viernes, 13 de mayo de 2016

"NO HA LUGAR A PROCEDER": HORRORES RASPADOS DE LA HISTORIA



No ha lugar a proceder

Claudio Magris

Traducción de Pilar González Rodríguez

Editorial Anagrama, Barcelona, 2016, 384 páginas



   Claudio Magris (Trieste, 1939) es una de las figuras mayores de la literatura europea contemporánea: novelista, singularísimo ensayista, autor teatral, germanista, heredero de la tradición cultural triestina, pero sobre todo resistente y defensor decidido de los territorios de la libertad mediante la reflexión crítica y la lucha contra la impunidad de la Historia: no solo contra la falta de juicio y castigo de miles de crímenes, sino también contra la ceguera y la terquedad de las conciencias y la indiferencia y aceptación social que la permiten. Y esta novela representa, desde sus primeras secuencias, una exploración de esas zonas grises de la Historia en las que ha fructificado esa impunidad, reflejada ya en el título: No ha lugar a proceder,  el dictamen con el que la justicia archiva una denuncia.

   No ha lugar a proceder, un texto narrativo con el que Magris vuelve a la ficción después de diez años de ausencia, ha sido definido por la crítica italiana como las “Mil y una noches del mal”. Y no sin razón porque el texto de Claudio Magris es un inabarcable mosaico de piezas, suturadas de forma fragmentaria, que componen la realidad que fue y sigue siendo el horror a lo largo de la Historia. Todas ellas revestidas de impunidad y reflejadas con una gran potencia expresiva en esta novela.

   El hilo conductor de No ha lugar a proceder parte de una historia tan surrealista que se convierte en trágica: un anuncio publicitario aparecido en un pequeño periódico italiano el 26 de octubre de 1963: “Submarinos usados. Compro y vendo”. El responsable del anuncio es un profesor triestino cuyo nombre nunca aparece en el relato, pero es el trasunto de un personaje que realmente existió. Su propósito es recoger armas de todo tipo,  una amplia parafernalia bélica, para construir en Trieste un Museo dedicado a documentar la guerra para exorcizar sus horrores y exaltar la paz.

   Para entender cabalmente el propósito de la novela, tal vez sea aconsejable iniciar su lectura por la Nota conclusiva de la misma. En ella, después de admitir Magris que inventa, que su libro es ficción, pero que cada ficción se nutre de cosas que realmente sucedieron y de personas que efectivamente existieron, confiesa que ciertamente para perfilar al protagonista sin nombre de la novela, se inspiró en un personaje real, el profesor Diego de Henriquez, “un genial e irreductible triestino de amplia cultura y enorme pasión  que se dedicó toda su vida (1909-1974) a recoger armas, material bélico de todo tipo para construir un original, desbordante Museo de la Guerra que serviría,  a través de la exposición de tantos instrumentos de la muerte, a la paz”. Diego de Henriquez encontró la muerte en el incendio de la cabaña en la que dormía entre los objetos del Museo, un incendio misterioso, investigado en un proceso concluido  con un no ha lugar.

   Dos son las voces narrativas de la novela: la del profesor triestino y la de Luisa Brooks, hija de una judía deportada y de un sargento afroamericano que había participado en la conquista de Trieste. Ellos, desde la ciudad fronteriza de Trieste, dan cuenta de esa suma de horrores que, desde los albores de la Historia, han anidado en las mentes humanas y que en el siglo XX alcanzaron especial virulencia. Muy pronto aparece la Risiera di San Sabba, con su edificio rojizo y negruzco, que tuvo el vergonzoso privilegio de albergar el único horno crematorio que el nazismo instaló en Italia, y donde miles de judíos, partisanos y antifascistas fueron gaseados y disueltos en el fétido humo. El horno crematorio se convierte así en una óptima cirugía del olvido, en ese tren de la Historia que tiene tan mal aliento que incluso a los SS les produce náuseas. El profesor intentará ser un ángel justiciero: en sus libretas anotaba, antes de que la cal blanquera las paredes, las pistas del espanto y de la infamia: los grafiti que los detenidos en la Risiera habían escrito en las paredes, con despedidas, gritos de ayuda, desesperados mensajes de moribundos, los testimonios de delaciones, de torturas y torturadores. También los nombres de los judíos delatores de otros judíos, sin que por ello se libraran de la muerte. Un formidable acto de acusación contra el fascismo, el nazismo, el racismo, sujetos abstractos, aunque encarnados en personas de carne y hueso.

