Paloma Díaz-Mas
Editorial Anagrama, Barcelona, 2016, 163 páginas.
Paloma Díaz-Mas (Madrid, 1954), es una narradora
con una sólida trayectoria consolidada sobre todo en Anagrama. Fue finalista en
el año 1983 del primer Premio Herralde de Novela con El rapto del Santo Grial. Lo ganó años más tarde, en 1992, con El sueño de Venecia. Otros galardones, como el Premio Euskadi 2000,
jalonan su carrera literaria. En la editorial barcelonesa han aparecido la mayoría
de sus libros, tanto novelas como relatos autobiográficos. El pasado mes de
octubre, Anagrama editaba su última entrega narrativa, Lo que olvidamos, una pieza literaria que reproduce una dura
experiencia, anclada sobre todo en lo emocional, sobre el proceso de la
enfermedad del olvido, vivida por la madre de la protagonista, una paciente de
Alzhéimer, y reflejada por la hija.
Un núcleo diegético no ajeno a la obra
literaria anterior de la escritora, servido especialmente en el contexto de la
recreación del pasado, de todo aquello que levita entre el día y la noche de
nuestra memoria, de los contenidos que, con el paso del tiempo, se derrumban y
se evaporan de nuestros recuerdos.
Lo que olvidamos es una
muestra paradigmática de la narrativa confesional e intimista, centrada en
torno a una experiencia familiar, y sobre el puzle vital de un político de la
Transición que ya no sabe quién es, ni se recuerda de sí mismo saliendo el 24
de febrero de 1981 del Congreso de los Diputados.
Una posible experiencia autobiográfica le
proporciona a la autora los materiales para ilustrar, desde una intimidad
doliente y respetuosa, el proceso de la perdida de la memoria, la enfermedad de
la edad avanzada. El relato es ajeno a la visión médica de la dolencia, y se
centra en la vertiente humana de un estado progresivamente más angustioso cada
día para el paciente y quizás aún mucho más para sus allegados. Con desasosiego
que crece a medida que pasan las
páginas, el lector asiste a una experiencia familiar que supera lo meramente anecdótico:
una hija que es la voz narrativa, visita, en una residencia de la tercera edad,
a su madre víctima del Alzhéimer, y por lo tanto carente de anclajes en el
mundo. Allí se relaciona también con otros dolientes de la desmemoria que
reclaman su ración de cariño, la afectividad de los besos. Reconstruye Paloma
Díaz-Mas el proceso del deterioro mental de la madre (“un goteo de
despropósitos” al principio, un entramado de mentiras absurdas, palabras
inanes…) que va abriendo un abismo entre la madre y los familiares que
presencian horrorizados la carrera imparable de la destrucción. La construcción
sobre la marcha de una biografía ficticia y otros penosos acontecimientos
acrecientan el período de estupor familiar. La confusión de su propia
personalidad y el olvido del hogar les obliga a buscar una nueva vida para la
enferma, también para la familia, en un hogar sustitutorio donde se harán cargo
de ella. Una vida nueva ancorada únicamente en el presente, sin pasado.
La voz narrativa entrelaza historias concernientes
a la familia, a la casa de siempre, a los objetos allí guardados desde hace
muchos años, historias que ya no existen para la madre doliente, pero que son
muletas en los que se sustentan los recuerdos futuros. Es así como surge la
historia de Pedro, otro enfermo de la residencia y cuyo rostro, treinta y cinco
años más joven, ve en la portada de un periódico correspondiente al 24 de febrero
de 1981. Es el mismo Pedro saliendo del Congreso de los Diputados tras el
asalto de Tejero; en su día posiblemente una personalidad de la Transición.
Comienza así la novela del hombre que vive en el olvido; y la recuperación de
una parte importante de la historia reciente de España; el testimonio de la
Guerra convertido en un puzle de historias contadas desde recuerdos borrosos;
el sentimiento de incertidumbre y miedo ante la posibilidad de otra tragedia,
intensamente temida durante una larga noche. Y los hombres y mujeres que
hicieron la Transición condenados hoy a la amnesia individual y colectiva.
El laberinto de los núcleos familiares
-madre e hija son términos confusos para la que ha perdido la memoria de su
propio yo y la de sus allegados- impulsa así mismo a la autora a bucear en los
arcanos más inmediatos de la familia materna. Así recupera la figura de la
abuela materna, en su niñez, en los años sufridos bajo las bombas, el final de
la Guerra; el fallecimiento del abuelo.
Relato a la vez analítico sobre el
progresivo avance del Alzhéimer, y emocional que refleja especialmente el dolor
de una hija ante el derrumbe interior de la madre. Con acento melancólico, la
voz narrativa trae a escena sus propios recuerdos y su desmemoria, ráfagas del
pasado suscitadas por la nueva relación doliente de su progenitora. La
singularidad de esta novela-testimonio, escrita desde un doloroso realismo,
reside sobre todo en que el acto escritural no se concentra exclusivamente en
la fase en la que el deterioro de la persona ya está consolidado, sino en el
desarrollo y avance de la enfermedad y en la punzante factura que proyecta
sobre los familiares.
Huelga decir que, en esta bajada a los
infiernos de las nebulosas impenetrables de la demencia, Paloma Díaz-Mas huye
de lo truculento, del sentimentalismo lastimero. Sin llevar la narración al
tremendismo fácil, tampoco ahorra nada. Mas si algo hay que destacar en la
tremenda intensidad de esta historia es el propósito autorial de subrayar la
importancia de las relaciones humanas, incluso en las fases más agudas del
deterioro mental.
