Juan Villoro
Anagrama, Narrativas hispánicas, Barcelona, 2014, 369
páginas
Cien historias, cien pequeñas historias,
reunidas en un volumen, una novedad de Anagrama de este mes de octubre. Almadía
lo editó para México hace meses. Rotuladas con el título de una de ellas, “¿Hay
vida en la tierra?”. Un verdadero observatorio de lo cotidiano como se ha
escrito (Yanet Aguilar Sosa); embrión, algunas de estas historias, de lo que
serán las grandes novelas de Juan Villoro, El
testigo, El disparo de Argón, Arrecife o su obra teatral Filosofía de vida.
Historias que tematizan asuntos y
situaciones de la vida cotidiana: “No he querido construir cuentos, sino
buscarlos en al vida que pasa como un rumor de fondo, un sobrante de la
experiencia que no siempre se advierte”, escribe Villoro en la presentación.
Amalgama de realidad y ficción, que empezó a tener vida en columnas periodísticas
de medios mexicanos y que cubren el período que se extiende de 1995 hasta la
fecha en la que se convirtieron en borradores de este volumen. De ahí, lo
apropiado del calificativo “articuentos” con el de Villoro define esta amplia
colectánea de historias. “Articuentos” de tentaciones, porque, en la senda de
los grandes hacedores de tentaciones artísticas -entre ellos el gallego Álvaro
Cunqueiro-, Juan Villoro es del parecer de que en estos tiempos de comida rápida
o congelada, también los caprichos, las debilidades son necesarios.
Cien relatos pues de la vida real que
resucitan el costumbrismo cuando ya se le daba por fenecido y hace muchos años que
la literatura renegó del mismo. Historias que poseen además el valor añadido de
ser, muchas de ellas, un escaparate de la mexicanidad -la narrativa de Villoro
es obsesivamente mexicana-, cuando ésta se escribe con minúsculas y se nutre de
pequeñas anécdotas del vivir cotidiano, tal como aparecen incluso en sus
novelas de mayor calado, El testigo,
pongo por caso. Historias, costumbres, prácticas cotidianas, anécdotas que en
buena medida son portavoces de esa mexicanidad de a diario: el mexicano
prefiere ser turista que emigrante; la esmerada cortesía dialogal que los
mexicanos sostienen con personas que no volveremos a ver; a los mexicanos no
solo les cuesta más trabajo llegar a la democracia sino a todos los lugares; la
astenia incidental, hoy una plaga
mexicana; como ser golfo sin efectos secundarios en las privilegiadas condiciones
del altiplano; en México, el ponche el mejor sistema de calefacción; un
cuchillo enterrado al pié de un árbol, método mexicano para detener el cambio
climático; la falta de colmillos de los mexicanos sonrientes; la comida, medio
privilegiado de comunicación de los mexicanos. En fin, la maltratada y ajada
vestimenta de los habitantes de México D.F. que buscan remedio en la cultura.
No cabe duda de que la idiosincrasia diaria
del mexicano sostendría sobradamente cien o más historias. Pero Villoro también
sabe abrir fronteras y observar en el exterior. Por eso otras de sus historias
se dispersan por distintos territorios: Kenzanburo Oé y su idea del altar, la
tos, identidad de la Alemania unificada;
la magia del primer alunizaje en feliz o desafortunada coincidencia con el
enamoramiento de dos gemelas; la refutación de la existencia de Dios según César
Aira, o la atractiva vida paralela, el “avatar” que nos brinda Second Life,
representación de la fuga psicológica perfecta.
Villoro no eleva todo este anecdotario a
categoría, pero lo aprovecha para tejer, con la prosa precisa que caracteriza
su escritura, historias muchas veces minúsculas, con recursos frecuentes a los
malentendidos, a las paranoias de nuestros días, que nos atraen porque no se
salen de la cotidianeidad y están escritas con humor socarrón, mas tan sutil
que apenas se nota.
El origen articulista de estas historias, “articuentos”,
las aleja de los momentos y pautas canónicas de un cuento o narración breve
(introducción -desarrollo-desenlace). Son relatos planos, crónica de la
realidad, retratos del presente, y no demandan suspense ni desenlaces
sorpresivos. En vez de eso, Villoro le regala al lector historias cargadas de ingenio y de humor, mirada
a ciudades en las que descubre lo extraordinario y lo habitual. Ingeniosas reflexiones en la
que, por lo general Villoro deja que sea el lector quien extraiga las conclusiones,
como en el caso de esa vida espectral o digital, en cualquier caso fantasmagórica,
que hoy está sustituyendo a la vida real. El autor plantea la historia y nos
ofrece el material para que nos demos comprendamos dónde está la auténtica
vida, la verdadera realidad.
