Ana María Matute
Prólogo de Pere Gimferrer
Notas sobre la escritura de una novela inacabada por
María Paz Ortuño
Ediciones Destino, Barcelona, 2014, 182 páginas
Demonio familiares, tal
como puso de manifiesto el avance editorial que se hizo en este Cuaderno de
crítica el día 22 de septiembre, un día antes de que la novela de Ana María
Matute llegase a las librerías, es la novela póstuma de una de las narradoras
fundamentales de la literatura española desde los años cincuenta del pasado
siglo. Una novela inacabada, el testamento narrativo de la escritora, pero no
incompleta. Su final inconcluso, según el testimonio de María Paz Ortuño, amiga
y colaboradora de la escritora en la redacción final de ésta y otras novelas,
se convierte en una final abierto a todas las posibilidades interpretativas que
presienta el lector. Un plus pues para el lector como se ha escrito.
Demonios
familiares es un retorno al mundo de los acontecimientos ocurridos en julio
de 1936. No deja de ser significativo que la primera novela de Ana María Matute
(Los Abel, 1948) y este su testamento
literario concentren su temática en sucesos externos y en los silencios que se
produjeron durante la brutalidad de la Guerra Civil española, del mismo modo
que también es trama central de algunas de las obras más conocidas (Los hijos muertos, 1958, Primera memoria, 1959) de la escritora.
Una
obra pues sin final escrito, pero sin duda con un final en la cabeza de la
autora que era donde realmente creaba sus ficciones. Posteriormente les daba
vida en el papel y las sometía a numerosas modificaciones, como nos revelan las
cuatro hojas del original mecanoescrito, reproducidas en el envés de la portada
y contraportada del libro y en la primera y última hoja de esta primera edición,
y repletas de múltiples tachaduras y de correcciones hechas a mano.
Se puede decir con Juan Pablo Goicoechea que
Demonios
familiares es “la Matute en estado
puro” ya que recopila todo el universo narrativo de la escritora, sus
grandes obsesiones, tales como la falta de comunicación, la incomprensión, los
muros del silencio al lado de personas cercanas, los rencores persistentes, la
traición… en el decir de María Paz Ortuño.
La Guerra Civil española es, como he dicho el transfondo o el eco
cercano en el que se desarrolla la trama de Demonios
familiares. La acción se sitúa en julio del 36 en una pequeña ciudad del
centro de España. Eva, la protagonista, que estaba cumpliendo el año del
postulantado previo al noviciado, vuelve a la casa familiar ante la inminencia
de la quema del convento monjil. En la mansión residen varios familiares,
algunos de ellos simbólicos. Y sobre todo es un avispero de secretos, silencios,
rencores y emociones reprimidas. Quien ordena y manda en la casona es la Madre
del Coronel a quienes Matute priva de nombre, una muestra de que su única
función en el texto narrativo es representar la jerarquía y el poder. A la
falta de amor y de cariño, se unen los secretos y los silencios, la frontera
que marcan los mayores.
En un bosque cercano, Eva halla el cuerpo
malherido de un paracaidista republicano al que con la ayuda de Yago, un oscuro
personaje portador de grandes secretos, asistente de el Coronel, esconde en el
desván de la vieja mansión. Eva mantiene la ocultación de Berni, el
paracaidista maltrecho, en absoluto secreto, sobre todo desde el momento en que
la zona es tomada por las fuerzas franquistas. Pero los sentimientos se imponen
por encima de las cautelas y de los miedos. Por eso mismo, la protagonista, en
el despertar de su vida, vivirá un permanente conflicto afectivo.
Demonios
familiares, a pesar de que en ella resuenan los ecos de la Guerra Civil, no
es una novela sobre el conflicto bélico, sino sobre los demonios familiares
antes los que la inocente y solitaria adolescente se verá obligada a perder su
ingenuidad y a entender sin ningún entrenamiento la nueva situación bélica, los
secretos familiares, los silencios y las traiciones que abruptamente se
destapan ante sus ojos inocentes.
