Jesús Carrasco
Editorial Seix Barral, Barcelona, 2016, 270 páginas
Se ha escrito, y es verdad, que la gabela del
éxito se incrusta en las expectativas que de él se derivan. Intemperie, el afortunado y deslumbrante
debut de Jesús Carrasco (Badajoz, 1972) en 2013 creó múltiples esperas curiosas
y deseosas de leer el segundo libro del autor, para el que prometía intensidad
y tensión en el lenguaje. Intemperie,
en efecto, una historia repleta de simbolismo, extremadamente austera, no solo
obtuvo múltiples galardones y fue traducida a numerosas lenguas, sino que
significó un soplo de aire fresco en la narrativa española. Un libro que, por
su riqueza formal, fue comparado con la escritura de Delibes, y por su fuerza
con la Cormac MvCarthy, especialmente con La
carretera. Para no pocos lectores, aún reconociendo que En la tierra que pisamos existen
componentes de buena literatura, esas expectativas resultaron malogradas.
Como en Intemperie,
la nueva novela vuelve alejarse de los espacios urbanos y su historia se
desarrolla en un escenario rural, posiblemente porque fue en esos espacios
donde creció el autor y donde se localizan las cosas que de verdad le importan.
La novela tiene mucho de utopía negativa que
en cierta medida recuerda a la ciudad platónica de las leyes y del orden.
También por las páginas de este libro resuenan soflamas de los invasores: en
una ciudad (estado) así formada, se hallará la justicia mucho mejor que en
cualquiera otra parte. Una ucronía distópica pues enraizada, a pesar de su
indeterminación temporal, probablemente a principios del siglo XX, con una
España anexionada -los invasores hablan de hermanamiento- por el Imperio, un
poder innominado que parece un correlato de Alemania. Y que pivota sobre tres
ideas-eje: la empatía con el extraño, el desconocido, que llega a convertirse
en complicidad; la violencia, la brutalidad, el desgarro, la opresión asesina
de las agresiones bélicas que en la novela se dejan sentir en tres planos
históricos sobrepuestos: la Guerra Civil española (el cañoneo de Olivenza por
las tropas franquistas, la concentración de republicanos en la plaza de toros
de Badajoz para ser fusilados); el colonialismo europeo del siglo XIX en África;
y especialmente la Segunda Guerra Mundial y la barbarie nazi, sobrentendidas,
aunque nunca nombradas. Y la comunión con la tierra, quizás la quintaesencia de
esta novela, y elemento al que agarrarse cuando todo nos ha sido arrebatado.
Narrada en gran parte en primera persona por
la principal protagonista, Eva Holman, esposa de un inválido y dependiente
coronel retirado del Imperio que se ha apoderado de Europa. En un lugar
extremeño, Tierra de Barros, los militares jubilados disfrutan de una vida
apacible en la colonia. Las ordenanzas de los invasores prohíben las relaciones
con los “indígenas”. La narradora describe el ambiente del pueblo, cómo lleva
de un lado a otro a Iosif su marido, poderoso, cruel y sanguinario al que odia,
hoy reducido a la mínima expresión de lo que fue. Un día, un hombre se acerca
al jardín de su casa y allí se instala, permanece impasible, ajeno a todo,
envuelto en un capote de silencio que ahuyenta por igual la luz y la oscuridad.
Solamente se muestra y aspira puñados de tierra como si los estuviese catando.
Superado el temor inicial, la protagonista se interesa por este hombre. Poco a
poco, mediante un complejo entramado temporal, iremos conociendo las terribles
peripecias de Leva, el “indígena”, y de su familia. Episodios en los que
explota el horror y que, sin nombrarlos, remiten a los campos de trabajo y
exterminio nazis, con la violencia, no el azar, haciéndose cargo de los seres
humanos. Así reconstruye y cuenta la historia del hombre escondido, víctima de
un shock emocional, la protagonista; y poco a poco, sin apenas percibirlo,
surge entre ellos la complicidad. Es una empatía por el hombre solitario que
ella misma rechaza que sea piedad, sino un intercambio en el que él le entrega
su piel para que sea ella quien la repare.
Convivirá con el hombre del huerto a pesar
de las represalias del Imperio, se verá obligada a medirse con él día a día, y,
poco a poco, se irá cargando son su lastre, con su historia de penalidades. Y
se sentirá culpable de saber que ha levantado su casa sobre la sangre de los
suyos, de haber enarbolado las banderas del Imperio para participar en el
expolio.
Un relato sin duda duro, doliente, con unos
personajes que son “trozos de carne” unos, víctimas, perdedores de la Historia;
otros, correlatos de la violencia. Y especialmente cristalización de las
preocupaciones ecológicas del autor. De ahí esa relación emocional con la
tierra que impregna al hombre del huerto y que acaba por transmitirse también a
la protagonista que llegará a reclamar “el derecho al polvo y a las lombrices y
a cuanto haya de pudrirme” (página, 245). De ahí así mismo la congruencia de un
final en el que se canta la universal comunión con los muertos, con los
árboles, las rocas, el aire, el agua, los utensilios. La tierra.
Desde algunas lecturas críticas, La tierra que pisamos ha sido
considerada una novela fallida. Otras, desde el chascarrillo cabrón y burlesco,
han dinamitado su trama, los horrores de la guerra y los sentimientos de culpa,
el ritmo sosegado, la propia estructura narrativa, el lenguaje “estiloso”. Mas
no conviene olvidar que, desde la parodia, las grandes obras de la literatura
universal se pueden reducir a guiñapos grotescos.
