domingo, 15 de febrero de 2015

"LA MUJER AJENA": MIEDOS MASCULINOS, AJENEIDAD FEMENINA



La mujer ajena

Ramón Bueno Tizón

Editorial Candaya, Avinyonet del Penedés (Barcelona), 2014, 124 páginas



   Tuve la oportunidad de saborear el buen hacer narrativo de Ramón Bueno Tizón (Lima, 1973) en el volumen que Editorial Candaya editó en 2013, Emergencias, en el que doce autores iberoamericanos emergían por primera vez o se mostraban, sobre todo a los lectores españoles. Lo hacían mediante la narrativa de la brevedad, de las distancias cortas. En aquella antología Ramón Bueno Tizón nos ofrecía una muestra de su buen hacer literario con el cuento “María Ozawa”, recogido así mismo en esta colectánea que reúne once relatos, todos ellos de su autoría, y en los que el autor se acoge de nuevo a la ficción breve, de paginación intermedia.

   Con un título, La mujer ajena, que sí, es verdad que se puede prestar a múltiples interpretaciones, entre ellas la de un dicho sentencioso machista, -aunque el autor piensa en otro tipo de ajenidad: la que para muchos hombres significa el mundo femenino-, el narrador limeño nos ofrece un verdadero friso de seres, casi todos varones, huérfanos de calor humano, seres marginales y perdedores en su mayoría que en las mujeres solamente perciben sus lejanías, seres distantes y ajenos, y que sustituyen el miedo, la falta de éxito o una verdadera relación humana, amorosa o erótica, por el sexo rentado.

   No son los de Ramón Bueno Tizón relatos en los que proliferen grandes acontecimientos, tampoco grandes dramas, aunque sí peleas conyugales. Son, sin embargo, prosas rebosantes de narratividad, de historias cotidianas bien trenzadas y bien escritas, y en las que el autor ausculta sobre todo el clima interior de sus personajes.

   Ese buceo en las interioridades se percibe ya en el relato que inaugura el volumen (“Nacimiento”), un triste cuento que recrea el montaje de un nacimiento navideño, en los años de los atentados terroristas en Perú, desde la perspectiva de un niño y una adolescente que, a pesar de los apagones y peleas de sus progenitores, intentan que en el hogar no se hiele el calor navideño. Le sigue “El almuerzo”, un relato muy condensado sobre infidelidades masculinas y las subsiguientes pesadillas. En “Philippe y los náufragos” el escritor nos invita a reflexionar sobre el éxito y la mediocridad en  el mundo de la música, con la figura de un pianista que quiere ser fiel a sus inquietudes y por eso mismo toca el piano aunque sea en un local frecuentado por náufragos de la vida: prostitutas y bebedores. En “Los duros” la acción se traslada a Itagüí (Colombia) y asistimos a un derroche de  violencia, muerte y sexo en ambientes marginales.

   La ajeneidad femenina y el desamparo de los protagonistas masculinos se deja sentir todavía con más fuerza en algunos de los restantes relatos de la colectánea: el jinete en el ocaso de su carrera, acosado por las deudas, sin éxito entre las mujeres, asido inútilmente a la esperanza de la última monta (“Jonás en la última”). O en el que nos acerca al torero veterano y cansado, en cuyo interior se dan cita el miedo  a  hacer el ridículo y el misterio que para él significan las mujeres desnudas, ante las cuales aparecen sus fantasmas (“Verónica”). En “Weininger y yo”, un personaje histórico, el filósofo y escritor E. M. Cioran, al que la lectura de un libro de Weininger libera de la “atadura de la mujer” y le arroja en la bulliciosa escuela de la vida que son los burdeles y las putas. Un estremecedor relato, en mi opinión uno de los mejores, sobre los sufrimientos pesadillas de Cioran, de tal magnitud de que un día su madre, tras presenciarlos, pronunció esta frase: “Si lo hubiese sabido, habría abortado”. Sobre hombres inseguros, machos débiles, vulnerables, predecibles, que prefieren besar en la entrepierna y lamer como animalitos, versa así mismo el relato “La princesa china”. En “María Ozawa”, otra excelente narración, el autor refleja la vida de los emigrantes latinos en el Imperio, odiados por los chicanos. Su desazón, sus miedos, su ajeneidad femenina, reflejados a través de la metáfora de la muchacha en flor, María Ozawa, una actriz porno japonesa. Un relato rebosante de amargura, orfandad, de las que hombres esclavos del sexo rentado, intentan despegarse con las fotos porno de la chica japonesa. Finalmente en la pieza que cierra el volumen (“Nosotros los que miramos”), el autor nos convierte en testigos de  la iniciación en la bebida y en el sexo más deshumanizado de unos adolescentes quinceañeros marginales, en un viaje de Lima a Chiclayo.

