Kobo Abe
Traducción de Ryukichi Terao
Ediciones Siruela, Madrid, 2012, 157 páginas
Con las palabras con las que rotulo este
comentario crítico, da comienzo prácticamente esta novela de Kobo Abe (Tokio
1924-1993), un escritor capaz de abarcar con su escritura un amplio registro,
tanto en los terrenos líricos como en los novelísticos y en la dramaturgia. Su
nombre, unido por ejemplo a Kenzaburo Oe
o a Kawabata, demuestra que la literatura nipona contemporánea no solo es Mishima
o, en nuestros días Murakami. Kobo Abe es probablemente el escritor más
homologable a la narrativa occidental, porque, tras un breve período como
dramaturgo marxista, generó una escritura que se convirtió en su estilo
característico. En efecto, instalado en una estética del absurdo muy kafkiana,
Kobo Abe acostumbra presentar y formular en su novelística problemas y
preguntas sobre la identidad individual, llegando incluso a transformar al
protagonista o a alguno de los actantes
de sus novelas en objetos o animales. Su elenco de personajes suele estar
copado por seres alienados transitando por situaciones estrambóticas con una
profunda carga simbólica y toques surrealistas. Dentro de este extraño y a la
vez sugestivo universo abeano, destacan La
mujer de arena (1962), El mapa quemado
(1967), Idéntico al ser humano (1967),
y El hombre caja (1973).
El paraíso que busca el ser humano en la
narrativa de Kobo Abe, se encuentra en
la respuesta en el ya mencionado interrogante identitario: ¿Quién soy yo? ¿Quién
es el otro? Preguntas que adquirirán una gran relevancia después de la derrota
de la Segunda Guerra Mundial, que generó en Japón amplias transformaciones
culturales, sociales y políticas, entre ellas la preocupación por la paz, el
valor de la democracia, el deseo de progreso, con profundos contrapuntos: la
vacuidad y el consumismo que tanto atormentaron a Mishima en la antesala de su
suicidio.
El
hombre caja es una propuesta narrativa estrechamente relacionada con el
universo de Kafka y de Samuel Beckett, y en la substancia más recóndita de la
novela se esconde igualmente el tema de la alienación humana.
Pero ¿quién es esa metamorfosis del hombre
caja? Ese individuo que se pone una caja en la cabeza que le cubre medio
cuerpo, no tiene porque ser el propio sujeto de forma exclusiva. Existen sin
duda muchos hombres caja, pero su presencia no es llamativa. Suelen confundirse
con basura, escondidos debajo de un puente peatonal (página 13). Mas que nadie
confunda al hombre caja con un vagabundo. Ellos le rechazan y maltratan, en
especial los “mendigos emblema”. Sin embargo el hombre caja ha perdido su
identidad y despide un aliento letal. Pese a ello, cuando alguien se contagia
de la presencia del hombre caja, incuba el deseo de convertirse él mismo en
hombre caja.
El hombre caja deambula por la ciudad
observando la realidad: el mundo y la gente desde el periscopio de su caja de
cartón. ¿Qué pretende Kobo Abe con todas estas referencias? A mi entender,
hacernos ver que el hombre de hoy ha perdido su identidad y por eso se refugia
en ese artefacto de la caja que oculta su propio yo. Y así avanzan las páginas
de esta novela: imágenes deslumbrantes, múltiples referencias metanarrativas que atrapan al lector en un extraño laberinto,
en una alucinación fantasmagórica, “productos de la imaginación pero nada de
mentira” (página 121), capaces de atrapar a un lector que transcienda el exotismo de una buena
parte de la literatura japonesa y apueste por los universos simbólicos de este
Kafka nipón, por sus fantasías, sus secuencias aparentemente absurdas, pero
cargadas de simbolismo. Por todo ello, esta obra, pese a estar escrita en la década
de los setenta, es un verdadero anticipo de la posmodernidad. La degustarán con
placer aquellos paladares dispuestos a sumergirse en lo simbólico y en el mar
de fondo de las obsesiones del autor. Si lo hemos hecho con Kafka, ¿por qué no
hacerlo con este su “pariente” oriental?
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Mi caso
Ésta
es la crónica de un hombre caja. Acabo de empezar a redactar esta crónica
dentro de una caja de cartón que, puesta sobre la cabeza, me cubre medio cuerpo
con holgura, justo hasta la cintura.
Es
decir, el hombre caja, de momento, soy yo; acomodado dentro de la caja, el
hombre caja redacta la crónica sobre el hombre caja.”
…..
“Aunque
parezca redundante, reitero que ahora yo mismo soy un hombre caja. En lo
sucesivo, me permitiré escribir un poco sobre mí mismo.
En este mismo instante, estoy redactando
estos apuntes, resguardado de la lluvia, bajo el puente de la avenida estatal número
3, que atraviesa el canal…Bajo el peso de la lluvia que no ha cesado desde la
mañana, el cielo nocturno, todo oscuro, arrastra faldones de nubes densas sobre
la tierra. Sólo se distinguen las bodegas de la unión pesquera y depósitos de
madera hasta donde alcanza la vista…La única luz de que dispongo es la linterna
que cuelga del techo. La tinta supuestamente verde del bolígrafo ahora se ve
negra.”
…..
“Ahora
estás escribiendo tú.
Estarás
quizás en un cuarto oscuro con todas las luces apagadas, menos la lámpara
colocada sobre el escritorio. Acabas de respirar hondo, levantando la vista de
la «Declaración», a medias todavía. Sin cambiar de postura, giras en diagonal
la cabeza hacia la derecha y encuentras un tenue rayo que roza el extremo
derecho del escritorio; es la luz del pasillo que se cuela por debajo de la
puerta. Si pasa alguien, su sombra se proyecta automáticamente al atravesar la
luz. Esperas siete, ocho segundos…No hay nadie.”
(Kobo Abe, El
hombre caja, páginas 8, 20, 101)
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