Paul Auster
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
Editorial Anagrama, Barcelona, 264 páginas
(LIBROS DE FONDO)
Para criticarlo, alguien dijo una vez que Paul Auster como escritor era un buen muchacho. Sin embargo, es una evidencia incontestable que este hombre es un gran escritor. Este ‘muchacho’ de 57 años, -66 en estos momentos- que en su infancia quería ser bombero, jugador de fútbol y, ya en su adolescencia, tenía la convicción de que acabaría siendo escritor, sin saber por qué, sin tener muchas cosas que contar, sin apenas saber relatarlas. Una evidencia incontestable, porque Paul Auster escribe tanto con el cuerpo como con la cabeza y a pesar de la flebitis que convierte en dolor cada uno de sus pasos, ni su cuerpo ni su cabeza fallan a la hora de fabular.
Auster empezó a ser conocido en 1985 después de la publicación de La ciudad de cristal, el primero de sus libros, que más tarde haría parte de la “Trilogía de Nueva York”. Como en el caso de tantas obras de éxito, fue rechazado por múltiples editores. Lo publicó al final una pequeña editora de Los Angeles y Paul Auster comenzó a ser conocido.
Vendrían luego sus grandes éxitos: El palacio de la Luna, ‘La música del azar, Leviatán, La invención de la soledad, Mr. Vértigo… y otros éxitos posteriores a la publicación de esta reseña, el último en español, Sunset Park, 2010) Ciertas distracciones cinematográficas y la edición de materiales ajenos, escritos por oyentes de una emisora de radio (Creía que mi padre era Dios), supusieron un alejamiento del escritor del azar de la verdadera ficción.
Pero Paul Auster regresó de nuevo al género narrativo con una excelente novela, The book of illusións (2002), traducida a los pocos meses al español bajo el título ‘El libro de las ilusiones’. De nuevo los lectores de Auster, en mayor número quizás en Europa que en América donde le consideran un escritor de elite, quedaron seducidos por las trampas del azar, por la búsqueda de coincidencias, por el sentido de las casualidades, de los encuentros no programados; todos esos fenómenos misteriosos que parecen saltar por encima del tiempo, del espacio y de la voluntad humana para acabar repletos de significados ocultos. Un mundo en definitiva ateorizable donde los significados fortuitos se convierten en destino.
Y en el 2003, otra obra emblemática, otro chute de droga austeriana como la define su editor español: Oracle night que vio ver la luz en español con el título La noche del oráculo en el año 2004 y que en septiembre de ese año había vendido vendió solamente en España ya dos ediciones, coincidiendo con el incremento de la militancia anti-Bush del escritor. Porque Paul Auster, además de excelente narrador es el otro rostro de Estados Unidos. Inteligente, elegante, crítico, embajador natural de la América culta y cultivada que entonces anhelaba liberarse en noviembre de Bush, causa -el relevo del tejano de la Casa Blanca- por la trabajó todo lo que puede tanto él como su mujer, la también escritora Siri Hustvedt.
Confirma así pues Paul Auster el retorno a la gran novela con La noche del oráculo (Anagrama, 2004), un libro sobre temas que no son ajenos a la narrativa austeriana. De hecho a los conocedores de su literatura les será suficiente leer la cubierta posterior del libro para darse cuenta de que la novela, contando otra historia y poniendo en escena otros personajes, trata de lo de siempre, de las grandes obsesiones del escritor nacido en Newark: la condición humana, las arduas y difíciles relaciones entre las personas, esos hilos invisibles, gobernados por el azar, que convierten la vida en algo caótico, capaz al mismo tiempo de sumirnos en la soledad o de hacernos vibrar con minúsculos momentos de felicidad.
La noche del oráculo gira en torno a una idea crucial: el perdón. Saber si en el amor somos capaces de superar nuestras vanidades y egoísmos y perdonar los errores de los demás. Sin embargo, esta temática central se despliega a través de una historia que dentro de sí lleva una historia y ésta otra. Cada personaje en el libro cuenta la suya. Una novela construida, pues, como las muñecas rusas y en la que el escritor estadounidense mezcla vida y literatura.
