Joaquín Pérez Azaústre
Editorial Anagrama, Barcelona, 2016, 278 páginas
Ardua tarea la de intentar ficcionalizar lo
inasible, todo aquello que solamente tiene vida en el interior de los seres
humanos, lo que transciende lo empírico, los estados y flujos de conciencia.
Literatura intimista, introspectiva, esa que recorre la esfera subjetiva de los
personajes, desvelando los pensamientos, los sentimientos, las experiencias
felices o traumáticas, instauradas en las cavernas de la psique de personas que
prácticamente solo oyen sus propias voces. Enfocar los conflictos del individuo
en su esfera consciente, y quizás también en la inconsciente. Y Joaquín Pérez
Azaústre (Córdoba, 1976), un narrador y poeta aún joven, pero avalado por el
crédito de varios libros de sus autoría -Los
nadadores, el más conocido- lo hace con solvencia, en una publicación que
roza las trescientas páginas, sin provocar tedio ni desánimo en el lector, sino
una creciente intriga y curiosidad por conocer el interior de esos personajes
que se le muestran, en cuyas cavilaciones, y también torturas íntimas, los
seguimos con anhelo.
Sin apenas acción, en una vieja ciudad
costera innominada. Solo hay un piso de renta antigua, una urbanización
abandonada que lleva el nombre de “El pato salvaje”, como la pieza de Henrik
Ibsen tan presente en el relato, un lienzo que ha permanecido muchos años
escondido en un tubo de cartón, y Magritte, el pintor que concebía sus cuadros
como poemas. Y tres mujeres, tres corazones que laten en la oscuridad, clara
referencia y homenaje a Conrad, porque aún conservan vida, pero solas y
aisladas entre si. Una madre, muy hermosa todavía en su decrepitud, en
acelerada pérdida de la memoria, con lagunas y ausencias, que tiene una gran
verdad dentro y quiere contarla a sus hijas. Es una historia que le acompañó
toda su vida, desde hace sesenta años, pero cuyo origen solamente ella sabe.
Las dos hijas son Susana y Nora. La primera, profesora, cercana a la
jubilación, acaba de ser abandonada por Ernesto, su marido. Nora, vigilante de
noche en el parking subterráneo de otra ciudad, y enterrada en vida por un
complejo de culpa por haber sobrevivido en el accidente que mató a su marido.
Y poco después de un inicio rebosante de
alcohol y agresividad, el autor encauza el relato por lo impensado y nos
sumerge plenamente en una oculta historia familiar habitada por el dolor y la
soledad, que Águeda, la madre, hundida para siempre en un sueño del que no
despertará, no les pudo revelar a sus hijas. Son su secreto, el abismo de su
existencia, sus sueños truncados, de los que solamente ha sobrevivido un cuadro
escondido y algo más que no revelaré, pero que las hijas comienzan a investigar
al hacerse cargo de ella: la historia de una mujer, actriz en su juventud, que
ella misma, hundida en las grietas de su desolación, ya no podrá explicar. Reconstruir los
momentos de la vida de la madre, comunicarse con ella a través del tacto y las
caricias y seguir el rastro de un drama del pasado son los hilos conductores de
esta pieza narrativa, una profunda cala en las ruinas familiares, en los
arcanos secretos, en las zonas oscuras de los seres perdidos, en los fragmentos
del pasado únicamente intuido a través de un simple detalle o que se rastrea en
las revelaciones de una pareja amiga, en las fotografías y cuadros, espejos de
una realidad, henchida de amor, culpa y redención.
