Anne Serre
Editorial Anagrama, Barcelona, 2014, 69 páginas.
Los hermanos Grimm escribieron un cuento con
el mismo título que el que rotula la novela breve de Anne Serre (Burdeos, 1960).
La autora es una fiel continuadora de la tradición francesa de escritores/as sensuales
y eróticos que han tematizado el sexo con osadía, traspasando las fronteras de
lo convencionalmente correcto y asimilable. Y en algo pues de los grandes
cuentistas germanos se alimenta esta fábula amoral. Seguramente solo en el título,
porque ésta no es una historia para niños, sino una historia sobre niños que
crecen de una forma equivocada, trastornada son sus palabras, en “una vida de
familia” -el equivalente de la mesa de los cuentos de los alemanes- que se llena de manjares al
pronunciar las palabras mágicas. En torno a esa “mesa” los miembros de una
peculiar familia dan rienda suelta a las depravaciones más sórdidas e insospechadas.
La versión de ¡Ponte, mesita! en la pluma de Anne Serre se desarrolla en la década
de los 60, en una pequeña ciudad francesa. Allí se despliega esa “vida de
familia” realmente estremecedora, sin ley, que “gozan” o “sufren” todos los
miembros de un clan familiar -también tres niñas preadolescentes-, con la
participación de un círculo de amigos. Son
Ingrid, Chloé y la mayor de las hermanas que se convierte en la voz
narradora, que ha decidido contar su vida en una situación tan irregular y “tan
regular” como la de su familia. Las tres participan desde muy temprana edad en
las actividades sexuales de sus padres a la que se suma un pequeño grupo de amistades,
casi todas masculinas: el doctor Mars, el óptico Pierre Peloup, un agente de
seguros, los hermanos Vinessé, Marjorie y Myriam de Choiseul. Prácticas pedófilos
e incestuosas difícilmente describibles e imposibles de asimilar: las
tendencias travestis del padre con el que las tres ninfas preadolescentes
practican un sexo brutal que las deleita; el sexo oral y mastubatorio con la
madre ninfómana, las visitas lujuriosas y desenfrenadas del doctor, del óptico
(“un lobo con dientes blancos y puntiagudos”), del agente de seguros, que las
niñas reciben con entusiasmo infantil porque allí “todos éramos felices” (página
26) y gozan de la depravación y de las orgías sin conciencia de perversión ni
de culpa.
Porque así como hay literatura y arte eróticas
(Sade, Nabokov, Bataille, Schaer-Masoch, Balthus, el pintor de las niñas impúberes sin
pudor…) en las que la infancia o la adolescencia se nos presenta como infame y
pervertida, viciada por el mal o corrompida por el adulto, en la primera parte
de ¡Ponte, mesita! en cambio, esa
amoralidad está completamente ausente. Las niñas parecen vivir la normalidad de
sus vidas en un inocente paraíso sexual, con el sexo familiar como el feliz ágape
de cada día, con una sórdida turbulencia de cuerpos, incestuosos o no, que
succionar, que gozar, en un espectáculo donde el vicio, que para las impúberes
no es tal, lo llena todo con sus carnosidad desenfrenada, animal y delirante.
Pero la novela de Anne Serre tiene una
segunda y una tercera parte: la protagonista cumple quince años y abandona la
casa familiar, sale al mundo. Un giro radical en el relato que no alude, sin
embargo, a ningún tipo de arrepentimiento, sino a un despertar real, en un
peregrinaje inacabado por Francia e Italia. Un viaje a ninguna parte borrando
rastros para poder estar sola, mas sin que nunca se le escape de sus manos el
pasado familiar, su complicidad erótica. Pulveriza, no obstante, la caja fuerte
de su infancia gracias al deseo que prende en ella, de escribir historias. Sin
sexo durante mucho tiempo y ligada a la vida de antaño tan solo por el lenguaje.
Y atenta a las gozosas espirales que traza el mundo para que el hecho de vivir
le procure un gozo inmenso y surja una obra de arte gracias a los cuerpos, las
manos, los ojos. Gracias a un pobre corazón (página 69).
Una pieza literaria de gran atrevimiento
pero no menor calidad, con influjo de los grandes maestros de la literatura erótica,
especialmente de Sade, al que cita explícitamente en algún momento. Anne Serre
es capaz de desplegar un menú hipersexual (incesto, sodomía, pedofilia,
fetichismo, adulterio, travestismo, triángulos, orgías) que impactará sin duda al
lector, pero que la autora sabe alejar hábilmente de la pornografía mediante
una verdadera sensibilidad artística. Un cuento inquietante y duro sin duda, más
que nada tiene que ver con lo soez y lo sucio, gracias a una prosa estilizada y
a un lenguaje a veces muy poético, que no explicita lo evidente sino que opta
por la vía del minimalismo. Y con la expulsión de la infancia y un final
soñador gracias a la escritura.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Mamá iba desnuda la mayor parte del
tiempo. «No tienes pudor», le decía papá. Se cepillaba enérgicamente el vello púbico
ante el espejo del vestíbulo, tan seria como cuando lo hacía con sus dientes
por las noches. Una amiga de clase se quedó patidifusa: «¡Tu madre está
desnuda!», me susurró. «Sí», contesté, « en casa no tenemos pudor.» Luego le
gustaba venir a casa para ver a mamá desnuda junto a la ventana del salón, o regando
las flores mientras se balanceaban sus voluptuosos pechos.”
…..
“El
sexo de papá nos deleitaba. No nos cansábamos nunca de verlo ni de tocarlo. Su
forma ejemplar se erguía con tal autoridad, eran tan vivos los placeres que nos
procuraba que recuerdo la alfombra de grandes flores de su despacho como un
jardín muy superior a los de Le Nôtre. Papá actuaba con un punto de brutalidad
que nos fascinaba. Lo de mamá era la locura, lo suyo eran las caricias y la
extraordinaria suavidad de su cuerpo blanco y suave; lo de papá, la seriedad,
la brutalidad. Como ya he dicho, Ingrid fue su preferida durante mucho tiempo,
pero tampoco dudaba en encerrarse a veces en su despacho con Chloé y conmigo.
Un poco como actuaba el doctor Mars con mamá, pero no con tanto apremio,
dedicando siempre más tiempo al placer, papá nos montaba con vigor.”
…..
“¿Por
qué ha tenido que enloquecer tanta gente a mi alrededor? ¿No podían, como yo,
haberse limitado a la maravillosa mesa de disco reluciente donde se refleja
toda nuestra historia, interrogar esa mesa, hacerla hablar, hacerla bailar?
¿Por qué la relegaron? ¿No era evidente, ni para ellos ni para mí, que ese lago
y su agua oscura nos salvarían, siempre que los escrutásemos? ¿Fue ese lago un
pozo sin fondo para todos aquellos que desaparecieron posteriormente? ¿Amé yo más
que todos ellos lo que se reflejaba en él?
Salí
serenada de aquella visita. Era bueno que no quedaran más rastros de nuestro
pasado. Y sin embargo pensaba en la mesa, tenía ganas de volver a verla. Si
alguna vez he soñado poseer un mueble, a todas luces era aquella mesa demasiado
grande para mi vida. No cabía duda de que era una mesa mágica como la del
cuento de Grimm.”
(Anne Serre, ¡Ponte, mesita!, páginas 10, 25, 48-49)
Realmente distinta...e interesante!
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