Pero los pequeños bocetos de historias se suturan finalmente y se unen al borrador de la novela que el protagonista principal, Sdney Orr, escribe en un misterioso cuaderno. Sydney Orr acaba de salir de una grave enfermedad que le tuvo a las puertas de la muerte. A la salida del hospital pasa el día deambulando por Nueva York. En uno de sus paseos, encuentra en una librería de Brooklyn un cuaderno portugués que le devuelve las ganas de escribir, que se le habían evaporado tras la enfermedad.
Y empieza a escribir la historia de su alter ego, Nick Bowen, un editor que cambia radicalmente de existencia después de un hecho casual; salva la vida al desprenderse una gárgola y caer en el sitio que ocupaba en el instante anterior. Una escena en la que Paul Auster admite haberse inspirado en el personaje de Flitcraft de El halcón maltés de Dashiel Hammet. De la primera muñeca rusa, la historia de Sydney Orr, Auster extrae una segunda novela que su protagonista empieza a escribir en el cuaderno azul. Y de ahí, otra tercera: el protagonista de la novela que redacta Sydney Orr es el editor que inicia la nueva vida tras haberse librado de la muerte en la ruleta del azar.
Y paralelamente, los diversos personajes de la novela cuentan a su vez sus pequeñas historias, como el taxista, Ed Victory, que es poseedor de un manuscrito idéntico (La noche del azar), cuyo contenido también se esboza para el lector. De este modo, una historia lleva a otra historia y así como en La noche americana Truffaut hizo cine dentro del cine, Paul Auster escribe una novela dentro de otra novela y obliga a la realidad y a la ficción a intercambiar papeles y al lector a estar atento para atrapar la complejidad de unos relatos yuxtapuestos y perfectamente suturados.
La noche del oráculo es Paul Auster en estado puro y sus pilares son los que aparecen prácticamente en toda su escritura: la creencia en los poderes inmanentes del azar, en sus cabriolas muchas veces mortíferas. Llámense casualidades o inconcebibles coincidencias. Paul Auster, como los grandes clásicos de la tragedia griega, cree que el individuo no es libre a la hora de alcanzar su destino. Algo misterioso, inexplicable guía sus pasos por caminos laberínticos que le llevan hasta donde jamás se había propuesto ir. Así la compra inocente de un simple cuaderno azul es capaz de introducir un giro radical en una vulgar existencia humana.
Añádase a todo esto una continua reflexión sobre los secretos del arte narrativo y sobre la soledad del narrador. Así como la mezcla de vida y literatura. Las palabras son reales y lo real converge dentro de la novela en otras realidades que son ficciones insertas en la ficción que es la propia vida del protagonista principal. Un trapecismo literario que le recordará al lector el magistral juego de espejos que ponía fin a La dama de Shangai de Orson Welles.
Lo novedoso en la novela de Auster es la perfección en la ejecución de la estructura narrativa al hacer encajar milimétricamente las piezas de este festival de historias simultáneas en un edificio narrativo, que atrapa desde el primer renglón, y cuyo espinazo es, sin embargo, una cotidiana historia de amor y de perdón en los territorios de una realidad profunda, plural, violenta y vulnerable a múltiples acechos, en especial al de la muerte.
Francisco
Martínez Bouzas
(Texto
publicado en el periódico El País de Cali, el día 31 de octubre de 2004)
Paul Auster |
Fragmentos
“Había estado
mucho tiempo enfermo. Cuando llegó el día de salir del hospital, apenas sabía
andar, casi no recordaba quién era. Haga un esfuerzo, me dijo el médico, y en
tres o cuatro meses volverá a habituarse a las cosas. No le creí, pero de todos
modos seguí su consejo. Me habían desahuciado, y ahora que había desbaratado
sus predicciones y seguía misteriosamente con vida, ¿qué otra cosa podía hacer
sino vivir como si tuviera todo un futuro por delante?
Empecé
dando pequeños paseos, nada más que una o dos manzanas y luego vuelta a casa.