Así pues, un amplio catálogo de historias. La
lectura de cualquiera de ellas nos tienta a leer la siguiente. Un libro
hedonista, periodismo/narrativa de tentación. Un buen manjar literario que
tiene la ventaja de huir de asuntos transcendentales, sustentado en lo
cotidiano, y al que el tamiz literario por el que Villoro lo hace pasar, lo
convierte en interesante. En definitiva, historias que por ser tan cotidianas,
definen nuestra manera de estar en el mundo, más bien poco heroica y carente de
suspense. Villoro, es verdad, construye una historia de cualquier situación,
por trivial que sea. Y eso no está al alcance de cualquiera. Pequeños textos,
engranes minúsculos del vivir diario que, si bien no admiten comparación con
sus novelas como El testigo, El disparo
de Argón o Arrecife, constituyen
un ingenioso y placentero plato literario, porque a veces las apariencias
engañan y lo ordinario puede estar preñado de encantos.
Francisco
Martínez Bouzas
Juan Villoro |
Fragmentos
“En
México el mejor sistema de calefacción es el ponche. Nuestros hogares son tan gélidos
que si uno abre la puerta, se enfría la calle.
Por
alguna razón la arquitectura «típica» fue planeada para los soles de una tórrida
Arabia. Las casas estilo «colonial mexicano» tienen ventanucos de convento y
pisos de piedra sacrificial. Aunque suele haber chimenea, casi nunca hay leña.
En lo que toca a las viviendas comunes (que el optimismo llama «de interés social») sólo se puede decir que
sus pasillos redefinen la palabra «chiflón»: el aire convierte las paredes en
una caja de resonancia para los conciertos del dios Eolo.
Si
se descuentan las costas y el norte del país, donde la sensatez ha repartido
chamarras, la mayoría de los mexicanos padecemos más frío que los esquimales.
Esto se debe a que vivimos según la hipótesis de que también en el altiplano
somos tropicales. Abrigarse no sólo parece innecesario sino de mal gusto.
Cuando alguien llega con abrigo a la fiesta le preguntan con sorna: «¿Dónde fue
la nevada?» Aunque a todo el mundo le salga vaho de la boca, la etiqueta
nacional exige ponerse dos camisas antes que usar ropa de invierno.”
…..
“Hemos
usado tanto la amabilidad que ya la gastamos. La cortesía se fue de nuestras
calles, para refugiarse en las películas mexicanas de los años cuarenta.
Escribo
estas líneas desde la ciudad de México, conocido bastión del catastrofismo. Sé
que en provincias se conservan hábitos ajenos a la prisa y la neurosis, pero
también ahí he advertido el deterioro: la gentileza atraviesa una crisis
nacional.
¿Qué
tan grave es esto? Es obvio que un patán puede ser feliz. La cordialidad no
garantiza el bienestar ni pertenece a los recursos más importantes de un país.
Sin embargo, la forma en que nos saludamos describe la realidad que
compartimos.
Cuando
yo era niño, un caballero era una persona de urbanidad dramática, capaz de
dirigirse a su vecina en estos términos: «¡A sus pies, señora!»
Un
inútil sentido de la discreción impedía hacer preguntas directas. Como el
estado habitual de la infancia es la confusión, nos hubiera encantado decir «¿qué?»
a cada rato. Pero eso era grosero. Había que decir «¿mande?», como peones de hacienda.”
…..
“Aunque
no parecen muy atentos, los hombres reiteran su presencia. Escuchan con aire
errático del que está ahí porque afuera hace más frío o absortos en incendios
que tal vez son interiores. Los de México, Distrito Federal, visten las ropas
maltratadas que suelen distinguir a quienes buscan fervoroso remedio en la
cultura. Rompevientos desgastados, pantalones luidos, zapatones con cuarteadoras.
Llenan arrugadas bolsas de plástico a modo de portafolios; prefieren los lápices
a las plumas, no tiene reloj, usan boinas raras, hechas de un casimir que hace
medio siglo fue un chaleco. Aunque normalmente son de una limpieza escrupulosa,
a veces muestran lastimaduras, una uña negra y rota, una rajada en la mejilla,
un manchón de Merthiolate en la frente. Cuando el autor, acostumbrado a su
presencia sigilosa, se acerca a saludarlos, hablan con respeto evocador de
otros tiempos: «Gusto en verlo, maestro.»
(Juan Villoro, ¿Hay
vida en la tierra?, páginas 61, 140, 368)
Gracias, amigo, por esta deliciosa e ilustrante entrega de una obra que ya me atrapa desde los fragmentos que aquí obsequias. Un gran abrazo.
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