William Finnegan
Libros del Asteroide, Barcelona 593 páginas.
Barbarian Days. A Surfing Life obtuvo en el año recientemente
concluido el Premio Pulitzer a la mejor biografía; fue considerado por el
jurado del premio una extraordinaria exploración en un arte exigente y muy poco entendida. Su autor es el
periodista William Finnegan quien cuenta en la obra sus propias experiencias,
su oculta pasión por el mar, por el surf; y cómo todas ellas configuraron su
vida. El libro, publicado recientemente por Libros del Asteroide, está logando
un gran éxito entre los lectores porque se le reconoce como una obra maestra, y
además porque conecta con inusitada fuerza con las tendencias lectoras de estos
comienzos del siglo XXI: la indagación de lo real, de lo verídico puesto que da
la impresión de que es lo único que funciona. Lo expresó con meridiana claridad
Delphine de Vigan en su última novela,
Basada en hechos reales: “Actualmente la única razón de ser de la
literatura es la autobiografía: describir la realidad, decir la verdad”. Y es
eso precisamente lo que hace William Finnegan. Tengamos en cuenta además que
toda escritura que versa sobre uno mismo,
es ya de por si una novela.
En Años
salvajes, título de la traducción española, halla el lector unas excitantes
memorias en las que el periodista del New Yorker confiesa su descubrimiento del
surf, y todo lo que eso significó en su existencia. El periodista, que había
cubierto conflictos bélicos en todo el mundo, decidió “salir del armario” y
relatar sus experiencias como surfista. El resultado es una cautivadora
historia de aventuras en la búsqueda de la ola más perfecta por los mares de
medio mundo; un relato clásico de viaje iniciático en conjunción con una
profunda reflexión sobre el ser humano, la amistad y la familia.
Hasta la edición de este libro de memorias
daba la impresión de que el surf se resistía a ser tratado de forma literaria,
y que su comprensión era un privilegio exclusivo de unos pocos iniciados: los
practicantes de esta cabalgada sobre las olas. El surf llevó a Finnegan por
todos los mares del mundo; y como los verdaderos surfistas aventureros, salió
en búsqueda de la soledad y de la ola perfecta y virginal. William Finnegan la
halló en el año 1978 en una minúscula isla de Fiji, y, mientras la observaba
con los prismáticos, se olvidó incluso de respirar.
Encontrar la ola perfecta equivale para el
autor a descubrir el sentido de la existencia. Sin retóricas relamidas y
cursis, sin alardes ni trivialidades y con el surf como hilo narrativo
conductor, William Finnegan nos agasaja con un regalo literario, una extensa road movie no solo sobre el surf, sino
también sobre los seres humanos, sobre la amistad y el amor, e incluso sobre
cómo vivir. Eh aquí pues alguna de las razones que convierten a esta obra en
literatura adictiva.
(Traducción del texto publicado en
gallego el 27 de diciembre de 2016 en el periódico El Correo Gallego de
Santiago de Compostela. Para ver el original, pinchar aquí)
Francisco
Martínez Bouzas
William Finnegan |
Fragmentos
“El
surf tenía -y sigue teniendo- una acerada veta de violencia que lo recorre de
arriba abajo. Y no me refiero a esos palurdos que uno se encuentra en el agua
-o a veces también en tierra firme- y que ponen en cuestión el derecho que uno
tiene de a surfear en determinada ola. Las exhibiciones de fuerza física,
habilidad, agresividad, conocimiento del área y deferencia hacia los superiores
que se usan para establecer la jerarquía habitual en el pico -y esa es una
preocupación constante en todas las rompientes famosas- supone una danza
simiesca en busca de la dominación/sumisión que se lleva a cabo sin violencia
física. No. Me refiero a la hermosa violencia de las olas que rompen. Y esa
violencia no desaparece jamás. En las olas pequeñas y más débiles es una
violencia suave, benigna que no supone ninguna amenaza y que siempre está bajo
control. No se trata más que de la gran
hélice del océano que nos propulsa y nos permite jugar.”
…..
“El
quinto día, o quizás fuera el sexto, por fin surfeamos. Las olas eran aún más
pequeñas pero estábamos tan impacientes que nos pusimos en movimiento en cuanto
vimos el primer atisbo de marejada. Olas por el muslo iban cruzando el
arrecife, pero casi todas eran demasiado rápidas para surfearlas. Aun así, las
pocas que cogíamos eran maravillosas. Tenían forma de tirachinas. Si podías
hacer una rápida bajada cruzada, alcanzar la suficiente velocidad para que la
curva no pasara de largo y luego conseguía trazar la trayectoria correcta, la
ola parecía levantar la cola de la tabla
y arrojarla sobre la línea, una y otra vez, mientras el labio iba rompiendo
continuamente por encima de tu espalda (un momento peligroso que normalmente
solo dura un instante, aunque allí parecía durar, por imposible que fuese,
medio minuto o más. El agua se iba haciendo menos y menos profunda y hasta las
mejores olas terminaban mal, pero la velocidad era de ensueño. Nunca había
visto una ola que fuese cerrando con tanta perfección.”
…..
“Lo
portentoso de aquella ola era la velocidad que se alcanzaba en su interior. En
Paúl, solía estar transparente, lo que causaba un efecto perturbador cuando uno
hacía el takeoff. A veces, cuando cogías la ola y te ponías en pie sobre la
tabla, e imaginando que todo iba a ajustarse al plan previsto, hacías un brusco
giro a la derecha, el fondo no se movía en absoluto. Los grandes peñascos
blancos del fondo no se habían movido de sitio, o incluso parecían haberse
alejado un poco hacia atrás. Este efecto se producía porque se metía tanta agua
en el hueco de la ola que, pese a la velocidad
a la que avanzaba la tabla, uno estaba, en términos de tierra adentro,
inmóvil por completo. Y este efecto, una vez más, no era una conducta normal
del océano. Pero unos instantes después de esta animación suspendida que te
revolvía el estómago, de pronto empezabas a avanzar a toda velocidad a lo largo
de la costa, y los peñascos del fondo se convertían en una blanca franja
borrosa bajo el agua azul. Ibas tan deprisa que, en una ola que tuviera un buen ángulo con
respecto al oeste, podías surfear durante cien metros sin que pareciera que te
estuvieras acercando a la costa.”
(William Finnegan, Años
salvajes, páginas 118- 267-268, 484)
Un tema apasionante...
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