Jesmyn Ward
Traducción de Celia Montolío
Ediciones Siruela, Madrid 2013, 255 páginas.
El “National Book Award” pasa
por ser el premio literario de más prestigio de Estados Unidos. Desde su
institución en 1936 lo han obtenido, en sus diversas modalidades, los grandes
escritores norteamericanos, desde J. Steinbeck hasta Philip Roth pasando por W.
Faulkner, Saul Bellow, Thomas Pynchon, Don DeLillo, Cormac McCarthy o E.L
Doctorow, entre otros muchos. No deja de llamar la atención que una joven
escritora, Jesmyn Ward, de apenas treinta y cuatro años, lo ganase e el año
2011 con su segunda novela, Savage the
Bones, premiada así mismo al año siguiente con otro premio de gran
reputación: el “Alex Award”. La novela de Jesmyn Ward acaba de ser traducida al
español por Celia Montolío para Ediciones Siruela, que nos la ofrece bajo el
título de Quedan los huesos.
Sin ser propiamente una novela confesional, Quedan los huesos se alimenta en buena
medida de las experiencias vitales de su autora. La joven escritora
estadounidense nació en un pequeño pueblo de Mississipi (DeLisle), una zona
pobre, poblada por familias de color. Después de una infancia complicada en su
etapa escolar, sin ser ajena al bullyng,
ella misma sufrió en sus carnes la enorme devastación del huracán Katrina. El
fallecimiento de su hermano menor, atropellado por un conductor borracho, y
cuya memoria quiso honrar, la encaminó por la senda de la escritura, después de
concluir sus estudios universitarios y su aprendizaje en talleres literarios.
La novela recrea los once días que
precedieron al Katrina y el día después en el seno de una familia pobre
afroamericana -la madre compraba para los hijos deportivos negros que
disimulaban la suciedad-, que vive en un hueco del bosque, llamado el Hoyo, del
pueblo de Bois Sauvage. La madre había fallecido en el nacimiento de Junior, el
hermano menor. El padre, bebedor empedernido, se hace cargo a su manera de la
familia. Esch, una chica de apenas quince años, es la protagonista y la voz
narradora. Esch ha tenido sexo con los amigos de sus hermanos desde los doce
años porque, dice, es más fácil permitir que el chico empuje hacia delante que
mandarle parar. A los quince, durante ese intervalo de espera del huracán,
comprende por sus reiterados vómitos que está embarazada.
La familia almacena alimentos para soportar
lo que se avecina, pero apenas hay nada que pueda servir de provecho. Cada uno
de sus tres hermanos tiene intereses dispares. A Randall, el mayor solo le
apasiona el basketball, mientras Skeetah pugna con sus pequeños hurtos para
mantener con vida los cachorros de China, la perra pitbull. Pero sin embargo
irán muriendo uno tras otro, al compás del avance de las jornadas de tensa espera.
Junior también intenta hacerse oír en una familia desestructurada en la que se
nota la fatal ausencia de la madre.
Y así transcurren los días en los que se
desarrolla la acción de la novela y se acerca el dramático final. Niños,
adolescentes que sobreviven en la miseria del lumpen, entre chatarra de coches
abandonados, gallinas y aguas putrefactas.
El relato, escrito con el duro lirismo de la
miseria, es un trasunto a la vez del desarraigo, de la falta de amor parental
de esta familia y de la unión de los hermanos que afrontan con coraje la
llegada del ciclón. Libro propicio para aquellos lectores amantes de la
narrativa minuciosa. Porque Jesmyn Ward
narra todos los detalles de la cotidianidad
de los once días, de esta dramática cuenta atrás: los pocos instantes
gozosos de la familia, los trabajos para sobrevivir, los baños en las aguas
cenagosas del Hoyo, la búsqueda de la comida, el almacenamiento de provisiones,
que el padre acumula para soportar el huracán y que los hijos birlan, el sonido
del martilleo del progenitor clavando paneles en las ventanas, las vicisitudes
del parto de la perra, las carreras de los amigos por las canchas de
baloncesto. Detalles que constituyen el día a día, el horizonte vital de esta
familia y el corazón de la novela. Pormenores seguramente demasiado tediosos
para otros lectores que se conmoverán, por el contrario, con las angustias e
inquietudes del embarazo de la chiquilla
de quince años, que Manny, el chico con el que se ha acostado el último año, se
niega a reconocer porque, le dice, todos saben que eres una putilla que te
follas a todos los que vienen al Hoyo. Pero lo que Esch lleva en su vientre es implacable,
como el huracán de fuerza cinco que llega al final. El tejado y algún árbol que
se mantiene en pie, son el refugio de la familia. Un rayo de esperanza que se
deja ver en la tormenta.
Francisco
Martínez Bouzas
Jasmyn Ward |
Fragmentos
“La
única cosa que me ha resultado fácil, como nadar en el agua, fue el sexo cuando
empecé a tener relaciones. Tenía doce años. La primera vez fue tumbada en el
asiento delantero del dúmper de papá. Fue con Marquise, que solo me sacaba un
año. El mejor amigo de Skeetah, estaba tan unido a nosotros dos que durante los
veranos era prácticamente como si viviera en casa. Salíamos los tres corriendo
por la parte de atrás (…) Estábamos en el dúmper escondiéndonos de Skeetah,
esperando a que nos encontrase, cuando Marquise me preguntó si podía tocarme
una teta. Empezaban a salirme por aquella época, pero todavía eran pequeñas
como los picos de crema del pastel de limón y merengue, con nudos duros en el
centro. Le di permiso, y entonces me pidió que le enseñase mis partes íntimas,
porque tenía miedo de no ver ninguna cuando fuera mayor. Se las enseñé. Y
entonces empezó a tocarme, y me gustó, y luego no, pero después me volvió a
gustar. Y era más sencillo dejarle seguir que pedirle que parase…”
…..
“Es
terrible. Es el viento flagelante, un cable que azota como si fuera un cinturón
de castigo. Es la lluvia que hiere como las piedras, que se adentra por
nuestros ojos y los incita a cerrarse. Es el agua, arremolinándose, acumulándose,
desparramándose por todas partes, marrón con una contracorriente de rojo, la
arcilla del Hoyo como un corte que no para de gotear. Son los restos del
terreno; las neveras, los cortacéspedes, la autocaravana y los colchones,
flotando como una flota. Son árboles y ramas que se rompen, estallando como
petardos del gato Negro en un infinito chisporroteo de explosiones, una vez y
otra más. Somos nosotros apiñados en el tejado, yo con el alambre del asa del
cubo echado al hombro y temblando contra el plástico. Está en todas partes.
Papá se arrodilla detrás de nosotros, intenta agruparnos a todos con él.
Skeetah abraza a china y China aúlla. La camioneta de papá se se escora
lentamente en el terreno.”
(Jesmyn Ward, Quedan los huesos, páginas 31-32,
227-228)
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