Claudio Magris
Traducción de Pilar González Rodríguez
Editorial Anagrama, Barcelona, 2016, 384 páginas
Claudio Magris (Trieste, 1939) es una de las
figuras mayores de la literatura europea contemporánea: novelista,
singularísimo ensayista, autor teatral, germanista, heredero de la tradición
cultural triestina, pero sobre todo resistente y defensor decidido de los
territorios de la libertad mediante la reflexión crítica y la lucha contra la
impunidad de la Historia: no solo contra la falta de juicio y castigo de miles
de crímenes, sino también contra la ceguera y la terquedad de las conciencias y
la indiferencia y aceptación social que la permiten. Y esta novela representa,
desde sus primeras secuencias, una exploración de esas zonas grises de la
Historia en las que ha fructificado esa impunidad, reflejada ya en el título: No ha lugar a proceder, el dictamen con el que la justicia archiva una
denuncia.
No ha
lugar a proceder, un texto narrativo con el que Magris vuelve a la ficción
después de diez años de ausencia, ha sido definido por la crítica italiana como
las “Mil y una noches del mal”. Y no sin razón porque el texto de Claudio
Magris es un inabarcable mosaico de piezas, suturadas de forma fragmentaria,
que componen la realidad que fue y sigue siendo el horror a lo largo de la
Historia. Todas ellas revestidas de impunidad y reflejadas con una gran
potencia expresiva en esta novela.
El hilo conductor de No ha lugar a proceder parte de una historia tan surrealista que se
convierte en trágica: un anuncio publicitario aparecido en un pequeño periódico
italiano el 26 de octubre de 1963: “Submarinos usados. Compro y vendo”. El
responsable del anuncio es un profesor triestino cuyo nombre nunca aparece en
el relato, pero es el trasunto de un personaje que realmente existió. Su
propósito es recoger armas de todo tipo,
una amplia parafernalia bélica, para construir en Trieste un Museo
dedicado a documentar la guerra para exorcizar sus horrores y exaltar la paz.
Para entender cabalmente el propósito de la
novela, tal vez sea aconsejable iniciar su lectura por la Nota conclusiva de la
misma. En ella, después de admitir Magris que inventa, que su libro es ficción,
pero que cada ficción se nutre de cosas que realmente sucedieron y de personas
que efectivamente existieron, confiesa que ciertamente para perfilar al
protagonista sin nombre de la novela, se inspiró en un personaje real, el
profesor Diego de Henriquez, “un genial e irreductible triestino de amplia
cultura y enorme pasión que se dedicó
toda su vida (1909-1974) a recoger armas, material bélico de todo tipo para
construir un original, desbordante Museo de la Guerra que serviría, a través de la exposición de tantos instrumentos
de la muerte, a la paz”. Diego de Henriquez encontró la muerte en el incendio
de la cabaña en la que dormía entre los objetos del Museo, un incendio
misterioso, investigado en un proceso concluido
con un no ha lugar.
Dos son las voces narrativas de la novela:
la del profesor triestino y la de Luisa Brooks, hija de una judía deportada y
de un sargento afroamericano que había participado en la conquista de Trieste.
Ellos, desde la ciudad fronteriza de Trieste, dan cuenta de esa suma de
horrores que, desde los albores de la Historia, han anidado en las mentes
humanas y que en el siglo XX alcanzaron especial virulencia. Muy pronto aparece
la Risiera di San Sabba, con su edificio rojizo y negruzco, que tuvo el
vergonzoso privilegio de albergar el único horno crematorio que el nazismo
instaló en Italia, y donde miles de judíos, partisanos y antifascistas fueron
gaseados y disueltos en el fétido humo. El horno crematorio se convierte así en
una óptima cirugía del olvido, en ese tren de la Historia que tiene tan mal
aliento que incluso a los SS les produce náuseas. El profesor intentará ser un
ángel justiciero: en sus libretas anotaba, antes de que la cal blanquera las
paredes, las pistas del espanto y de la infamia: los grafiti que los detenidos
en la Risiera habían escrito en las paredes, con despedidas, gritos de ayuda,
desesperados mensajes de moribundos, los testimonios de delaciones, de torturas
y torturadores. También los nombres de los judíos delatores de otros judíos,
sin que por ello se libraran de la muerte. Un formidable acto de acusación
contra el fascismo, el nazismo, el racismo, sujetos abstractos, aunque
encarnados en personas de carne y hueso.
