John Fowles
Traducción de Pilar Adón
Editorial Impedimenta, 2015, 104 páginas
El
árbol del novelista británico John Fowles es, según confiesa el editor
Enrique Redel, uno de los mejores libros publicados por Impedimenta en toda su andadura. Un libro
mítico, obra maestra de su autor que, sin embargo, es mucho más conocido por el
éxito de sus novelas, El coleccionista,
La mujer del teniente francés o El
Mago, todas ellas llevadas exitosamente a la gran pantalla. Una selecta
minoría de lectores valora, no obstante, a John Fowles por la escritura de El árbol. Un libro que se inscribe en la
senda de la narrativa que gira acerca de las experiencias vitales con la
naturaleza y que Editorial Impedimenta publica por primera vez en español, en
traducción de Pilar Adón, coincidiendo con el décimo aniversario del
fallecimiento de John Fowles (Leigh-on-Sea, 1926 – Dorst, 2005). La esmerada
edición de Impedimenta corre paralela con la calidad del contenido de esta
pequeña joya literaria.
Desde un punto de vista genérico, El árbol es un ensayo cimentado en la
propia biografía del escritor, que tematiza las relaciones entre la naturaleza
y la creatividad humana, a la vez que cuestiona con gran lucidez el sometimiento
de lo natural al dictado de una razón exclusivamente productiva. Y para ello el
autor repasa su propia infancia en Inglaterra: los primeros árboles que
recuerda (manzanos y perales), que crecían en el jardín de la casa paterna,
situada en un barrio londinense. Árboles que el padre hace medrar de forma
artificial en aras de la productividad cuantificable, y que pronto provocarán
el rechazo y la rebelión del hijo, ansioso del espacio abierto, de lo salvaje,
de los bosques con sus árboles “reales” que crecen en contornos naturales no
alterados por el hombre. Surge pues un choque inevitable entre un padre que
aclara el jardín de la casa, con todo medido, con árboles “esclavizados” y un
hijo enfervorizado por las áreas rurales, por los entornos salvajes, donde los
árboles crecían como criaturas libres, ajenas a la domesticación de cuidados,
podas, clasificaciones. Por esa misma razón, los “huertos” de John Fowles serán
las arboledas y los bosques olvidados y desiertos del Oeste de Inglaterra o de
Francia.
No debe de extrañar que, consecuente con su
idea de una naturaleza en libertad y alejada de cualquier transformación debida
a la mano del hombre, John Fowles se sienta un hereje con respecto a Linneo y a
su herencia cultural: la singularización, el aislamiento, el encasillamiento,
la clasificación, porque el árbol que seduce al escritor, es la composición que
forman los árboles en su conjunto, “el coral verde que descubro en los bosques
o en las arboledas”, aunque no cree que exista un verdadero conflicto entre la
naturaleza conceptualizada -imprescindible para vivir y entendernos con
nuestros semejantes- y la naturaleza como sentimiento íntimo.
Mas el ensayo de John Fowles va mucho más
allá de lo biográfico. Sus reflexiones, llenas de inteligencia, se centran,
sobre todo, en las conexiones entre la creatividad humana, la ciencia, el arte
y la naturaleza. Esta última, al contrario del arte, se niega a permanecer fija
y fosilizada en el pasado como las obras de arte y las mismas concepciones
científicas. La naturaleza sigue creando el presente, reformulándose
constantemente. Y puede decirse lo mismo de la arquitectura urbanística: “Una
ciudad geométrica, lineal, hace gente geométrica, lineal; una ciudad inspirada
en un bosque hace seres humanos” (página 73). Algo semejante cabe afirmar de la
ciencia que no posee tiempo ni espacio para las pequeñas excepciones; al
contrario de la naturaleza hecha de entidades que no se ajustan. En ella la
norma general nunca es un hortus
conclusus. Una firme proclama, por consiguiente a favor de la libertad
creativa y vital en la que es preciso asumir ciertas verdades sobre la
naturaleza: conocerla plenamente es tanto ciencia como arte; no podemos
entender lo natural como una colección de “cosas” que solamente existen fuera de nosotros; y finalmente, que este
tipo de conocimiento no es reproducible por ningún otro medio (ni por la
pintura, ni por la fotografía, ni por palabras ni por la misma ciencia).
