Justine
Cuarteto de Alejandría-1
Lawrence Durrell
Traducción de Aurora Bernárdez
Edhasa, Barcelona, 355 páginas
(LIBROS DE FONDO)
Lawrence George Durrell (1912-1990) se dio a conocer como novelista y poeta en la década de los treinta del pasado siglo y obtuvo su primer gran éxito, tanto de la crítica como de los lectores, con El libro negro (París, 1938). Sin embargo fue El cuarteto de Alejandría y en especial el primero de los volúmenes, Justine, editado y reeditado por Edhasa una y otra vez, lo que lo convierte en un clásico de nuestro tiempo. Esa imponente tetralogía, Justine (1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1960), hacen de Durrell un referente en la literatura del pasado siglo en la investigación del amor en todas su formas y pliegues, y sobre todo por la exploración de las posibilidades del lenguaje narrativo, que han permitido vehementes comparaciones con Proust y Faulkner.
Como la mayor parte de su obra narrativa, Justine tiene su origen en las experiencias del autor como diplomático en Grecia, Yugoslavia, Chipre y Egipto y de sus propias vivencias personales. En efecto, en el año 1942, Durrell se separa de su mujer y se traslada a Alejandría donde conoce a Ève Cohen, una mujer hebrea que se convertirá en la modelo del personaje literario de Justine y con la que se casará en el año 1947.
La novela no solamente retrata una ciudad, Alejandría (“el más grande lagar del amor”), mítico lugar de encuentro de razas y lenguas, abarrotado de prostitutas, efebos, pordioseros, puerto de mar repleto de olores y de corrupción y nos acerca a un personaje, anverso de la criatura literaria sadiana, que busca el placer como forma plena de aprendizaje, sino que abre así mismo las puertas a una especial experimentación formal en lo que se refiere al tratamiento del tiempo y del espacio. En un caótico torbellino de pasiones, Durrell juega con cuatro figuras. El yo narrativo, un escritor inglés de refinada sensibilidad, que ahonda sus raíces en el turbio humus alejandrino; Justine, una culta y aristócrata mujer hebrea, arrogante cultivadora del placer; Nessim, el marido de Justine, inmensamente rico, de modales y porte principescos; Melissa, una frágil bailarina griega, con la que convive el escritor. Un inmenso meandro de sentimientos acerca y fusiona a estos y a otros personajes, adeptos de múltiples credos y sectas, cultivadores de la Cábala. Durrell nos ofrece una novela con varios estratos: libro de memorias, historia cerrada, capaz de presentar la realidad desde una perspectiva pluridimensional a través de una visión prismática y una gama de colores de incontables tonalidades.
Justine es, como ya mencioné, la primera parte de una tetralogía. En una nota preliminar a Balthazar, el segundo volumen, Durrell explica su objetivo. La literatura moderna, nos dice el escritor, ofrece unidades. Así que él observa la ciencia e intenta componer una novela de “cuatro puentes”, con una forma basada en la teoría de la relatividad. Tres lados de espacio y uno de tiempo integran la receta de un continuo. Las cuatro novelas se ajustan a este modelo. Las tres primeras se desenvuelven, en efecto, de forma espacial y no se suturan de forma serial. En las mismas el tiempo permanece detenido. Solamente la cuarta parte, Clea, se ocupará del tiempo. Así mismo, el autor traslada a la tetralogía la relación sujeto-objeto, tan importante dentro de la teoría de la relatividad. En cada una de las cuatro novelas descubrimos uno tono subjetivo y otro objetivo. La tercera parte, Mountolive, es una novela definitivamente naturalista. En la que el narrador de Justine y Balthazar se convierte en objeto, es decir en personaje. Estilísticamente las cuatro novelas son una muestra paradigmática de un verdadero refinamiento: idéntico fulgor descriptivo, la misma capacidad para dotar de un aura de embrujo a los personajes.
Francisco Martínez Bouzas
Lawrence Durrell |
Fragmentos
“Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones; el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta, más allá de la escollera. Pero hay más de cinco sexos y sólo el griego del pueblo parece capaz de distinguirlos. La mercadería sexual al alcance de la mano es desconcertante por su variedad y profusión. Es imposible confundir a Alejandría con un lugar placentero. Los amantes simbólicos del mundo helénico son sustituidos por algo distinto, algo sutilmente andrógino, vuelto sobre si mismo. Oriente no puede disfrutar de la dulce anarquía del cuerpo, porque ha ido más allá del cuerpo. Nessim dijo una vez, recuerdo -y creo que lo había leído en alguna parte-, que Alejandría es el más grande lagar del amor; escapan de él los enfermos, los solitarios, los profetas, es decir, todos los que han sido profundamente heridos en su sexo”
…..
“Las cigarras chirrían en los grandes plátanos, y el Mediterráneo se extiende ante mi en todo el esplendor estival de su azul magnético. En alguna parte, más allá del tembloroso horizonte malva está África, Alejandría todavía presente, todavía dueña de mis afectos por obra de los recuerdos que poco a poco se van fundiendo en el olvido; recuerdos de amigos, de cosas acaecidas hace mucho tiempo. La lenta irrealidad del tiempo empieza a arrebatarlos, borrando sus contornos, y a veces llego a preguntarme si estas páginas relatan las acciones de hombres y mujeres de carne y hueso, o si tan sólo la historia de unos pocos objetos inanimados que precipitaron el drama a sus alrededor: un parche negro, una llave de reloj y un par de alianzas sin dueño…”
(Lawrence Durrell, Justine, páginas 16-17, 345-346)
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