domingo, 4 de mayo de 2014

UNA INMENSA ORGÍA TRANSFORMADA EN FÁBULA ERÓTICA



¡Ponte, mesita!

Anne Serre

Editorial Anagrama, Barcelona, 2014, 69 páginas.



   Los hermanos Grimm escribieron un cuento con el mismo título que el que rotula la novela breve de Anne Serre (Burdeos, 1960). La autora es una fiel continuadora de la tradición francesa de escritores/as sensuales y eróticos que han tematizado el sexo con osadía, traspasando las fronteras de lo convencionalmente correcto y asimilable. Y en algo pues de los grandes cuentistas germanos se alimenta esta fábula amoral. Seguramente solo en el título, porque ésta no es una historia para niños, sino una historia sobre niños que crecen de una forma equivocada, trastornada son sus palabras, en “una vida de familia” -el equivalente de la mesa de los cuentos de los  alemanes- que se llena de manjares al pronunciar las palabras mágicas. En torno a esa “mesa” los miembros de una peculiar familia dan rienda suelta a las depravaciones más sórdidas e insospechadas.

   La versión de ¡Ponte, mesita! en la pluma de Anne Serre se desarrolla en la década de los 60, en una pequeña ciudad francesa. Allí se despliega esa “vida de familia” realmente estremecedora, sin ley, que “gozan” o “sufren” todos los miembros de un clan familiar -también tres niñas preadolescentes-, con la participación de un círculo de amigos. Son  Ingrid, Chloé y la mayor de las hermanas que se convierte en la voz narradora, que ha decidido contar su vida en una situación tan irregular y “tan regular” como la de su familia. Las tres participan desde muy temprana edad en las actividades sexuales de sus padres a la que se suma un pequeño grupo de amistades, casi todas masculinas: el doctor Mars, el óptico Pierre Peloup, un agente de seguros, los hermanos Vinessé, Marjorie y Myriam de Choiseul. Prácticas pedófilos e incestuosas difícilmente describibles e imposibles de asimilar: las tendencias travestis del padre con el que las tres ninfas preadolescentes practican un sexo brutal que las deleita; el sexo oral y mastubatorio con la madre ninfómana, las visitas lujuriosas y desenfrenadas del doctor, del óptico (“un lobo con dientes blancos y puntiagudos”), del agente de seguros, que las niñas reciben con entusiasmo infantil porque allí “todos éramos felices” (página 26) y gozan de la depravación y de las orgías sin conciencia de perversión ni de culpa.

   Porque así como hay literatura y arte eróticas (Sade, Nabokov, Bataille, Schaer-Masoch,  Balthus, el pintor de las niñas impúberes sin pudor…) en las que la infancia o la adolescencia se nos presenta como infame y pervertida, viciada por el mal o corrompida por el adulto, en la primera parte de ¡Ponte, mesita! en cambio, esa amoralidad está completamente ausente. Las niñas parecen vivir la normalidad de sus vidas en un inocente paraíso sexual, con el sexo familiar como el feliz ágape de cada día, con una sórdida turbulencia de cuerpos, incestuosos o no, que succionar, que gozar, en un espectáculo donde el vicio, que para las impúberes no es tal, lo llena todo con sus carnosidad desenfrenada, animal y delirante.

   Pero la novela de Anne Serre tiene una segunda y una tercera parte: la protagonista cumple quince años y abandona la casa familiar, sale al mundo. Un giro radical en el relato que no alude, sin embargo, a ningún tipo de arrepentimiento, sino a un despertar real, en un peregrinaje inacabado por Francia e Italia. Un viaje a ninguna parte borrando rastros para poder estar sola, mas sin que nunca se le escape de sus manos el pasado familiar, su complicidad erótica. Pulveriza, no obstante, la caja fuerte de su infancia gracias al deseo que prende en ella, de escribir historias. Sin sexo durante mucho tiempo y ligada a la vida de antaño tan solo por el lenguaje. Y atenta a las gozosas espirales que traza el mundo para que el hecho de vivir le procure un gozo inmenso y surja una obra de arte gracias a los cuerpos, las manos, los ojos. Gracias a un pobre corazón (página 69).

   Una pieza literaria de gran atrevimiento pero no menor calidad, con influjo de los grandes maestros de la literatura erótica, especialmente de Sade, al que cita explícitamente en algún momento. Anne Serre es capaz de desplegar un menú hipersexual (incesto, sodomía, pedofilia, fetichismo, adulterio, travestismo, triángulos, orgías) que impactará sin duda al lector, pero que la autora sabe alejar hábilmente de la pornografía mediante una verdadera sensibilidad artística. Un cuento inquietante y duro sin duda, más que nada tiene que ver con lo soez y lo sucio, gracias a una prosa estilizada y a un lenguaje a veces muy poético, que no explicita lo evidente sino que opta por la vía del minimalismo. Y con la expulsión de la infancia y un final soñador gracias a la escritura.



Francisco Martínez Bouzas




 
Anne Serre


Fragmentos



“Mamá iba desnuda la mayor parte del tiempo. «No tienes pudor», le decía papá. Se cepillaba enérgicamente el vello púbico ante el espejo del vestíbulo, tan seria como cuando lo hacía con sus dientes por las noches. Una amiga de clase se quedó patidifusa: «¡Tu madre está desnuda!», me susurró. «Sí», contesté, « en casa no tenemos pudor.» Luego le gustaba venir a casa para ver a mamá desnuda junto a la ventana del salón, o regando las flores mientras se balanceaban sus  voluptuosos pechos.”



…..



“El sexo de papá nos deleitaba. No nos cansábamos nunca de verlo ni de tocarlo. Su forma ejemplar se erguía con tal autoridad, eran tan vivos los placeres que nos procuraba que recuerdo la alfombra de grandes flores de su despacho como un jardín muy superior a los de Le Nôtre. Papá actuaba con un punto de brutalidad que nos fascinaba. Lo de mamá era la locura, lo suyo eran las caricias y la extraordinaria suavidad de su cuerpo blanco y suave; lo de papá, la seriedad, la brutalidad. Como ya he dicho, Ingrid fue su preferida durante mucho tiempo, pero tampoco dudaba en encerrarse a veces en su despacho con Chloé y conmigo. Un poco como actuaba el doctor Mars con mamá, pero no con tanto apremio, dedicando siempre más tiempo al placer, papá nos montaba con vigor.”



…..



“¿Por qué ha tenido que enloquecer tanta gente a mi alrededor? ¿No podían, como yo, haberse limitado a la maravillosa mesa de disco reluciente donde se refleja toda nuestra historia, interrogar esa mesa, hacerla hablar, hacerla bailar? ¿Por qué la relegaron? ¿No era evidente, ni para ellos ni para mí, que ese lago y su agua oscura nos salvarían, siempre que los escrutásemos? ¿Fue ese lago un pozo sin fondo para todos aquellos que desaparecieron posteriormente? ¿Amé yo más que todos ellos lo que se reflejaba en él?

Salí serenada de aquella visita. Era bueno que no quedaran más rastros de nuestro pasado. Y sin embargo pensaba en la mesa, tenía ganas de volver a verla. Si alguna vez he soñado poseer un mueble, a todas luces era aquella mesa demasiado grande para mi vida. No cabía duda de que era una mesa mágica como la del cuento de Grimm.”



(Anne Serre, ¡Ponte, mesita!, páginas 10, 25, 48-49)

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