Ignacio Martínez de Pisón
Editorial Anagrama, Barcelona, 375 páginas
(LIBROS DE FONDO)
Desde que en el año 1984, y con tan sólo
veinticinco años, su novela La ternura
del dragón se hiciera con el Premio Casino de Mieres, el escritor
zaragozano Ignacio Martínez de Pisón (1960) se ha convertido en uno de los
cultivadores más interesantes de la actual narrativa española. Su poderoso
talento narrativo se asienta en una prosa extremadamente cuidada, con un pleno
dominio de la lengua, un empleo ajustado y muy natural de los registros lingüísticos
y del recurso a un humor corrosivo y desenfadado que, sin embargo, le sirve a
su sabiduría narrativa a la hora de graduar con destreza lo que está contando y
dibujar con maestría el perfil de sus personajes. No obstante, la escritura de
Martínez de Pisón, un verdadero autor de culto, se aleja por igual de las
corrientes hoy dominantes: las tendencias realistas o aquellas que caminan por
sendas más experimentalistas y culturalistas.
Considera Martínez de Pisón que allí donde
incuba la tensión existe una buena historia. Y las tensiones las encontramos,
de manera quizás inconmensurable, en la etapa de la adolescencia, a la que le
dedicó sus primeras novelas, y también en la de la juventud, que marca la
entrada en la edad adulta a la que consagra desde hace años todos sus esfuerzos
como escritor, lo que le ha permitido poner en el mercado y ver traducidas a
múltiples idiomas, María bonita
(2001) y sobre todo El tiempo de las
mujeres (2003) y otros textos narrativos que se han ido sucediendo, entre
los que destaco Enterrar a los muertos
(2005), Dientes de leche (2008) y El día de mañana (2011), una gran novela
a la que ya le he prestado atención en esta bitácora.
Hoy releo El tiempo de las mujeres, una novela a cuya escritura consagró el
autor cuatro años de verdadera inmersión en el mundo femenino, permitiéndose
únicamente una pausa para escribir María
bonita. El resultado fue una novela muy ambiciosa. Una novela de formación
o Bildungsroman femenino narrada por
tres voces que se dejan oír hablando en primera persona. Son tres mujeres
diferentes, tres hermanas que nos van revelando, en los diferentes capítulos,
su personalidad y la relación que entre ellas mantienen. Sus distintas posturas
frente al amor, el sexo, frente a la responsabilidad y ante una madre infantil
e ingenua que se hace pasar por desvalida después de que su marido hubiera sido
hallado muerto en un prostíbulo.
Martínez de Pisón apela a la afirmación de
Lobo Antunes de que una mujer, por muy estúpida que sea, esconde mucha mayor
complejidad que un hombre. Para intentar modelar esa complejidad, el escritor
se mete en la piel de las tres hermanas en un momento decisivo de sus
existencias, dándole voz propia a cada una de ellas. Y, sobre todo, tratando de
profundizar en los secretos que guardan entre sí. Porque el escritor está
convencido de que las mujeres viven en un mundo hecho de secretos. Los hombres,
por el contrario, pierden esas conversaciones o cuchicheos femeninos en los que
ellas se dicen cosas que jamás revelarían delante de los hombres.
Si esta novela, tan rica como compleja,
tiene algún mérito, el más importante en mi apreciación es el de haber sido
capaz de reflejar el punto de vista femenino en la narración que cada una de
las hermanas hace de la historia común y de la suya particular en el instante
del desafío de salir adelante por ellas mismas y de madurar psicológicamente en
un ambiente de desplome de ilusiones.
Una sensación de pausada linealidad, la
presencia de aspectos y escenas rebosantes de humor y una técnica
contrapuntista que le permite al autor contemplar al mismo tiempo tres
interpretaciones distintas de los mismo hechos, le son fértilmente utilizadas
por Ignacio Martínez de Pisón en su
empeño de aprehender y reflejar ficcionalmente las coordinas del complejo mundo
femenino.
Francisco
Martínez Bouzas
Ignacio Martínez de Pisón |
Fragmentos
“Entre
los empleados de la funeraria había una mujer con una bata azul y el pelo
envuelto en una redilla que, entre otras cosas, se ocupaba de darle unos puntos
de sutura en los párpados para que no se le abrieran los ojos en mitad del
velatorio. Esa mujer me dijo que me fuera
a descansar, que enseguida lo maquillarían y lo vestirían, que iba a
estar más guapo que un querubín. Y yo salí de la biblioteca y es verdad que más
tarde mi padre mostraba un aspecto bien distinto: decoroso y casi apuesto en el
impecable milrayas, con una expresión apacible y hasta risueña en un rostro sin
arrugas, con el pelo insólitamente peinado con brillantina. Así lo vio ya mamá
cuando apareció vestida de negro y con los ojos hinchados de tanto llorar. Se
sentó en la silla que había junto a la
cama, la silla en la que poco antes había estado el milrayas, y se limitó a
mirarle en silencio. Luego acercó su cara a la de él y tal vez le susurró algo
al oído, y yo pensé que siempre habían hecho muy buena pareja y que incluso así
tenían un aire más que presentable, ella con aquellas ojeras y aquel luto
improvisado, él simplemente muerto.”
…..
“Después
de cenar fuimos todos a una discoteca sucia y oscura llamada Babieca. En
aquella época todavía era costumbre alternar la música rápida con la lenta, y
Alfredo, al que había perdido de vista a la salida del restaurante, se me acercó
para sacarme a bailar en cuanto sonaron los primeros compases de Angie. Recuerdo el tacto de su mano en la espalda
y la calidez de su aliento en la mejilla izquierda. Recuerdo también su olor,
un olor como a lavanda y a mandarina y a
sudor, todo mezclado: ¿era así como olían los hombres? Bailamos tres o cuatro
canciones más, sin decirnos nada, y luego volvieron a poner música rápida y
Alfredo me acompañó a la barra y me invitó a un cubalibre. Nos sentamos en la
zona más apartada del local, también la más oscura (…) Alfredo me dijo que le
apetecía. Sólo dijo eso, que le apetecía, pero el brillo de sus ojos era lo
bastante explícito para que no cupieran dudas sobre qué era lo que le apetecía.
Yo nerviosa quise decir que no pero dije ¿aquí? Y eso fue como decir sí, porque
Alfredo me cogió de la mano y dijo: Tienes razón, aquí no. Me agarró por la
cintura y, cruzando la pista, me sacó de aquella discoteca, y en el fondo yo
estaba contenta de que todos vieran cómo Alfredo me tenía agarrada por la
cintura y me sacaba de ahí. Nos abrazamos nada más llegar a la calle y nos
besamos, y otra vez yo sentía sus manos en la espalda y su olor a lavanda y a
mandarina. Estás tensa, me susurró él, pero no era cierto. Estaba excitada.
Estaba excitada porque sabía que los próximos minutos iban a ser los últimos de
mi virginidad. ¿Cuánto tiempo hacía que había hablado con mis hermanas acerca
de eso? Apenas quince días, y me había irritado profundamente descubrir que yo
era la única virgen de las tres. Sí,
Carlota salía ya con Fernando y habían hecho varias veces el amor en su coche.
Y Paloma, que entonces tenía quince años, ya se había acostado con tres chicos
diferentes. De modo que era yo, la primogénita, la mayor de edad, la única que
seguía siendo virgen, y tenía que
callarme mientras ellas dos intercambiaban confidencias delante de mi y
hablaban de sexo como dos expertas.”
(Ignacio Martínez de Pisón, El tiempo de las mujeres, páginas 15, 84-85)
Siempre interesante!
ResponderEliminar