Todo ello presentado a veces con curiosas dosis
de humor y con un estilo pulcro y sencillo, que sin embargo a veces ronda lo
lírico. Un plus que favorece la intensidad emocional de una novela -muestra
plausible del arte de contar- que no es patética, pero sí realista.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Ya
voy a salir, pero no puedo irme así, viendo la cara de desamparo de Ángela y
Carmen: tengo que besarlas a ellas también, o se quedarán desconsoladas, le
dirán a la cuidadora: «Hoy ella no
me besó»; no recordarán
mi nombre ni sabrían decir quién soy yo, quién ha sido aquella que se marchó
sin besarlas, pero sí que sabrán sentir eso que les falta: que hoy vino alguien
que besó a otras y no las besó a ellas. De paso, beso también a esta otra
señora sin nombre, la mujercilla de pelo blanco vestida de negro como una
abuela antigua, la que está siempre inmóvil como un árbol, mirando al infinito
con unos ojos que son, sin embargo, vivarachos y expresivos; vivarachos y
expresivos, aunque no se sepa lo que quieren expresar. La beso también a ella,
que ni lo espera ni me lo ha pedido ni es capaz de decir su nombre -por eso no
sé cómo se llama-; la beso por si acaso, con un beso preventivo, podríamos
decir.”
…..
“Quizás,
si lograse averiguar algo sobre aquel pseudo-Pedro de la fotografía de 1981, me
atrevería a preguntarle algo a su hijo:
si, de verdad, el Pedro de los puzles es aquel diputado del cual yo sé esto y
lo otro. Tal vez se sintiese halagado al comprobar que, al cabo del tiempo,
alguien ha reconocido a su padre, un hombre que sin duda fue importante un día,
que tuvo una relevancia pública hoy ya pasada y olvidada. O a lo mejor lo que
sentiría el hijo no sería halago (un impulso de vanidad por la importancia de
su padre), sino alivio: alivio al saber que ese hombre que ya apenas reconoce a
su propio hijo es, sin embargo, reconocible por otros. Que no todo ha pasado y
que su padre no ha cambiado tanto, al fin y al cabo; que está un poco perdido,
con la cabeza un tanto ida, por la edad, pero sigue siendo el mismo, tan el
mismo que alguien ajeno fue capaz de reconocerlo y decir: es él.”
…..
“Estoy
sentada junto a mi madre y de repente la mujer que está en el sillón de al lado
me agarra del brazo, me zarandea
enérgicamente, haciéndome un poco de daño. Su mano aprisiona con fuerza mi
muñeca para conseguir que la mire, que le preste atención. Y cuando vuelvo la
cara hacia ella, me dice bajito, con apenas un hilo de voz: «Creo que estoy preñada.»
Veo sus ojos de susto, el gesto
angustiado. Es una mujer de aspecto un tanto rudo, como una campesina antigua,
y aparenta más de ochenta años. Tiene miedo. Repite: «Creo que estoy preñada»,
y su frase es un grito de socorro: quiere que yo le diga algo que la ayude a
salir del trance, que la salve, y no sé cómo. Luego se retrae en el sillón, se
apoya en el respaldo y añade, algo más tranquila pero todavía preocupada, con
un anhelo de quien cree que nada grave ha pasado, que en realidad no ha
sucedido el temido desastre: «No, no, no. No estoy preñada. Creo que no estoy
preñada.»
En ese declarar y negar entreveo,
completamente vivo, un miedo adolescente, el de la jovencita que hace mucho
años, en otra sociedad y en otro mundo -en un mundo rural desaparecido, en un país
tan cambiado que ya no existe-, tuvo un desliz (así se decía: «un desliz») y temió el embarazo
no deseado o tal vez realmente se quedó preñada -así: preñada, no embarazada ni encinta; preñada
como se quedan las hembras cuando los machos las fecundan, como se quedaban las
mujeres del campo y las ovejas, las cabras y las vacas que ellas mismas cuidaban-
y tal vez tuvo ese niño o tal vez no o quizás fue solo una falsa alarma, un retraso
de unos días en la esperada regla del mes, esa cosa incómoda que de repente se volvía
deseable, la menstruación aguardada con impaciencia, esperada como una salvación,
recibida -si llegó- con alivio.”
(Paloma Díaz-Mas,
Lo que olvidamos, páginas 8-9, 74-75,
118-119)
Una gran nebulosa...
ResponderEliminarUna obra muy atrayente, amigo. Gracias por tu gran aporte. Un abrazo.
ResponderEliminarCreo que el tener una persona cercana con esa enfermedad, despierta sentimientos muy encontrados y al mismo tiempo, nos da una idea más clara de lo que es la lucidez. Yo intuyo que una de las variables más importantes de la pérdida de memoria, es el no sentirse feliz con un@ mism@ y con el entorno. La persona se va distanciando poco a poco de una realidad que le hace daño. No sabe cómo manejar las emociones que despiertan en ella una posible falta de afecto o de cuidados o unos comentarios que la hieren, o un gesto malhumorado...Tan desvalida se siente la persona que empieza poco a poco a elaborar una manera de salir de ese espacio que no comprende y que es ajeno a sus necesidades. Sólo este apunte. A ti, como siempre, gracias, Francisco por compartir tu reseña y algunos párrafos del libro
ResponderEliminarGracias por el placer de leerte Francisco, es terrible esta enfermedad del alzheimer. Más cuando le da a un ser tan querido como lo es la madre. Ver el deterioro que tiene y que ni a veces tus ojos recuerde es intensamente doloroso. Una novela que nos adentra al corazón del dolor, de la impotencia y batalla interna de quien no puede hacer nada, por remediar dicha condena. Interesante lectura. Te dejo un abrazo, encantada de poder leerte. Gracias.
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