   Y de la mano de Luisa, el lector recorre las salas del Museo. Luisa Brooks rescata su propia historia, el primer apellido triestino no judío en una familia judía, una conmovedora historia rebosante de humanidad. La suya es una historia en la que hay múltiples conexiones con la Historia de horrores y amores, de ese mal que entra en el corazón del ser humano y en él late como sangre podrida. Porque la Historia es una costra de sangre, imposible de desprender, un electroshock  que vuelve locos incluso a los insurgentes. Pero tal vez, bajo esa excrecencia sanguinolenta, hay todavía vida, agua que corre, corazones que aman.

  
Cartel de propaganda británica recordando la masacre de Lídice
   En un avance fragmentario, con una escritura reiterativa, el relato de Magris nos enfrenta en primer lugar con los horrores de la barbarie nazi: Lídice, la ciudad checa barrida del mapa como represalia por el asesinato del jerarca nazi Reinhard Heydrich: todos sus habitantes fusilados, los niños desprovistos de rasgos arios, gaseados. Y sobre las ruinas de la pequeña ciudad, los nazis arrojaron puñados de sal, elevando así a Lídice al nivel de Cartago sobre la que los romanos también habías esparcido sal. O la historia del soldado Otto Schimek, que murió porque no quería matar, ejecutado por la Werhmacht por negarse a disparar contra la población civil polaca. ¿Historia cierta o inventada? No importa mucho porque, como dice Magris, todo lo que sucede es una falsificación del autor.

   Y engastados con los objetos expuestos en el Museo, otros relatos, otras historias del horror, acontecidas bajo cielos y tiempos diversos; y alejadas de las conciencias porque toda la Historia de la humanidad es un raspado de la conciencia (página 339). Entre ellas, el holocausto de los holocaustos: la trata de esclavos. Los cazadores llegados para saquear la selva y las aldeas en todas las junglas del mundo: oro, plata, esmeraldas y sobre todo hombres a los que les habían arrebatado todo, hacinados entre los trofeos; negras jóvenes y viejas violadas en las bodegas del navío negrero, sin tan siquiera quitarles las cadenas de las muñecas. O las masacres de oro y sangre de los conquistadores españoles en la Isla Dominica. Y despiadados tribunales de la Inquisición, inquisidores expertos en el mal y en la debilidad, interrogando a la antigua Luisa, la negra liberada Luisa de Navarrete. Españoles masacradores de indios caribes que a su vez habían masacrado a otros pueblos.

   Mas con el espanto y la infamia también conviven pequeños / grandes gestos de amor y de humanidad, incapaces, no obstante, de diluir el mal ontológico que contamina la Historia. Hombres y mujeres que saben que van a ser exterminados como Aaron Lieukant que, en el tren que le lleva a Auschiwitz, escribe una nota para sus hijos: “En verano, cuando estéis sudorosos, no toméis bebidas frías”. Ante ese gesto de no abandono, de no claudicación, se pregunta el novelista: “¿Y aquellos imbéciles con camisas marrones y esvástica creían que podrían destruir a la gente así?”

   Registro de forma especial dos secuencias narrativas altamente afortunadas: el símil que hace de Hitler un cactus purulento y maligno, lleno de espinas, de excrecencias que invaden y traspasan Europa. Y la esperpéntica y bufa celebración del cumpleaños del Fürhrer el 20 de abril de 1945 en el castillo de Miramar, un palacio construido  para el emperador Maximiliano de México, entre conductas de extremo servilismo, desenfrenadas libaciones y lascivias. Una oscura y fantasmal apocalipsis a pocos días del hundimiento final, con las tropas rusas rodeando Berlín.

   Claudio Magris retorna a la narrativa con una novela polifónica, de estructura tan original como elaborada. Una escritura  ramificada, serpeante entre historias que se enlazan con otras historias, formando esa inmensa memoria de los horrores, un juicio universal del mal, y junto a él, pequeñas briznas de humanidad, de amor y la insobornable decisión de muchas mujeres y hombres para el combate y la defensa de los territorios de la libertad. Una narración tan inmensa como potente que luce las galas de una gran calidad literaria, patrimonio de un gran humanista, un atrevido rompedor de géneros, un escritor de frontera como lo acaba de definir Josep Ramoneda, que engalana su prosa con afortunadas tonalidades poéticas.



