Quizás nos está tan alejado de nosotros un futuro sin libros. Y no me refiero a la desaparición del actual soporte material. Un futuro sin libros debido a la “tumba de la ficción” de la que habla Christian Salmon (Editorial Anagrama 2001). Al comentarista le viene a la mente Fahrenheit 451 la obra maestra de Ray Bradbury, aquella utopía negativa a la que le puso imágenes soberbias François Truffaut. Prohibir o controlar la ficción y la creatividad se está convirtiendo en moneda de curso legal en nuestros días. Lo que Herman Broch escribía en 1934 goza de plena vigencia en este momento.
Se está apoderando de la humanidad un especial y radical desprecio por la palabra: “Jamás, al menos en la historia de la Europa occidental ha reconocido el mundo, con la sinceridad con la que hoy lo hace, que la palabra carece de valor, que ni siquiera merece la pena intentar una comprensión mutua. El mutismo cae sobre el mundo como una losa”. El mutismo al que nos estamos acostumbrando sin darnos cuenta.
Los propios autores se convierten con frecuencia en los mejores agentes para efectuar el derribo, y asumen el control planetario de los pueblos mediante la subyugación de las formas de creación simbólica heterodoxas. Por eso mismo, cada vez existen menos obras de fabulación importantes, obras nuevas que ofrezcan un cambio radical de la sensibilidad, perspectivas nuevas para penetrar en la esencia de las cosas.
La ficción representó siempre una amenaza para el mundo y este intenta conjurarla, vigilarla, domesticarla con miles de formas y estrategias. Incluso por medios ilegítimos e inadmisibles para cualquiera que no mire el mundo con mentalidad imperialista. ¿Quién nos garantiza que esos tribunales militares americanos que hace años propuso Bush y que se desplazarian a cualquier país del mundo para juzgar en secreto a terroristas, no enjuiciarán también el “terrorismo de la palabra? ¿ A aquellos que proponen enunciados nuevos o novedosos para interpretar el mundo, enunciados que chocan frontalmente contra el pensamiento único?
Gilles Deleuze
Mas en lo más arcanos de nuestra memoria histórica y en nuestra propia creatividad como seres humanos, hallamos ciertos remedios contra esa peligrosa obsesión de acabar con la ficción. Uno de ellos es el que formuló Gilles Deleuze: volvernos cartógrafos de nosotros mismo, trazar líneas de convergencia, puentes, relaciones entre artes y culturas, desenterrar culturas asfixiadas, lenguas que desaparecen todos los días. Ser archiveros, en el sentido en que lo entendía Foucault, es decir, ejercer la erudición sin decaimientos. Confrontar fuentes contradictorias, publicar documentos enterrados, historias olvidadas. Dejar en definitiva que el poder de la palabra se ejerza tal como lo expresó el autor de Catro cartas, el escritor gallego Xavier P. Docampo, organizar la ceremonia mágica de la narración, de la fabulación, en la que se nos hace entrega de la palabra para que la transmitamos a los demás. No languidecer en la obsesión de contar historias para construir la infinita telaraña de narradores que hacen circular los relatos a través del tiempo. Una buena manera de enfrentarnos a la cofradía de los que predican la obscenidad de la literatura, y en general de todas las artes, de la creación simbólica, y persiguen el control planetario de la cultura.
Francisco Martínez Bouzas
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