martes, 29 de marzo de 2016

"LA TIERRA QUE PISAMOS": LA ANCESTRAL RELACIÓN CON LA TIERRA



La tierra que pisamos

Jesús Carrasco

Editorial Seix Barral, Barcelona, 2016, 270 páginas



    Se ha escrito, y es verdad, que la gabela del éxito se incrusta en las expectativas que de él se derivan. Intemperie, el afortunado y deslumbrante debut de Jesús Carrasco (Badajoz, 1972) en 2013 creó múltiples esperas curiosas y deseosas de leer el segundo libro del autor, para el que prometía intensidad y tensión en el lenguaje. Intemperie, en efecto, una historia repleta de simbolismo, extremadamente austera, no solo obtuvo múltiples galardones y fue traducida a numerosas lenguas, sino que significó un soplo de aire fresco en la narrativa española. Un libro que, por su riqueza formal, fue comparado con la escritura de Delibes, y por su fuerza con la Cormac MvCarthy, especialmente con La carretera. Para no pocos lectores, aún reconociendo que En la tierra que pisamos existen componentes de buena literatura, esas expectativas resultaron malogradas.

   Como en Intemperie, la nueva novela vuelve alejarse de los espacios urbanos y su historia se desarrolla en un escenario rural, posiblemente porque fue en esos espacios donde creció el autor y donde se localizan las cosas que de verdad le importan.

   La novela tiene mucho de utopía negativa que en cierta medida recuerda a la ciudad platónica de las leyes y del orden. También por las páginas de este libro resuenan soflamas de los invasores: en una ciudad (estado) así formada, se hallará la justicia mucho mejor que en cualquiera otra parte. Una ucronía distópica pues enraizada, a pesar de su indeterminación temporal, probablemente a principios del siglo XX, con una España anexionada -los invasores hablan de hermanamiento- por el Imperio, un poder innominado que parece un correlato de Alemania. Y que pivota sobre tres ideas-eje: la empatía con el extraño, el desconocido, que llega a convertirse en complicidad; la violencia, la brutalidad, el desgarro, la opresión asesina de las agresiones bélicas que en la novela se dejan sentir en tres planos históricos sobrepuestos: la Guerra Civil española (el cañoneo de Olivenza por las tropas franquistas, la concentración de republicanos en la plaza de toros de Badajoz para ser fusilados); el colonialismo europeo del siglo XIX en África; y especialmente la Segunda Guerra Mundial y la barbarie nazi, sobrentendidas, aunque nunca nombradas. Y la comunión con la tierra, quizás la quintaesencia de esta novela, y elemento al que agarrarse cuando todo nos  ha sido arrebatado.

   Narrada en gran parte en primera persona por la principal protagonista, Eva Holman, esposa de un inválido y dependiente coronel retirado del Imperio que se ha apoderado de Europa. En un lugar extremeño, Tierra de Barros, los militares jubilados disfrutan de una vida apacible en la colonia. Las ordenanzas de los invasores prohíben las relaciones con los “indígenas”. La narradora describe el ambiente del pueblo, cómo lleva de un lado a otro a Iosif su marido, poderoso, cruel y sanguinario al que odia, hoy reducido a la mínima expresión de lo que fue. Un día, un hombre se acerca al jardín de su casa y allí se instala, permanece impasible, ajeno a todo, envuelto en un capote de silencio que ahuyenta por igual la luz y la oscuridad. Solamente se muestra y aspira puñados de tierra como si los estuviese catando. Superado el temor inicial, la protagonista se interesa por este hombre. Poco a poco, mediante un complejo entramado temporal, iremos conociendo las terribles peripecias de Leva, el “indígena”, y de su familia. Episodios en los que explota el horror y que, sin nombrarlos, remiten a los campos de trabajo y exterminio nazis, con la violencia, no el azar, haciéndose cargo de los seres humanos. Así reconstruye y cuenta la historia del hombre escondido, víctima de un shock emocional, la protagonista; y poco a poco, sin apenas percibirlo, surge entre ellos la complicidad. Es una empatía por el hombre solitario que ella misma rechaza que sea piedad, sino un intercambio en el que él le entrega su piel para que sea ella quien la repare.

   Convivirá con el hombre del huerto a pesar de las represalias del Imperio, se verá obligada a medirse con él día a día, y, poco a poco, se irá cargando son su lastre, con su historia de penalidades. Y se sentirá culpable de saber que ha levantado su casa sobre la sangre de los suyos, de haber enarbolado las banderas del Imperio para participar en el expolio.

   Un relato sin duda duro, doliente, con unos personajes que son “trozos de carne” unos, víctimas, perdedores de la Historia; otros, correlatos de la violencia. Y especialmente cristalización de las preocupaciones ecológicas del autor. De ahí esa relación emocional con la tierra que impregna al hombre del huerto y que acaba por transmitirse también a la protagonista que llegará a reclamar “el derecho al polvo y a las lombrices y a cuanto haya de pudrirme” (página, 245). De ahí así mismo la congruencia de un final en el que se canta la universal comunión con los muertos, con los árboles, las rocas, el aire, el agua, los utensilios. La tierra.

   Desde algunas lecturas críticas, La tierra que pisamos ha sido considerada una novela fallida. Otras, desde el chascarrillo cabrón y burlesco, han dinamitado su trama, los horrores de la guerra y los sentimientos de culpa, el ritmo sosegado, la propia estructura narrativa, el lenguaje “estiloso”. Mas no conviene olvidar que, desde la parodia, las grandes obras de la literatura universal se pueden reducir a guiñapos grotescos.