Y de la mano de Luisa, el lector recorre las
salas del Museo. Luisa Brooks rescata su propia historia, el primer apellido
triestino no judío en una familia judía, una conmovedora historia rebosante de
humanidad. La suya es una historia en la que hay múltiples conexiones con la
Historia de horrores y amores, de ese mal que entra en el corazón del ser humano
y en él late como sangre podrida. Porque la Historia es una costra de sangre,
imposible de desprender, un electroshock
que vuelve locos incluso a los insurgentes. Pero tal vez, bajo esa
excrecencia sanguinolenta, hay todavía vida, agua que corre, corazones que
aman.
Cartel de propaganda británica recordando la masacre de Lídice |
Y engastados con los objetos expuestos en el
Museo, otros relatos, otras historias del horror, acontecidas bajo cielos y
tiempos diversos; y alejadas de las conciencias porque toda la Historia de la
humanidad es un raspado de la conciencia (página 339). Entre ellas, el
holocausto de los holocaustos: la trata de esclavos. Los cazadores llegados
para saquear la selva y las aldeas en todas las junglas del mundo: oro, plata,
esmeraldas y sobre todo hombres a los que les habían arrebatado todo, hacinados
entre los trofeos; negras jóvenes y viejas violadas en las bodegas del navío
negrero, sin tan siquiera quitarles las cadenas de las muñecas. O las masacres
de oro y sangre de los conquistadores españoles en la Isla Dominica. Y
despiadados tribunales de la Inquisición, inquisidores expertos en el mal y en
la debilidad, interrogando a la antigua Luisa, la negra liberada Luisa de
Navarrete. Españoles masacradores de indios caribes que a su vez habían
masacrado a otros pueblos.
Mas con el espanto y la infamia también
conviven pequeños / grandes gestos de amor y de humanidad, incapaces, no
obstante, de diluir el mal ontológico que contamina la Historia. Hombres y
mujeres que saben que van a ser exterminados como Aaron Lieukant que, en el
tren que le lleva a Auschiwitz, escribe una nota para sus hijos: “En verano,
cuando estéis sudorosos, no toméis bebidas frías”. Ante ese gesto de no
abandono, de no claudicación, se pregunta el novelista: “¿Y aquellos imbéciles
con camisas marrones y esvástica creían que podrían destruir a la gente así?”
Registro de forma especial dos secuencias
narrativas altamente afortunadas: el símil que hace de Hitler un cactus
purulento y maligno, lleno de espinas, de excrecencias que invaden y traspasan
Europa. Y la esperpéntica y bufa celebración del cumpleaños del Fürhrer el 20
de abril de 1945 en el castillo de Miramar, un palacio construido para el emperador Maximiliano de México,
entre conductas de extremo servilismo, desenfrenadas libaciones y lascivias.
Una oscura y fantasmal apocalipsis a pocos días del hundimiento final, con las
tropas rusas rodeando Berlín.
Claudio Magris retorna a la narrativa con
una novela polifónica, de estructura tan original como elaborada. Una
escritura ramificada, serpeante entre
historias que se enlazan con otras historias, formando esa inmensa memoria de
los horrores, un juicio universal del mal, y junto a él, pequeñas briznas de
humanidad, de amor y la insobornable decisión de muchas mujeres y hombres para
el combate y la defensa de los territorios de la libertad. Una narración tan
inmensa como potente que luce las galas de una gran calidad literaria,
patrimonio de un gran humanista, un atrevido rompedor de géneros, un escritor
de frontera como lo acaba de definir Josep Ramoneda, que engalana su prosa con
afortunadas tonalidades poéticas.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Menos
mal que existía la muerte y que todas esas caras sonrientes y bien cuidadas
también desaparecerían, carne que se pudre bajo la tierra no es mejor que el
humo que se desvanece en el aire. Claro, era injusto que las víctimas, los
verdugos y la gente respetable equidistante terminaran todos en el mismo abono,
amalgamados con rapidez y ya no distinguibles; esta igualdad en lo absoluto era
horrible, era falsa, los hombres no son iguales, el que arranca los genitales
al prisionero no es igual al prisionero al que le son arrancados; y si también
el que tortura está hecho a imagen y semejanza de Dios, lo siento por mis
antepasados, pero Abraham hizo mal al destrozar los simpáticos ídolos de madera
de su padre que no hacían daño a nadie, para ponerse de acuerdo con el Señor
sólo porque era un Padre más potente.”