Sólo tenía treinta y cuatro años, pero a todos los efectos la enfermedad me
había convertido en un anciano: uno de esos viejales temblorosos que van
arrastrando los pies y no pueden poner uno delante de otro sin mirar cuál es
cuál. Incluso a la lentitud con que me movía entonces, andar me producía una
extraña y volátil sensación de ligereza, un barullo de señales confusas y
fallidas conexiones mentales. El mundo empezaba a girar y dar tumbos ante mis
ojos, desplazándose como una imagen en un espejo ondulado, y siempre que
intentaba centrar la mirada en una sola cosa, aislar un objeto de la
vertiginosa avalancha de colores -un pañuelo azul anudado a la cabeza de una
mujer, digamos, o la luz roja en la parte trasera de una furgoneta-, empezaba
inmediatamente a descomponerse, a esfumarse, a desaparecer como una gota de
tinta en un vaso de agua. Todo temblaba y se estremecía, se disgregaba en todas
direcciones, y durante las primeras semanas me costaba trabajo averiguar dónde
acababa mi cuerpo y empezaba el resto del mundo. Me daba contra las paredes y
los cubos de basura, me enredaba en las correas de los perros y los papeles que
llevaba el viento, tropezaba en las aceras más lisas. Llevaba toda la vida
viviendo en Nueva York, pero ya no entendía ni las calles ni el gentío, y cada
vez que salía a una de mis breves excursiones me sentía como perdido en una
ciudad desconocida.”
…..
“Al
día siguiente, esparcimos las cenizas de Trause en el césped de Central Park.
Debíamos de ser unos treinta o cuarenta aquella mañana, un grupo de amigos,
parientes y colegas escritores, sin representantes de ninguna religión y sin
nadie que mencionara a Dios entre quienes tomaron la palabra. Grace no sabía nada
de la muerte de John, y sus padres y yo habíamos decidido ocultárselo mientras
pudiéramos. Bill fue conmigo a la ceremonia, pero Sally se quedó en el hospital
con Grace, a quien habíamos dicho que su padre se volvía a Virginia y que yo lo
acompañaba al aeropuerto. Grace iba mejorando a ojos vistas, pero aún no tenía
fuerzas suficientes para resistir un golpe de tal magnitud. Las tragedias de
una en una, dije a sus padres, eso es más que suficiente. Como las gotas que
caían de la bolsa de plástico a la sonda introducida en el brazo de Grace, la
poción tenía que administrarse en pequeñas dosis. La pérdida del niño era más
que suficiente por el momento. Lo de John podía esperar hasta que se hubiera
recuperado lo bastante para resistir otra embestida de dolor.
Nadie
mencionó a Jacob en la ceremonia, pero estuvo presente en mi pensamiento
mientras escuchaba al hermano de John y a Bill y a otros amigos pronunciar el
panegírico bajo la resplandeciente luz de aquella mañana de otoño. Qué
desgracia que un hombre muera antes de tener ocasión de llegar a viejo, dije
para mis adentros, qué deprimente pensar en la obra que aún tenía por delante.
Pero si John tenía que morir ahora, pensé, entonces mejor que hubiera muerto el
lunes, y no el martes o el miércoles. De haber vivido otras veinticuatro horas,
se habría enterado de lo que Jacob había hecho a Grace, y estaba seguro de que
nada más saberlo se habría muerto. Y tal como estaban las cosas, nunca tendría
que enfrentarse al hecho de que había engendrado un monstruo, no tendría que
soportar la carga del ultraje perpetrado por su hijo contra la persona a la que
él más quería en el mundo. Jacob se había convertido en lo innombrable, pero yo
me consumía de odio hacia él y esperaba con impaciencia el momento en que la
policía lo atrapara finalmente para tener ocasión de testificar contra él en un
tribunal. Para mi eterno pesar, nunca se me dio esa oportunidad. Mientras
estábamos en Central Park aquella mañana rindiendo las honras fúnebres a su
padre.”
( Paul Auster, La noche del oráculo, páginas 9-10, 254-256)
Magnífico trabajo.
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