Una novela pues que le roba los secretos a
la muerte. Y lo hace en el difícil registro de la narrativa intimista. Porque
no resulta fácil narrar las vivencias más personales y las circunstancias que
rodean a los personajes, sobre todo si están vestidos de complejidad y la vida
familiar no los ha tratado de forma complaciente. Joaquín Pérez Azaústre fue
capaz de hacerlo en una novela en la que apenas pasa nada, revistiendo una
trama aparentemente intranscendente con el aliento de la emoción -no del
melodrama-, con una prosa hurtada de su condición de poeta y un lenguaje tan brillante
como contundente; a veces minucioso pero alejado de la intranscendencia porque
ese esmero descriptivo puntilloso perfila
con acuidad a los personajes. Y una arquitectura constructiva cimentada
en elementos simbólicos y en pilares femeninos, e inteligentemente punzada por
frecuentes referencias a El pato salvaje
de Ibsen, un escritor que cuestionó el
modelo de familia dominada por los valores victorianos, y a Magritte, el pintor
de la fascinación de unos protagonistas cuyas historias han dejado de escribirse
hace ya mucho tiempo, que terminarán perdiéndose a no ser que sean rescatadas
por aquellos que los han amado.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Abre
el cajón y saca una fotografía en color, con el papel levantado en los
contornos. Muestra una mujer joven, con una melena pelirroja cayéndole por los
hombros, cubiertos por dos tirantes amarillos. Se fija en los labios, rociados
de humedad, ni muy gruesos ni delgados, en la proporción exacta entre
voluptuosos y la elegancia de una discreción que también es dueña de su
sensualidad. Pero sobre todo son los ojos, azules y profundos en su mar
apacible, los que ocupan su atención, las sombras oscilantes de los muebles y
los rincones vacíos de la casa, como si pudieran contener su existencia.
Nora
se pregunta, con un resto de lástima y de súbito desamparo, cómo sería vivir en
la expresión radiante de su madre en esa fotografía, qué nuevas escenas
añadidas saldrían a su encuentro si, justo desde este instante, también ella habitara
en esos ojos y pudiera mirar desde la eternidad de su juventud perdida. Antes
de dormirse, siente que se hunde en el retrato.”
…..
“Se
me hace muy difícil explicar aquellos días y, sobre todo, cómo era tu madre…No
sólo hermosa. Eso resultaba evidente, pero constituía una limitación si de
verdad se trataba de entenderla. Era algo más grande, más libre, más vivo, que
todos nosotros, y estaba por encima de cualquier convención; pero sin voluntad
de provocar, ni conciencia de estar forzando ninguna barrera. Simplemente para
ella no existían. Y resultaba imposible, para cualquier hombre o mujer que
estuviera cerca de ella, resistirse a su atracción (…) ¿Qué pasó realmente
entre nosotros? Tú conoces una parte: desde que tienes memoria. Pero ¿y antes?
Eso es más complejo, y en cierto modo lo sigue siendo: sobre todo para
Josefina. Cuando conocimos a tu madre, ya éramos novios. Y aunque no formábamos
una pareja tradicional, porque no olvides que nosotros sí que éramos actores, y
yo no le había pedido que nos casáramos, todos nuestros amigos daban por
supuesto que lo haríamos. Pues bien, aquellos meses, primero en Francia, pero
también en Bélgica, sobre todo en Bruselas, pasaron algunas cosas que nos
hicieron replanteárnoslo todo…Pero no sólo a mí, también a Josefina. Tu madre
precipitaba situaciones que todavía hoy podrían resultar transgresoras, con una
sinceridad y una inocencia tan auténticas que seducía. En aquellos días no
había mucha gente preparada para vivir así. Yo lo hice. Pero Josefina intentó
seguirnos y le costó un ataque de histeria, porque no estaba dispuesta a
admitir determinadas cosas sobre sí misma.”
…..
“Ya
en la rue de Laeken, Ode continúa pensativa. La contrariedad por no haber
logrado salir de allí con los cuadros ha ocupado su gesto momentáneamente.
Ahora, desde fuera, vuelve a ver su
rostro a través del escaparate, en ese retrato con los hombros desnudos, apenas
cubiertos por los dos tirantes amarillos, escuetos sobre su piel lechosa, y se
pregunta por qué ha tenido que venir su madre para que ella misma descubra su
propia presencia anterior en Bruselas, cuando otra mujer idéntica, que ella
empezó a conocer verdaderamente ya entrada en la vejez, se asomó a una
experiencia dramática que después de todo, considerando las diferencias entre
sus dos momentos, no se aleja tanto de la suya.”
(Joaquín Pérez Azaústre, Corazones en la oscuridad, páginas 46-47, 191-192, 264-265)
Buen trabajo...
ResponderEliminarUn enigma del pasado por descubrir, en esta novela que revela soledad, dolor y desolación del alma. Me parece atrayente para leerla, gracias por tan linda reseña, recibe un gran abrazo.
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