“LA
CASA SALVAJE”: ASÍ ES VIVIR
Ángela
Álvares Sáez
Editorial
CELYA, Toledo, 2019, 43 páginas
Hace dos años. Ángela Álvarez Sáez escribía que “hay cosas, personas,
voces poemas, canciones que te hace sentir como si todo pudiera ocurrir. Como
si se abriera un vórtice y el corazón te diera un vuelco y te sientes extasiado
por tanta belleza”. Palabras inspiradas, pues eso es lo que me ha ocurrido con
la lectura de los cuatro poemas de este libro. Su lectura, en efecto, ha
provocado en mi una especial y gozosa turbación, a pesar de la amplitud de
estos poemas que le dan forma a este libro,
La casa salvaje con el que la autora se hizo merecedora del XVII Premio
Internacional de Poesía León Felipe. Uno más a añadir a su ya amplia colección
de galardones. La casa salvaje se
nutre de poemas muy reflexivos y sentimentales, mas, en mi opinión más apelativos que elegíacos tal como
los valoró el jurado. Quizás también elegíacos, pero solo en cuanto nos pueden
exhortar a la reflexión, respondiendo a motivos íntimos y también a algunos
públicos, pero no de lamento, sino de
reconocimiento y gozo por el hecho de vivir, de sobrevivir.
La poeta, en efecto, se sirve de íntimos
universales poéticos que articula en poemas largos, manteniendo en cada verso la
tensión poética y resolviéndolos en la circular perfección reflexiva, evocativa
y sentimental.
En el primer poema “Génesis” escuchamos la
voz de un “futurible” -hablando con palabras mentecatas- de algo que no ha
llegado a nacer. Su madre, un útero que le impide respirar el mar; el agua en
la que nada es líquido amitótico. Sin tener ojos, sabe lo que es ver, sin tener
oídos, escucha el canto materno. La voz del padre cose la aridez de sus
huellas. E invoca a la madre: “Siento tu calor, madre. Siendo el tacto de tus
cicatrices” (página 12), y se empapa de la sangre que lo alimenta. Y sigue el
poema invocando el no nacido todo lo que una madre es para un feto: caricias,
miedo, dolor que las manos maternas activarán. Algo semejante, aunque con una
tonalidad no tan íntima, ocurre con el padre: “No estás conmigo, pero te siento
una parte de mi” (página 13). Pero el futuro no es la tranquilidad del vientre
materno. Y todo lo que ahora siente: la placenta, el útero… llegará un día en
que se habrá escindido del poema y también de la vida.
Reflexiona igualmente todo lo que en sus
venas se conserva de sus antepasados. Hasta que llega el momento de abandonar
el poema raíz. Por eso invoca a la madre para no nacer. Pero prorrumpirá en
este mundo y caminará hacia la tierra de sus antepasados. El linaje está
salvado. Intenso y hermoso poema en el que la poeta cede la voz al que va nacer
y que ya presiente que la vida no es una mar de rosas.
La existencia prosigue tras el nacimiento, y
la poeta la representa en el poema “Luz y sombra”. La luz y las sombras que se
perciben en la tierna infancia con sus juegos, con los cantos de la madre al
llegar la noche. Los monstruos del sueño acechan a la niña, pero ahí está Mamá.
Es una bebé recién nacida que aún no ha hundido sus raíces en la tierra. El
padre acude de noche cuando gimotea. Aprende palabras en su niñez todavía
incipiente y dorada, y se vuelve arena en el poema.
Un giro radical
se produce en el tercer poema, “Amor y violencia”. Un muestrario espantoso de
ese “homo homini lupus” en los tiempos actuales: con ejércitos bombardeando
ciudades, niños desplazados, el horror desgranado en el silencio, mujeres
asesinadas en México, el atentado en los trenes de Madrid… Y la naturaleza
sangrando con una quebradura constante: animales desangrados, asados, cocidos
vivos… Y en medio de tanta violencia, el amor: con tu hija recién levantada
corriendo hacia ti. El amor y la
maternidad como una pulsión dorada y roja. Sí, el amor, pese a la violencia,
porque es el que nos salva.
Cierra el libro el poema, en mi opinión,
menos vitalista: “Eternidad”. Un canto a la tierra de los ancestros a la que
volveremos; y así retornaremos al poema inicial. La vida será un volver.
“Volver a sembrar el poema para ver florecer el almendro de la infancia”
(página 39). Retornar a los sitios amados, gozados, incluido “el límite
metálico de Madrid” (página 41). Volver a los miedos, también al miedo a no
ser. Volver a todas las experiencias vitales hasta cerrar los ojos y no ver nada
porque la eternidad “ha hundido sus raíces en mi carne” (página 43)
Poesía de nuevo existencialista del autodescubrimiento
de los enigmas del ser, de la vida y del mundo. De las grandes incógnitas que fustigan
el corazón del hombre, que diría Dámaso Alonso. Poesía ajena a las medidas métricas
y rítmicas pero no carente de forma. Un libro muy breve pero rebosante de sustancia,
de vida, de carnalidad. Formando los cuatro poemas una gran metáfora sobre los que
es vivir.
Francisco Martínez
Bouzas
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