Muerte súbita
Álvaro
Enrigue
Editorial
Anagrama, Barcelona, 2013, 258 páginas.
Muerte
súbita, Premio Herralde de Novela 2013, del mexicano Álvaro Enrigue (1969),
es uno de esos libros necesarios que convierten la lectura en un acto
placentero y que nos sirve al mismo tiempo para entender algunas de las grandes
encrucijadas del mundo que en los siglos XVI y XVII actuaron como raíces del
actual. Un libro que amalgama muchas cosas: historia, reflexión sobre el arte
y, sobre todo, una meditación sobre la vida, la muerte y la maldad.
Todo eso se proyecta a través de un ficticio
partido de tenis, del tenis del siglo XVI -anoto que el autor es un gran
conocedor del tenis y de su historia; él rastreó hasta hallar en 1451 la primera
vez en la que se usó la palabra “tenys”- entre el pintor y asesino Michelangelo
Merisi da Caravaggio y el poeta español y posible duelista también asesino,
Francisco de Quevedo, en la romana Piazza Navona. No nos consta que las bolas
de ese partido estuviesen confeccionadas con el pelo de las trenzas rotundas
que el verdugo de Ana Bolena había empacado en las alforjas de su caballo
porque le parecían paga más que suficiente, puesto que el pelo de los ajusticiados
era muy valorado por los fabricantes de pelotas y, si el pelo era de una reina,
convertían a los aparejos deportivos en los más lujosos del Renacimiento.
La historia se desarrolla durante ese
hipotético partido de tenis que el autor sitúa el 4 de octubre de 1599, y que
enfrenta dos visiones de la edad moderna: la de Caravaggio, un artista
homosexual con una idea muy moderna de la pintura y de la notoriedad, y la de
Quevedo, un ejemplo paradigmático de la Contrarreforma, defensor del imperio y
del catolicismo. No obstante, y aunque el juego de raquetazos se desarrolla ese
día, los hechos relatados por Álvaro Enrigue transcienden esa jornada y se
expanden desde los albores del siglo XVI hasta la actualidad.
¿Novela histórica? Álvaro Enrigue rechaza
encasillamientos y considera que en su obra la ficción se aproxima a las
fronteras del ensayo, puesto que la autenticidad de este libro nos permite
penetrar, como algún crítico ha escrito “en lo más vital de la historia del
arte y de los torbellinos que nos han arrastrado hasta la modernidad” (J.A.
Masoliver Ródenas). También en “el charco de sangre y mierda que deja la
historia cuando se aloca” (página 118).
En pocas ocasiones el lector se encontrará
dentro de la propia novela con una reflexión metaliteraria que revela, por el
atajo de lo que no es, las principales claves interpretativas de la misma: no
es un libro sobre un partido de tenis, tampoco sobre la integración de América
en el mundo occidental. No es un libro sobre Caravaggio y Quevedo, Cortés,
Cuauhtémoc, Galileo, Pío IV, individualidades gigantescas que se enfrentan.
Todos cogiendo, emborrachándose, apostando en el vacío (página 200). No es un
libro sobre la Contrarreforma, pero sucede en ese tiempo y por eso aparecen
curas torcidos, sedientos de sangre, sexópatas, rateros que robaban y mataban
en el nombre de Dios.
El hilo conductor de este libro poliforme es
sin duda la partida te tenis con sus distintos juegos, parciales y cambios de
cancha. Mas en torno a esa cancha, Álvaro Enrigue recrea otros puntos de
atención del convulso siglo XVI: el descabezamiento de Ana Bolena, partido con
un tajo de la espada toledana de Jean Rombaud; los avatares de la conquista de
México con Hernán Cortés, “el ojo de una tormenta que se cernió durante
veintiséis años sobre el Atlántico” (página 69), cañoneando dioses, degollando
caciques y recibiendo el regalo de divorcio más tétrico: un escapulario tejido
por la Malinche con el pelo que le cortaron al emperador Cuauhtémoc, una vez
asesinado. El relajamiento hasta la corrupción de la Iglesia de Roma, con papas
y cardenales rodeados de amantes, hijos y perversiones, que emplean todas sus
energías, su “santo furor” en la guerra contra los herejes, con campeones como
Carlo Borromeo que convirtió la tortura en la única forma de ejercer el
cristianismo y, no obstante, fue canonizado inmediatamente después de su
muerte, mientras que un cura bueno, Vasco de Quiroga que, aplicando las ideas
de Tomás Moro, desarrollaba utópicas comunidades de indios perfectamente
sostenibles en América, sigue desterrado en el olvido.