   En su conjunto, las piezas narrativas de Ramón Bueno Tizón no permiten que se filtren rayos de luces optimistas, ni siquiera sus engañosos amagos. Mas el escritor no extravía su mirada y el conjunto de sus relatos refleja con fidelidad algunas de las dolencias de nuestro tiempo, y posiblemente de todos los tiempos y comunes a todas las geografías. Porque, aunque es Lima el espacio en el que se desarrolla la mayoría de las tramas, la narrativa breve aquí reunida ubicará al lector en otras épocas y en otras cartografías. Aquello que seguramente nos hace más humanos está en crisis en Lima, Itagüí, Rumania o en el desierto de Texas. En nuestros días o en los del antiguo reino de Lidia.

   La edición de Editorial Candaya, fiel a su tradición, respeta el español de América. Un ejemplo paradigmático es sin duda el último relato (“Nosotros los que miramos”), un verdadero festín lingüístico para todos aquellos lectores que creen que los modismos y localismos no son un estorbo de la lengua estándar, sino todo lo contrario: su enriquecimiento.



Francisco Martínez Bouzas



                                                     
Ramón Bueno Tizón

Fragmentos



“Me asusté y no sé cómo me resbalé, y caí al piso. Mi papá se detuvo y creo que volteó hacia donde yo estaba. Tuve el tiempo suficiente para regresar a mi cama y hacerme la dormida. Mi papá entró en mi cuarto y me pasó la mano por el cabello. Sus manos olían a un perfume de mujer que no era de mi mamá. Yo mantenía los ojos cerrados. Mi papá regresó a la sala. Hubo un último ruido, seco y brutal. Después oí que la puerta principal se abrió y se cerró. Mi mamá continuó sollozando. Volví a pensar en José María, que estaría escuchando todo, viéndolo tal vez. Finalmente me quedé dormida.”



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“Con Verónica también tuve que tomar viagra. Sólo así pude lograr la suficiente confianza como para ahuyentar los viejos temores. Más todavía si han corrido líneas de coca y si se trata de una mujer tan bella como Verónica. Cuando no tomo viagra, me convierto en un espectador de mí mismo, pendiente y temeroso de mis propias reacciones. Y siempre termino bloqueándome. Los médicos me dicen que es efecto placebo, que todo está en mi mente. Puede ser, pero yo prefiero no arriesgarme a patinar, aunque me dé un infarto.”



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“En la segunda fotografía, María Ozawa nos mira desde la lejanía de su inmenso poder, el rostro inclinado hacia la derecha. Una mano hunde sus dedos entre su cabello negro, desordenado intencionalmente. La otra mano cae sobre su muslo interior, junto a su bajo vientre, ahí donde el monte de Venus de María Ozawa se enciende en una mata salvaje y lúbrica. No es el enterizo ajustado de malla que trae puesto lo que perturba y conmueve al espectador. Tampoco la turgencia de sus pechos, medianos y precisos. Lo que sobrecoge es la naturaleza agreste de su vello pubiano, de una oscuridad arcana, intimidante pero magnética al miso tiempo. Como una flor carnívora, hermosa y espeluznante. O como una tarántula posada entre las piernas de un hafu.”



…..



“Ellos  chupan con las mujeres de la promoción, bailan con ellas, tienen enamoradas y tiran con putas. Nosotros chupamos juntos, los viernes por la tarde: puto calzoncillo nomás, ninguna hembrita. Nos colamos a los tonos y quiceañeros que consigue el Guanay pero jamás computamos a nadie y nos quedamos chupando gratis, en un rincón. No les hablamos a las chicas del colegio porque no tenemos nada que decirles. Intercambiamos porno y nos corremos la paja en secreto; todos lo sabemos pero nadie quiere admitirlo. Qué le vamos a hacer, ellos pueden y nosotros miramos. Por eso somos patas o decimos serlo.”



(Ramón Bueno Tizón, La mujer ajena, páginas 19-20, 64-65, 92, 107-108)

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