Una prosa madura, luminosamente diáfana,
intimista, nos va llevando por una historia sin grandes acontecimientos
históricos ni relatos de hechos truculentos o siniestros. Ana María Matute
inicia la trama a un ritmo pausado con la descripción difícilmente superable
del acontecer cotidiano. Mas poco a poco, una vez que la voz narrativa nos va
introduciendo en la vieja casona, el ritmo se acelera y salen a flote los
secretos, las pequeñas traiciones. A Ana María Matute, pese a los vértigos que
agobiaron sus últimos días, no le tiembla el pulso y en la novela no se
aprecian desmayos en la intensidad con la que va trenzando la historia. Una
historia en la que hacen acto de presencia algunas de las cartas geográficas en
las que se despliega su peculiar mundo narrativo: el desván y ese bosque,
elementos simbólico de primer orden en la narrativa matutiana.
Francisco
Martínez Bouzas
Ana María Matute (Foto: Santi Cogolludo) |
Fragmentos
“Algunas noches el Coronel oía llorar a un
niño en la oscuridad. Al principio se preguntaba quién sería, puesto que hacía
muchos años que en la casa no vivía ningún niño. Solo quedaba en la mesilla de
noche de Madre, una fotografía sepia, una sonrisa transparente y errática -quien
sabía ya si de Madre o del niño-, flotando en la noche, como una luciérnaga
alada. Ahora sus recuerdos, incluso los tenebrosos fantasmas de la campaña de
África, se parecían cada día más a desperdicios, lo que queda, migas de pan en
el mantel, de un antiguo festín. Pero su memoria recuperaba una y otra vez la
imagen de Fermín, su hermano mayor. Encerrado en su marco de terciopelo malva,
vestido de marinero, apoyado en un aro de madera, y siempre niño. Como un
fantasma recurrente -«qué raro, es mi hermano mayor, pero yo tengo más años que
él»-, persistía allí, nadie lo había quitado de la mesilla, ni aún cuando Madre
ya no estaba, hacía años que él se había
casado, había nacido su hija, y Herminia, su mujer, había muerto.”
…..
“El
desván. Mi mundo. Hasta aquel momento, mi mundo secreto. Me pareció ver volar a
la pareja de halcones, casi a ras de suelo. Pero solo era el viento, otra vez
empujando las hojas, convirtiéndolas en maravillosas criaturas vivas. ¿Así era
como volvía a recuperar el bosque? De pronto descubría que había estado a punto
de perderlo para siempre. Perder el bosque inventado, tan inventado que jamás
conocí otro más real. Recuperándolo paso a paso, minuto a minuto, hollando
altas hierbas desconocidas, descubriendo detrás de cada tallo la realidad de un
sueño incompartido, como esperando el día de su resurrección. «Creo que va a
suceder algo que deseo sin saberlo». Aún no me había dicho a mi misma que a
menudo cuando un deseo se cumple, todo un mundo muere. (…)
Solo
persistía una claridad leve, transparente entre las varas de los huertos. El
corazón golpeaba desacompasado, como si entrara en un recinto amenazado por un
mal desconocido. El bosque había sido, durante años, mi íntimo, cálido refugio;
el recinto de mis sueños. Allí donde me había inventado una Eva niña, casi
feliz -como nunca pudo serlo entre los muros de la casa-. Y, súbitamente, de
nuevo se alzó Madre frente a mi, no tras
de mi como acostumbraba. Tenía los brazos abiertos, pero no prefiguraban un
abrazo, más bien eran una barrera, una prohibición, a pesar de que sonreía.
Evité eludirla, inventar de nuevo la vida, tal como la recordaba en aquellos
ojillos de abalorio. Y avancé, decidida aunque temblorosa -me parece que a
veces la valentía se manifiesta en un gran temblor.”
(Ana Marí Matute, Demonios
familiares, páginas 17, 100-101)
Una novela muy intensa....
ResponderEliminarSaludos