Philip Larkin
Traducción de Marcelo Cohen
Impedimenta, Madrid, 2015, 297 páginas
Philip Larkin (1922-1985) es conocido sobre
todo por su poesía que recibe las influencias de Thomas Hardy, T. S. Eliot, W.H
Auden y W. B Yeats. En el año 2008 el periódico The Times lo calificó como el
mejor poeta inglés de la posguerra. Sus incursiones en la narrativa produjeron
cinco novelas; tres de ellas fueron destruidas por el autor antes de su
publicación. Se salvaron Jill (1946)
y la que sería una obra maestra, A Girl
in Winter, publicada en 1947 y traducida al español y editada a finales del
pasado año por la editorial Impedimenta. Una
chica en invierno es una novela que explora con inusitada agudeza los vericuetos de los sentimientos,
especialmente el desfallecimiento del amor adolescente. Es uno de los motivos
por los que Larkin suele ser considerado un narrador antiromántico. Un
encasillamiento a todas luces injusto, ya que Una chica en invierno es una propuesta narrativa intensamente
pasional, aunque huye del sentimentalismo vacío de una juventud ofrendada a la
deidad de un amor adolescente y a unos ideales enajenados en el embelesamiento
Basándose en experiencias posiblemente autobiográficas,
Philip Larkin es capaz de ofrecer, el recuento de las experiencias de la
principal protagonista de la novela, Katherine, -uno de los personajes
femeninos mejor logrados por una pluma masculina- en una sola jornada, doce
horas en la vida de esta mujer joven en las que está concentrada toda una vida.
Con una estructura compositiva tripartita, Larkin bucea en las experiencias
vitales, especialmente sentimentales, de Katherine: una mujer a la que una
historia terrible, en plena Segunda Guerra Mundial, había obligado a abandonar
su país, que sospechamos se trata de Alemania. La hallamos viviendo en una innominada pequeña ciudad inglesa,
sufriendo las penurias de la contienda: el hambre y primordialmente el frío,
cuya presencia real y simbólica, en la primera y tercera parte, contribuye a
crear la atmósfera opresiva, la desazón
del tiempo de guerra. La protagonista había conseguido un empleo como asistente
en una biblioteca: un trabajo tedioso, bajo la férula de un jefe repugnante e
infame. Una noche que tarda en dormirse, lee la carta de Robin Fennel, un
adolescente inglés con el que había cruzado correspondencia en un programa de
intercambio epistolar.
La lectura de la carta traslada su mente a
las tres semanas que pasó en la casa familiar de Robin. Es la parte de la
novela dominada por la luz vacilante del verano inglés, del surgimiento de un
amor pasional, del primer beso y de la pérdida de la inocencia. Mas la tercera
parte volverá a estar dominada por las sombras, el frío y los sentimientos congelados
del invierno inglés en tiempos de guerra. Y sobre todo, por el desvanecimiento
de la ilusión amorosa adolescente: “Lo que una vez había sentido por él se
había desvanecido mucho tiempo atrás dejando tan solo un vacío” (página 273).
Porque, después de conocerse y tras un período breve de intercambio epistolar,
daba la impresión de que cada uno había perdido el interés por el otro. Un
desenlace árido e implacable confirmará este desinterés.