Una novela escrita con verbo vigoroso, con
palabras enojadas porque los malos siempre juegan con ventaja, y por consiguiente
siempre ganan. Sus victorias están el origen de lo más negro y tenebroso de la
historia de España y de Europa de los siglos XVI y XVII y tienen cabida en los
descansos de los parciales de la singular partida de tenis que Álvaro Enrigue
retransmite desde la libertad de la ficción.
Francisco
Martínez Bouzas
“Apenas desembarcado en Franciscópolis -así de ridículamente se llamó el puerto de Le Havre hasta la muerte del rey Francisco I de Francia-, Jean Rombaud dejó correr el rumor de que era propietario de las trenzas crepusculares de Ana Bolena y que haría con ellas las pelotas de tenis que le permitirían, finalmente, acceder a las canchas cerradas en que los nobles sudaban una camisa por juego, cinco por parcial y quince por partida. Siempre había sentido que su greña de león recién bañado le daba derecho a la duela y el azulejo: a jugar por diversión y no por dinero.”
…..
“El cardenal
Francisco María del Monte tenía todos los defectos imaginables para la curia
contrarreformista, tan proclive a la higiene moral. Era veneciano, representaba
los intereses siniestros de los Medici y la corona francesa en el Vaticano, y
contaba con unas arcas inagotables que utilizaba fundamentalmente para
corromperlo todo -empezando por su propia carne. Su lista de amigos incluía a
los banqueros mejor munidos de la ciudad y una pléyade de cardenales que podía,
si así lo deseaba, hacerle la vida difícil al papa. Además era propietario de
una notoria gama de músicos, pintores, poetas y cantantes castrados capaces de
hacer circular los chismes más devastadores por toda Roma. Ese circuito de
poder no hacía infalible a Del Monte -nadie
más que el papa lo era en esos años de obispos porfiados e inquisidores sin
correa- pero gozaba de una tolerancia casi única. Sus caprichos y placeres
volaban muy por arriba de la línea de por sí lechosa de lo aceptable e incluso
legal.”
…..
“Pasó en Orizaba
la primera noche de su camino de vuelta a la ciudad de México. Ahí, la Malinche
le hizo al conquistador una visita de cortesía en la casa del mayor del pueblo,
en la que se iba a quedar a descansar (…)
Ella le dijo,
como dicen todas las ex esposas, que estaba agradecida de haberse liberado de
su tutela de macho en declive, que al que extrañaba era al hijo de ambos -llamado
Martín, por supuesto-, que no había sido para irla a visitar a pesar de que le
había mandado toda clases de mensajes y regalos. Al final le tendió el gorrión
tejido con la cabellera del último emperador de los aztecas. Qué es, le
preguntó Cortés. Con las terciarias que le había dado en las selvas del Petén
perdía a veces la memoria. El escapulario que me pediste, le dijo Marina.”
…..
“Si Carlo
Borromeo fue la encarnación misma de la ideología de la Contrarreforma, fray
Juan de Zumárraga fue, del otro lado del mundo, su instrumento más filoso.
Ambos fueron consagrados obispos, tal vez irresponsablemente, por el papa Pío
IV, que siendo el último sibarita renacentista, asesinó un mundo y fundó otro.
(Álvaro Enrigue, Muerte
súbita, páginas 33, 72, 195, 211)