…..
“Fusilarlos
a todos, el más joven tiene quince años, el más viejo, ochenta y cuatro, los
niños son enviados a Chelmno para ser gaseados, cementerios, casas, huertos
incendiados, destruidos, arrasados por los bulldozers. La orden de borrar
Lídice del mapa para vengar el asesinato de Heydrich se sigue al pie de la
letra, los nazis arrojan puñados de sal sobre el terreno quemado, algún oficial
ha estudiado bien a los clásicos y eleva a la pequeña ciudad checa al nivel de
la gran Cartago, sobre la que los romanos esparcieron sal. Tiene razón, toda
hoguera aunque pequeña es igual a la más grande; es hoguera, la destrucción, la
que confiere a las víctimas, decenas o millones, una grandeza absoluta, las
hogueras encendidas en siglos no se apagan jamás, esos cuerpos rodeados que se
retuercen en el fuego son eternos.”
…..
“Sin
embargo, sí, también similar. El negro cimarrón que huye de la plantación a la
colina sabe que será capturado, deja desdeñosamente la huella de su paso en la
hierba espesa y alta de la colina. Como todos, sabe que va a morir, pero no por
eso abandona; después, gracias a él, habrá otros cimarrones, otros rebeldes que
ningún exterminio extermina. Encerrado en el tren que lo lleva a Auschwitz,
Aaron Lieukant envía una nota a sus hijos, Bertha y Simon:«En verano, cuando estéis sudorosos, no toméis bebidas
frías». ¿Y aquellos imbéciles con camisas marrones y
esvástica creían que podrían destruir a la gente así? Frente a la nota del
señor Lieukant, la Risiera es una cabaña que da pena. Si tuviera esa nota,
haría una gran ampliación que dominase el Museo. De hecho bastaría aquella
nota, junto con la cadena rota de un cimarrón; sería ya todo el Museo.”
…..
“Así,
aquellas páginas, aquellas libretas no habían desaparecido, sino que no habían
existido nunca. O quizá sí habían existido sólo para él. Él buscaba y anotaba
las pistas del horror y de la infamia; despedidas, gritos de ayuda,
desesperados mensajes de moribundos y peor aún que los moribundos, los
testimonios de delaciones, de torturas y torturadores, charcos de sangre. Quién
sabe dónde salpicó la de aquel niño moreno y rizoso, un judío o un balcánico o
las dos cosas al mismo tiempo, al que el SS le reventó la cabeza de una patada
con la bota, porque había tropezado mientras lo llevaban a una de las celdas;
lo golpeó con el tacón y la sangre salpicó el suelo y la pared. Él quería saber
el punto exacto donde la bota del SS había aplastado la pequeña cabeza; es
importante, hace falta ser exactos, precisos, cuando se recogen pruebas para
una acusación para la pena de muerte eterna. «Quiero saber dónde pongo el pie. Así como no piso una tumba
en el cementerio, no quiero pisar el lugar sagrado y maldito donde ha muerto ese
niño».”
(Claudio Magris,
No ha lugar a proceder, páginas 101, 143, 183-184, 343)
Gracias por tan excelente reseña, el horror humano siempre dejará pedazos de su historia perdidos en la impunidad. Estamos conscientes que la vida no es color de rosa y que entre sus caminos más escabrosos como lo son los de la guerra y la política, el ser humano ha hecho disparates y crímenes imborrables por su hambre de poder. Una novela que tiene un interesante hilo argumental alrededor de muchas historias que pretenden ser parte de este museo del terror. Un abrazo con todo mi cariño Fran, me encantó leerte.Felicidades.
ResponderEliminarRealmente interesante...
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