Philip Larkin da muestras de una sagaz
madurez sobre todo en el diseño de su protagonista, a la que dota de una gran
capacidad para analizar sus propias emociones y sus búsquedas, poco menos que
desahuciadas de antemano del sentido de la existencia, entreverado por las
contradicciones que anidan en los seres humanos. El escritor inglés tiene
además la capacidad de convertir los pequeños detalles, por ejemplo un partido
de tenis, en minúsculas aventuras, en hechos preñados de significado. Domina
además la descripción de los entornos que dejan de ser meros decorados y se
convierten en verdaderos protagonistas. Y lo mismo cabe decir de la oportuna
administración de los silencios y de la contención a la hora de ofrecer
información. Pero sobre todo es reseñable la facilidad para crear atmósferas
que tiñen con coherente oportunidad todo el tejido narrativo. La voz narrativa,
aunque no es la de la principal protagonista, se confunde, por el uso del
discurso indirecto libre, con las cavilaciones, añoranzas, dudas y
frustraciones de Katherine. La condición de gran poeta modula las páginas de
esta novela, a pesar de que su diégesis no hace más que reflejar el tedio
cotidiano en días de penumbra invernal y bélica y en la luz de un tibio verano
inglés, en el fondo un verano crepuscular, como se afirma en la presentación
editorial de una historia que es ya un verdadero clásico sobre la fugacidad de
los sentimientos.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Katherine
se sentó. Sus tres semanas de vacaciones, casi intactas aún, se extendían ante
ella como aguas brillantes. Allí, con los Fennel, el tiempo adquiría una
cualidad diferente. Era como si sintiese su curso lento, lujurioso, como el de
una crema espesa derramándose de una jarra de plata. Contempló a Robin mientras
aflojaba la red y cerraba la puerta de la pista con la raqueta y el tubo de
pelotas bajo el brazo y pensó que era típico de él ordenar todo después del
partido. En cierto sentido parecía el mayordomo ideal. Pero cuando él subió los
escalones de un salto y su rostro elegante, fatigado, se acercó de nuevo a
ella, volvió a turbarse profundamente y la imagen que de él tenía en la mente
se embrolló aún más. Su cabeza de oscuros cabellos ondulados se irguió con tal
independencia y atención (atención, para colmo, dedicada a ella) que fue a Katherine a quien le
pareció ocupar de pronto el sitio de la criada.”
…..
“Más
que tonta, porque, en el fondo, aunque inexpresadas, se había creado otras
fantasías. Cómo sería arrastrada por los Fennel, dejando una sumaria dimisión
dirigida al responsable de bibliotecas, para ser útil en aquella casa
fascinante hasta que el señor Fennel le encontrara un empleo bien remunerado
que ella desempeñaría sin dejar de vivir allí. Y, luego, por supuesto, la lenta
maduración que trasformaría su amistad con Robin en amor, un amor más firme y
recíproco pero tan fervoroso como su primer encuentro. O bien, si era muy
difícil tragarse esto último, al menos la aparición de algún amigo de la
familia que le daría amor, seguridad, felicidad y un pasaporte inglés. Pero,
más allá de las náuseas que todo esto le producía, la verdad pura y dura de que
él no iría a verla bastaba para oscurecerle la mente. Expulsada una vez más a
la intemperie de su propia vida, toda su naturaleza protestaba contra la
negativa de Robin y suplicaba que la admitieran de nuevo en la tranquila
alegría que había estado recordando. Se sentía abandonada entre los derruidos
pilares del día.”
…..
Así,
remotamente, siguieron hablando un rato. No obstante, la mirada de él era
íntima y escrutadora, como si fuera consciente de que ella solo lo reconocía
vagamente. E, invadida por esa desconfianza, Katherine pensaba a toda velocidad
y se repetía: «¡Es Robin! ¡Robin,
el que esperabas! Ha venido. Y pronto se marchará, así que más te vale aprovecharlo». Pero las palabras no le encendían ninguna chispa. No
lograba intoxicarse con la presencia de él y olvidar todo lo demás. Sí, estaba allí,
ruborizándose, guapo, cohibido (aunque con surcos bajo los ojos), pero también estaba
lo demás: la tetera con la funda de felpa, la señorita Green, el señor Anstey, la
señorita Parbury, cada cual en su mundo horrible y separado, y no faltaba mucho
para que todos se fueran a dormir. Además, él no le parecía abierto ni afectuoso.
Su alegría era automática, inquieta, lastimera y, sin embargo, la miraba una y otra
vez como si quisiera contarle algo.”
(Philip Larkin, Una
chica en invierno, páginas 120, 254-255, 279)
Parece interesante...
ResponderEliminarUna gran reseña, amigo. No había leído al autor y me flagelo por ello, pues me ha atrapado su estilo limpio, motivador. Un abrazo agradecido, maestro.
ResponderEliminarTu reseña es motivacional para leer a este autor que estaba perdido para mí.La novela me ha atrapado con tan sólo leer los fragmentos que muestras, muy claros y de un universo poético cautivador. Tu explicación tan precisa me ha inspirado a comprar el libro gracias, es un deleite leerte, te dejo un gran abrazo.
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