Rosa Regás
Editorial Seix Barral, Barcelona, 2013, 317 páginas
Un concierto de voces plurales, con un absoluto
dominio de la primera persona, nos sumerge en la esencia vívida y profunda de
esta Música de cámara, una lúcida
narración con la que Rosa Regás
demuestra que el que tuvo retuvo, y hace gala de sus dotes de gran escritora de
ficción. Escribe, en efecto, Rosa Regás (Barcelona, 1933) una novela que huele
a siempre, que demuestra que la literatura, la buena literatura, es, como en su
día dijo Susan Sontag, un buen modo de resistir a la triunfante ruina de la
cultura porque cumple el requisito de la necesidad. Es decir, cuando encierra una
historia que hay que contar y lo hace la autora de esa manera, con esa
precisión de lenguaje, esa cadencia,
intensidad y madurez.
Esa historia es la de la niña Arcadia, hija
de republicanos exiliados en Francia que regresa a su Barcelona natal. Con doce
años, pocos recuerdos, una educación libertaria y una viola, su amparo para
sobrevivir en un ambiente hostil, dominado por el fascismo y el
nacional-catolicismo, la religión que esclavizó este país. En esta ciudad,
triste y vieja a finales de los cuarenta, un día de forma azarosa irrumpe en su
vida un estudiante de Derecho, Javier, y paulatinamente surgen entre ellos los
misterios de la atracción de las afinidades electivas. Pero la familia de
Javier, rica y poderosa, está en la orilla opuesta, tanto política como
ideológicamente. A Arcadia que sigue
fiel a sus ideas, aunque disimulándolas, no le importa. Y un día de abril se
casan, ella vestida de blanco y según los dictámenes y caprichos de la familia
de Javier. Pronto, sin embargo y a pesar de los esfuerzos de su marido, se da
cuenta de que se había enamorado del Régimen, de un fascista en potencia, de
que viven mundos distintos. Mas su voluntad de descubrir y gozar es intensa y
desconcertante. Pero poco a poco el personaje de Arcadia se convierte en un
grito, muchas veces silencioso, otras con palabras explícitas contra aquella
atmósfera de rancio catolicismo de la alta burguesía barcelonesa, aliada del
Régimen dictatorial y bajo el control ideológico de las sotanas y el agua
bendita.
Rosa Regás describe con mano maestra este
ambiente de los años cincuenta en los círculos de la alta burguesía catalana:
el estraperlo de los ricos en la Barcelona fascista, la corrupción
generalizada, sus grandes y fraudulentas operaciones inmobiliarias, la
ociosidad de las esposas que evitan el aburrimiento a base de cotilleos, el
machismo generalizado, el sometimiento de la mujer que se entendía como una
artículo de fe, el influyente poder de unos curas que insisten ante los recién
casados que es el marido el depositario de la autoridad en la familia y les
inculcan que la sexualidad, incluso dentro del matrimonio, no tiene más razón
de ser que la de engendrar hijos, que les imponen prácticas de control, formas
de sometimiento a la voluntad de una Iglesia despótica, tirana, que vela por la
decencia dentro y fuera del matrimonio.
Pero más allá de este retrato de los
ambientes burgueses y eclesiásticos, la
gran virtud de esta novela reside en el hecho de haber sabido plantear su
autora con gran acuidad la inmensa contradicción que tiene lugar entre una joven agnóstica y educada
en ideas libertarias y antifascistas y su novio / marido, un hombre proveniente
de una familia que comulga con los ideales de los sediciosos vencedores en la
Guerra. Y sin embargo se aman. Una poderosa historia de amor que no impedirá la
creciente soledad de la protagonista femenina. Hasta que se produce la
explosión, el chantaje, la desaparición y el reencuentro veinticuatro años
después, en el 84. Y en una noche más fructífera para los protagonistas que
toda una década, le piden cuentas al fraude de la Transición, al sin sentido de
una ley de punto final que impedirá para siempre juzgar y castigar a los
culpables. Un final abierto, que a nivel afectivo y personal de los
protagonistas se puede intuir como un prólogo, cierra esta excelente novela,
Premio Biblioteca Breve 2013.
Desde una perspectiva técnica y formal, Música de cámara es un verdadero modelo
de cómo construir una estructura narrativa apoyada en el difícil empleo de la
primera persona de varios personajes con ideologías y visiones del mundo
diferentes e incluso antitéticas, que nos permiten tener un enfoque plural y
contrapuesto de la realidad y adentrarnos en todos los recovecos de esta
compleja historia de amor. Rosa Regás perfila además con gran acierto no solo
el personaje femenino protagonista central, sino también las restantes voces
que prestan su visión testimonial de aquellos años ambiguos y turbulentos.