Un ensayo breve pero muy intenso, asentado
en una visión humanista de la naturaleza y del hombre, en bases filosóficas,
artísticas y literarias; en las antípodas de las posturas utilitaristas sobre
la naturaleza, un alegato contra la tendencia y el esfuerzo por “ajardinarlo”
todo y repleto de reflexiones provocadoras, pero rebosantes de lucidez sobre la
creatividad humana, la actividad literaria y la misma ciencia. Todo ello nos
llega de la mano de una escritura brillante, una prosa muy pulida y a la vez
cercana, y en una edición excelente, un lujo editorial, que nos ofrece un
pequeño sello independiente.
Francisco
Martínez Bouzas
John Fowles |
Fragmentos
“Nos
habíamos exiliado por voluntad propia en una casita de campo de la aldea de
Devonshire que más tarde yo llevaría a la ficción en la novela Daniel Martin, y allí pasamos los años de guerra. A pesar
de las privaciones y los horrores propios de aquel momento, para mí fueron unos
años fértiles y dorados en su verde esplendor. Supe por primera vez lo que era
vivir en la naturaleza, en una zona campestre de verdad entre hombres de campo
de verdad, y fue entonces cuando dejé de ser ya para siempre un posible
habitante de la ciudad. Me he visto obligado a vivir largos años en todo tipo
de ciudades, pero nunca de buena gana; siempre dominado por la sensación de
exilio cotidiano. Incluso prefería el anticuado sistema de clases de la vida
rural, con sus terratenientes y su campesinado y la cantidad infinita de
niveles intermedios que existía entre ambas categorías, a la uniformidad de las
calles de la realidad suburbana, con las mismas casas, los mismos miedos, las
mismas pretensiones. Pero en aquel momento, una vez hubo terminado la guerra,
mi padre decidió que teníamos que abandonar aquel paraíso verde y volver al
limbo gris.”
…..
“Para
él (el padre), que me hubiera hecho con semejante «jungla»
solo podía ser fruto de la locura, y no podía creer en mis palabras cuando le
dije que no veía la necesidad de hacerme cargo del terreno y arreglarlo, sino
que más bien tenía la intención de dejar que se mantuviera solo, modificado
únicamente por la actuación de los inquilinos que compartían el jardín conmigo:
los pájaros y los animales, las plantas y los insectos. Jamás podría admitir
que aquello era lo que yo buscaba como
equivalente a sus hermosamente disciplinadas manzanas y peras, y que mi jardín
también estaba, igual que el suyo, «cultivado», aunque no en un sentido literal. No entendería nunca
que algo que acabo de ver ahí mismo hace apenas una hora, justo antes de que
decidiera ponerme a escribir (dos autillos recién salidos del nido sobre una
rama de sicomoro que parecían un par de calcetines de Navidad mal cosidos y que
no me quitaban los ojos de encima, como el intruso que soy al aventurarme en su
jardín), representa para mí exactamente lo mismo que para él sus trofeos de la
sociedad de horticultura que se mostraban expuestos en su aparador: un indicio
del orden que reina en medio del indebido caos, la recompensa a la constancia y
al empeño de perseverar en lo que cree justo y correcto. Y no tiene ninguna
importancia, creo, que lo que para él era el caos para mí fuera el orden.”
…..
“No
es que no comparta el apego que mi padre sentía por sus fértiles objetos de
devoción: me interesa el árbol como unidad, el árbol en sí mismo, y el arte de
cultivarlo. Pero debo confesar que mi interés real se centra más en la
composición que forman los árboles en su conjunto, en los complejos paisajes
internos que crean cuando crecen a su antojo en cualquier paraje. En ese
organismo colonial, ese coral verde que descubro en los bosques o en las
arboledas, reside para mí el auténtico significado de la experiencia, de la
aventura, del placer estético. Creo que incluso podría hablar de la verdad.
Todo eso subyace más allá de la espesura y del muro exterior de hojas, y más
allá del árbol como forma individual.”
(John Fowles, El árbol, páginas 19, 27-28, 33)
Genial !...
ResponderEliminar