   A mi modo de ver, la segunda novela de Jesús Carrasco no le hace sombra al trasiego interminable por un paisaje desolado, un secarral convertido en algo estético que encontramos en la primera, en Intemperie. Su contenido diegético es mucho más liviano y roza quizás la artificiosidad en más de una secuencia. El profundo simbolismo y los saltos temporales tampoco favorecen una lectura placentera. Pero, en el haber de la novela, registro esa atenta mirada hacia la tierra y nuestra relación ancestral con ella. El rico vocabulario ligado a la tierra, el rescate de una prosa tradicional, un corpus léxico de voces arcaizantes, arrancadas de la vida rural extremeña o andaluza, no solamente son un síntoma, sino una verdadera inmersión en esos bancales de tierra húmeda. La narración en primera, segunda y finalmente en tercera persona creo que es coherente con lo narrado: una confluencia progresiva de los personajes, con dos voces que también se encuentran, y una tercera que enmarca el proceso. Los dos personajes principales de la novela se acomodan a la exigencia de la historia: plano el “indígena”-un silencioso “trozo de carne”- refugiado en el huerto de la protagonista, y esta, en una enriquecedora evolución, ya que desde el miedo y la indiferencia inicial, termina por unir su destino al de Leva y estallar en rebeldía contra los suyos. El relato de las peripecias de Leva, con deportaciones e internamientos en campos de trabajo, no supera nunca a la realidad de los exterminios y cremaciones que asolarán los territorios de ese Imperio, que tanto hace pensar en el nazismo. Finalmente, un estilo de prosa espartano, desnudo, con ciertos ramalazos líricos, que la parodia convierte en almibarados. Y un ritmo sosegado y envolvente, con el que el autor intenta “crear lentamente la musicalidad, la plasticidad y el asombro del lenguaje”, al servicio de una confluencia de dos seres humanos y un contacto emocional con la tierra que pisamos.



Francisco Martínez Bouzas

                                                      
Jesús Carrasco (Foto de Jesús Morón)

Fragmentos



“Agita un dedo delante de mi cara mientras me cuenta que uno de ellos estaba todavía vivo cuando los quemaron. Se lleva una mano a los ojos para tapárselos. Le tiembla.

Me da a entender que caminan por una senda detrás del camión, seguidos por los soldados de la escolta. Remontan el valle lentamente, como salmones prehistóricos, y a medida que lo hacen, el monte les va mostrando zonas taladas. «Calvas», ha dicho. El camión avanza con la caja abierta. El brazo de uno de los prisioneros pende lacio por la parte de atrás agitándose al ritmo azoroso de los baches.

Cuando abandonan el camino para internarse en el prado, todavía se ve la chimenea, hacia el sur. Humea sin descanso, interrumpiendo la continuidad del cielo. Los gruesos cinchos de hierro que contienen sus paredes son ahora finas líneas oscuras pautando la torre cuadrada.”



…..



“Imagino a las mujeres de mi clase observándome. Ellas lo llamarían caridad y querrían ver en mí los brillos lechosos de La Piedad. El rostro humedecido, vertiendo lágrimas de mármol sobre el cuerpo del hijo recién desclavado. Pero no es caridad lo que siento. Acaso un intercambio en el que él me entrega su piel para que sea yo quien la repare. ¿Dónde está la mujer que un día albergó de verdad esos sentimientos? Qué lejos quedan los tiempos en los que todo mi afán se dirigía a encajar en la silueta que para mí habían dibujado. Debía ser amable, servicial, discreta, sociable. Debía ser una buena esposa, una buena madre y, fundamentalmente, una patriota. Entregar mi vida al solaz del esposo y a la formación de los hijos, para que éstos, a su vez, siguieran prolongando la cadena de esta forma de vida nuestra durante los siguientes mil años.”



…..





“Me ha costado encontrar la vieja vereda que desemboca en las pilas porque el predio está comido por las jaras. Entre ellas me he abierto paso lo mejor que he podido hasta encontrar el antiguo lavadero.

Sobreviven las tablas de piedra alrededor del pequeño estanque. El agua es un cristal oscuro tan perturbador por el chorrillo que aún vierte allí. En el caz por el que la pila desagua, la corriente peina mechones de algas. Zumban los abejorros a mi alrededor. Nunca pensé que sentiría paz en este lugar. No voy a escarbar la tierra. No tengo edad para ello y de nada me serviría. Solo necesito saber que estáis aquí debajo y que hay una hermandad entre vuestros cuerpos. Toda la vida huyéndonos. Toda la vida tapando la piel de las mujeres, hurtándoles a los niños las caricias. Y ahora, apagados los alientos, irónicamente mezclados. ¡Qué hermosa hubiera sido esa cercanía en otro tiempo! Hombres, mujeres, ancianos, niños, familiares, amigos, desconocidos, reunidos. Juntos los cuerpos en una aleación indestructible. Quizá, como dicen, en algún momento fuimos uno. No un solo cuerpo, sino un solo ser. Nosotros, los árboles, las rocas, el aire, el agua, los utensilios. La tierra.”



(Jesús Carrasco, La tierra que pisamos, páginas85, 103, 267-268)

3 comentarios:

  1. ¡ Qué bien escribes y qué buen ojo crítico!

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  2. Muchas gracias por tu crítica, como siempre haces un gran trabajo y nos das el camino para la mejor o la peor opción, gracias.Esta vez, no tengo nada que decir,pues Intemperie no me agradó. Un abrazo.

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