Voces en primera persona como la de la tía Inés, un personaje memorable, una
adelantada para su tiempo que, desde su humildad, defiende el derecho de la
mujer a hacer de su cuerpo lo que quiera. Algún monólogo interior, saltos el
tiempo y el relato de secuencias amenas y timoratas, aunque propias de aquellos
años de moral pacata, como las “caídas” de los amantes en el sexo frenético, la
consiguiente conciencia de pecado y la
necesidad de confesarse, cada vez en una iglesia distinta -les avergonzaba que
el cura los reconociera- para volver a “pecar” al día siguiente.
Finalmente, el dominio de ese oficio de
narrar que la autora ha ido forjando a lo largo de los años y que se pone de
manifiesto en todo lo dicho, pero sobre todo en la “extraordinaria recreación
de la atmósfera de la posguerra y del mundo de los represaliados” como señaló
el Jurado del Premio Biblioteca Breve.
Francisco
Martínez Bouzas
Rosa Regás |
Fragmentos
“Era
cierto, queríamos casarnos, debíamos hacerlo, no podíamos seguir así, tenía
razón Javier. En los primeros tiempo y durante muchos días habíamos vivido en
la constante zozobra de que tía Inés entrara en casa y nos
sorprendiera desnudos o medio desnudos, arrimados a una pared o tumbados en el
suelo; ni los oídos oían ni los ojos veían otra cosa que nuestros propios
cuerpos hechos un revoltijo en una inmitigable búsqueda de más placer, de más
unión como si la experiencia de tantos días no nos hubiera demostrado que ni
tía Inés entraría sin dar señales de que iba a hacerlo ni nosotros nos iríamos
sin haber conseguido un hito en cada nueva embestida. Lo sabíamos pero lo que
más nos conmocionaba, nos excitaba y nos hacía buscar nuevas caricias y
precipitar otros engarces era la posibilidad de que algún día olvidara que
podría encontrarnos desnudos y ciegos.”
…..
“Aun
así manteníamos -mantenía él porque el peso de la culpabilidad que habían
intentado inculcarme en el colegio no había hecho mella en mí más que como un
leve barniz superficial y transitorio- la duda entre volcarnos a lo prohibido y
olvidar lo profundamente deseado. Sólo cuando ya nuestras manos y nuestros
cuerpos habían acabado de su largo recorrido adentrándose en el del otro paso
a paso, día a día, Javier decía que había que ir a confesarse. Una
decisión que nos llevó a la iglesia más cercana y a arrodillarnos en el
confesionario para acabar uno tras otro diciendo lo mismo. Al día siguiente
volvíamos a pecar con el mismo ardor y salíamos después a la calle enlazados
bajo la mirada siempre reprobadora de la portera para ir en busca de una
iglesia distinta porque nos avergonzaba que el cura nos reconociera y volvíamos
a confesar los mismos pecados que el día anterior -de los que ya nos habíamos
arrepentido y habíamos hecho el firme propósito de no repetir-, los mismos que
estábamos seguros volveríamos a cometer mañana y pasado y al otro cada vez con
más ganas y con menos resistencia.”
…..
“Estaba
horrorizado y escandalizado, repitió, él, el sacerdote que velaba por nuestra
decencia, por el testimonio que debíamos dar ante la sociedad y el mundo, él
que nos ayudaba poniéndonos reglas de pureza -«deberes» los había llamado yo
riendo- : jamás ir a unos baños
públicos, jamás llevar las chicas bañadores sin falda, jamás usar el matrimonio
en las semanas de adviento y cuaresma, jamás tener relaciones de amistad con
personas adúlteras, jamás olvidar que el único sentido de la unión matrimonial
es la procreación…Sí, lo recordaba bien, el mosén era una gran defensor de la
pureza, sobre todo en las chicas, oí que decía, las chicas, que han de
purificarse constantemente. Y era cierto, las que habían sido madres tenían que
ir a la parroquia antes de que transcurrieran cuarenta días para purificarse
del parto, como había hecho la Virgen, no porque le hiciera falta a ella, que
no era impura en absoluto, sino para darnos ejemplo…”
(Rosa Regás, Música de cámara, páginas 95, 111, 177-178)
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