A mi modo de ver, la segunda novela de Jesús
Carrasco no le hace sombra al trasiego interminable por un paisaje desolado, un
secarral convertido en algo estético que encontramos en la primera, en Intemperie. Su contenido diegético es
mucho más liviano y roza quizás la artificiosidad en más de una secuencia. El
profundo simbolismo y los saltos temporales tampoco favorecen una lectura
placentera. Pero, en el haber de la novela, registro esa atenta mirada hacia la
tierra y nuestra relación ancestral con ella. El rico vocabulario ligado a la
tierra, el rescate de una prosa tradicional, un corpus léxico de voces
arcaizantes, arrancadas de la vida rural extremeña o andaluza, no solamente son
un síntoma, sino una verdadera inmersión en esos bancales de tierra húmeda. La
narración en primera, segunda y finalmente en tercera persona creo que es
coherente con lo narrado: una confluencia progresiva de los personajes, con dos
voces que también se encuentran, y una tercera que enmarca el proceso. Los dos
personajes principales de la novela se acomodan a la exigencia de la historia:
plano el “indígena”-un silencioso “trozo de carne”- refugiado en el huerto de
la protagonista, y esta, en una enriquecedora evolución, ya que desde el miedo
y la indiferencia inicial, termina por unir su destino al de Leva y estallar en
rebeldía contra los suyos. El relato de las peripecias de Leva, con
deportaciones e internamientos en campos de trabajo, no supera nunca a la
realidad de los exterminios y cremaciones que asolarán los territorios de ese
Imperio, que tanto hace pensar en el nazismo. Finalmente, un estilo de prosa
espartano, desnudo, con ciertos ramalazos líricos, que la parodia convierte en
almibarados. Y un ritmo sosegado y envolvente, con el que el autor intenta
“crear lentamente la musicalidad, la plasticidad y el asombro del lenguaje”, al
servicio de una confluencia de dos seres humanos y un contacto emocional con la
tierra que pisamos.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Agita
un dedo delante de mi cara mientras me cuenta que uno de ellos estaba todavía
vivo cuando los quemaron. Se lleva una mano a los ojos para tapárselos. Le
tiembla.
Me
da a entender que caminan por una senda detrás del camión, seguidos por los
soldados de la escolta. Remontan el valle lentamente, como salmones
prehistóricos, y a medida que lo hacen, el monte les va mostrando zonas
taladas. «Calvas», ha dicho. El camión avanza con la caja abierta. El
brazo de uno de los prisioneros pende lacio por la parte de atrás agitándose al
ritmo azoroso de los baches.
Cuando
abandonan el camino para internarse en el prado, todavía se ve la chimenea,
hacia el sur. Humea sin descanso, interrumpiendo la continuidad del cielo. Los
gruesos cinchos de hierro que contienen sus paredes son ahora finas líneas
oscuras pautando la torre cuadrada.”
…..
“Imagino
a las mujeres de mi clase observándome. Ellas lo llamarían caridad y querrían
ver en mí los brillos lechosos de La Piedad. El rostro humedecido, vertiendo
lágrimas de mármol sobre el cuerpo del hijo recién desclavado. Pero no es
caridad lo que siento. Acaso un intercambio en el que él me entrega su piel
para que sea yo quien la repare. ¿Dónde está la mujer que un día albergó de
verdad esos sentimientos? Qué lejos quedan los tiempos en los que todo mi afán
se dirigía a encajar en la silueta que para mí habían dibujado. Debía ser
amable, servicial, discreta, sociable. Debía ser una buena esposa, una buena
madre y, fundamentalmente, una patriota. Entregar mi vida al solaz del esposo y
a la formación de los hijos, para que éstos, a su vez, siguieran prolongando la
cadena de esta forma de vida nuestra durante los siguientes mil años.”
…..
“Me
ha costado encontrar la vieja vereda que desemboca en las pilas porque el predio
está comido por las jaras. Entre ellas me he abierto paso lo mejor que he
podido hasta encontrar el antiguo lavadero.
Sobreviven
las tablas de piedra alrededor del pequeño estanque. El agua es un cristal
oscuro tan perturbador por el chorrillo que aún vierte allí. En el caz por el
que la pila desagua, la corriente peina mechones de algas. Zumban los abejorros
a mi alrededor. Nunca pensé que sentiría paz en este lugar. No voy a escarbar
la tierra. No tengo edad para ello y de nada me serviría. Solo necesito saber
que estáis aquí debajo y que hay una hermandad entre vuestros cuerpos. Toda la
vida huyéndonos. Toda la vida tapando la piel de las mujeres, hurtándoles a los
niños las caricias. Y ahora, apagados los alientos, irónicamente mezclados. ¡Qué
hermosa hubiera sido esa cercanía en otro tiempo! Hombres, mujeres, ancianos, niños,
familiares, amigos, desconocidos, reunidos. Juntos los cuerpos en una aleación indestructible.
Quizá, como dicen, en algún momento fuimos uno. No un solo cuerpo, sino un solo
ser. Nosotros, los árboles, las rocas, el aire, el agua, los utensilios. La tierra.”
(Jesús Carrasco, La tierra que pisamos, páginas85, 103, 267-268)
Interesante...
ResponderEliminar¡ Qué bien escribes y qué buen ojo crítico!
ResponderEliminarMuchas gracias por tu crítica, como siempre haces un gran trabajo y nos das el camino para la mejor o la peor opción, gracias.Esta vez, no tengo nada que decir,pues Intemperie no me agradó. Un abrazo.
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