroco del pueblo, un cura
que ha consumido toda su vida en Monselice, la aldea donde las cabras son las
dueñas del pueblo. Y donde la gente vive y basta. Después muere, como le hace
saber el viejo narrador, curtido en los inviernos desolados, al nuevo párroco
de Braino que le pide consejo.
Hasta que una tarde, entre las esquilas de
las ovejas y cabras, encuentra al final de un canal a una pobre mujer vieja,
lavando agachada la ropa de casa: viejos trapos o tripas. Y en las tardes
siguientes se repite la escena: “…ella allí abajo, agachada sobre las lastras
de piedra” (página 23). Cuando el invierno comenzó a apretar, la vieja
lavandera Zelinda Icci se presentó en la casa parroquial.
Se inicia entonces el desarrollo del tema de
fondo y el nudo gordiano de la narración. Porque la vieja y sufrida lavandera
llega con una pregunta perentoria. Interroga al párroco, al principio de una
forma vaga y velada, sobre la legitimidad de derogar alguna regla de la Iglesia
católica. Será una pregunta sobre el sentido de
vidas como la suya, existencias que son calvarios más que vidas, vidas
humilladas, atadas a un esclavizante trabajo. O dicho de otro modo y apelando
al título del relato: ¿cuál es la casa en la que una vida encuentra cobijo o de
la que se ve desahuciada? ¿Si esa casa no existe, la Iglesia puede dar permiso
para acabar un poco antes?
No revelaré los términos exactos de de la
pregunta; solo cabe decir que la interrogación de la vieja Zelinda toca de
lleno el valor o el desvalor ético del suicidio, un tema que se incrusta en los
más esencial de una cuestión filosófica, o teológica si se prefiere. Las
existencias humilladas de muchas personas apuntan a la absurdez del universo, a
esa “pasión inútil” de la que más tarde hablaría Jean Paul Sartre. O a la
aparente ausencia de Dios en el mundo de
la que habla el cristianismo. El párroco, solamente un cura para las fiestas
patronales y bodas, no es capaz de decir nada. Pasado el impacto de la
pregunta, le salen de la boca palabras y más palabras, recomendaciones,
consejos, cosas dichas una y mil veces, pero él mismo siente vergüenza de todas
las palabras del mundo, “réplica epocal del silencio de Dios”, como escribe en
el posfacio el traductor J.Á González Sainz.
Casa
ajena es una muestra, difícilmente superable, de que, en la brevedad de
unas pocas páginas, se pueden hallar verdaderos tesoros literarios. Casi sin
darse cuenta, el lector se halla inmerso en un asunto crucial, en una
intrigante encrucijada de tensiones y conflictos. Todo ello en una novela
dotada de una enorme carga emotiva, con una clara denuncia del papel humillado
de la mujer en la Italia de los pueblos perdidos en las cumbres montañosas, un
país que además salía de una guerra perdida. Silvio D’Arco controla con
maestría los artificios narrativos y, gracias a su peculiar capacidad de
combinar lirismo y prosa, crear imágenes abstractas y vaporosas que en una sola
línea evocan mundos reales visibles y otros ocultos y a su inmediatez
expresiva, podemos degustar en Casa ajena
una pequeña pero valiosa joya literaria que salió de una pluma joven, la de uno
de los pocos escritores italiano modernos antes de la irrupción del
neorrealismo de la posguerra.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Solo
entonces, abajo, al final del canal que corría a unos veinte metros por debajo
de mí, lavando agachada ropa de casa o trapos viejos o tripas o algo parecido,
vi a una mujer algo más vieja que yo. En torno a los sesenta, para más señas.
En
medio de todo aquel silencio y de aquel frío y de aquel color cárdeno del
anochecer y aquella inmovilidad un poco trágica, lo único vivo era ella. Se
agachaba, y me pareció que le costaba trabajo, hundía los trapos en el agua,
los estrujaba y sacudía contra una piedra: después los hundía, los estrujaba y
sacudía, y de nuevo otra vez igual. Ni con lentitud ni con prisa, y sin
levantar nunca la cabeza.
Me
detuve en el borde para mirarla. Una piedra se deslizó cuesta abajo, hasta el
agua, pero la vieja ni siquiera se percató. Solo una vez se detuvo un momento.
Se llevó una mano a la cadera, echó un vistazo a la carretilla que había dejado
en el ribazo y a la cabra que hurgaba entre la hierba: y luego volvió de nuevo
a lo suyo.”
…..
“Y
en efecto, pasado un rato, rompió a hablar.
-Levantarme
todas las mañanas a las cinco y bajar hasta el fondo del valle a coger los
trapos y al mediodía parar un momento para comer un poco de pan con aceite
sobre la hierba de un barranco: y luego subir al monte a coger la carretilla y
llegarme al canal a lavar. Hasta las seis, hasta las siete, y los lunes hasta
las nueve de la noche. Y luego cargar la carretilla y volver a casa con el
tiempo justo para comer otra vez pan con aceite y si acaso algunos berros, y
luego irme a dormir.
Respiró
con alguna dificultad. Era compresible que sintiera ya una gran pena de sí
misma.
-Y
al día siguiente lo mismo, y también al día siguiente, y todos los días del
mundo. Y sobre esto ni siquiera usted puede llevarme la contraria (…)
-Yo
tengo una cabra que llevo siempre conmigo: y la vida que yo llevo es la misma
que la suya, tal cual. Va al fondo del valle, vuelve a subir al mediodía, se
para conmigo delante del barranco, y luego la llevo al canal, y cuando me voy a
dormir se va a dormir también ella. Y ni siquiera tocante a la comida hay mucha
diferencia, porque ella come hierba, y yo berros y lechugas, y la diferencia es
solo de pan. Y encima dentro de nada yo ya no podré comer ni siquiera eso…Igual
que yo. Esa es la vida que yo llevo: una vida de cabra. Una vida de cabra y
nada más.”
…..
“En
la carta yo había escrito que entendía a la perfección lo que dicen ustedes los
curas, porque ay si no fuera así y el mundo quién sabe adónde iría a parar. Eso
ya lo entendía yo sola. Pero como el mío era un caso especial…No, no. No
intente darse la vuelta. Me lo ha prometido…Como el mío era realmente un caso
especial, completamente distinto de los demás, y sé que siempre será así, y
cada día que pase va a ir incluso a peor (porque eso lo sé, eso yo realmente lo
sé, es lo único que sé realmente bien…). No, no se le ocurra volverse. Mire
siempre para allí, haga el favor…Entonces, sin molestar a nadie, yo
preguntaba…No, pero yo ya me imagino lo que va a responder.
-Sin
molestar a nadie…
-Eso
es, en la carta yo había escrito que si en algún caso especial, completamente
distinto de los demás, sin molestar a nadie, alguien podría dar permiso para
acabar un poco antes.
Me
di la vuelta sin haber comprendido bien.
-Incluso
para matarse…sí -explicó ella con la tranquilidad de una niña.”
(Silvio D’Arzo, Casa
ajena, páginas 21-22, 91-93, 97-98)
Interesante...
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