Francisco Martínez Bouzas



                                                      
Claudio Magris

Fragmentos



“Menos mal que existía la muerte y que todas esas caras sonrientes y bien cuidadas también desaparecerían, carne que se pudre bajo la tierra no es mejor que el humo que se desvanece en el aire. Claro, era injusto que las víctimas, los verdugos y la gente respetable equidistante terminaran todos en el mismo abono, amalgamados con rapidez y ya no distinguibles; esta igualdad en lo absoluto era horrible, era falsa, los hombres no son iguales, el que arranca los genitales al prisionero no es igual al prisionero al que le son arrancados; y si también el que tortura está hecho a imagen y semejanza de Dios, lo siento por mis antepasados, pero Abraham hizo mal al destrozar los simpáticos ídolos de madera de su padre que no hacían daño a nadie, para ponerse de acuerdo con el Señor sólo porque era un Padre más potente.”



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“Fusilarlos a todos, el más joven tiene quince años, el más viejo, ochenta y cuatro, los niños son enviados a Chelmno para ser gaseados, cementerios, casas, huertos incendiados, destruidos, arrasados por los bulldozers. La orden de borrar Lídice del mapa para vengar el asesinato de Heydrich se sigue al pie de la letra, los nazis arrojan puñados de sal sobre el terreno quemado, algún oficial ha estudiado bien a los clásicos y eleva a la pequeña ciudad checa al nivel de la gran Cartago, sobre la que los romanos esparcieron sal. Tiene razón, toda hoguera aunque pequeña es igual a la más grande; es hoguera, la destrucción, la que confiere a las víctimas, decenas o millones, una grandeza absoluta, las hogueras encendidas en siglos no se apagan jamás, esos cuerpos rodeados que se retuercen en el fuego son eternos.”



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“Sin embargo, sí, también similar. El negro cimarrón que huye de la plantación a la colina sabe que será capturado, deja desdeñosamente la huella de su paso en la hierba espesa y alta de la colina. Como todos, sabe que va a morir, pero no por eso abandona; después, gracias a él, habrá otros cimarrones, otros rebeldes que ningún exterminio extermina. Encerrado en el tren que lo lleva a Auschwitz, Aaron Lieukant envía una nota a sus hijos, Bertha y Simon:«En verano, cuando estéis sudorosos, no toméis bebidas frías». ¿Y aquellos imbéciles con camisas marrones y esvástica creían que podrían destruir a la gente así? Frente a la nota del señor Lieukant, la Risiera es una cabaña que da pena. Si tuviera esa nota, haría una gran ampliación que dominase el Museo. De hecho bastaría aquella nota, junto con la cadena rota de un cimarrón; sería ya todo el Museo.”



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“Así, aquellas páginas, aquellas libretas no habían desaparecido, sino que no habían existido nunca. O quizá sí habían existido sólo para él. Él buscaba y anotaba las pistas del horror y de la infamia; despedidas, gritos de ayuda, desesperados mensajes de moribundos y peor aún que los moribundos, los testimonios de delaciones, de torturas y torturadores, charcos de sangre. Quién sabe dónde salpicó la de aquel niño moreno y rizoso, un judío o un balcánico o las dos cosas al mismo tiempo, al que el SS le reventó la cabeza de una patada con la bota, porque había tropezado mientras lo llevaban a una de las celdas; lo golpeó con el tacón y la sangre salpicó el suelo y la pared. Él quería saber el punto exacto donde la bota del SS había aplastado la pequeña cabeza; es importante, hace falta ser exactos, precisos, cuando se recogen pruebas para una acusación para la pena de muerte eterna. «Quiero saber dónde pongo el pie. Así como no piso una tumba en el cementerio, no quiero pisar el lugar sagrado y maldito donde ha muerto ese niño».”



(Claudio Magris, No ha lugar a proceder, páginas 101, 143, 183-184, 343)

2 comentarios:

  1. Gracias por tan excelente reseña, el horror humano siempre dejará pedazos de su historia perdidos en la impunidad. Estamos conscientes que la vida no es color de rosa y que entre sus caminos más escabrosos como lo son los de la guerra y la política, el ser humano ha hecho disparates y crímenes imborrables por su hambre de poder. Una novela que tiene un interesante hilo argumental alrededor de muchas historias que pretenden ser parte de este museo del terror. Un abrazo con todo mi cariño Fran, me encantó leerte.Felicidades.

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