La mujer ajena
Ramón Bueno Tizón
Editorial Candaya, Avinyonet del Penedés (Barcelona),
2014, 124 páginas
Tuve la oportunidad de saborear el buen
hacer narrativo de Ramón Bueno Tizón (Lima, 1973) en el volumen que Editorial
Candaya editó en 2013, Emergencias,
en el que doce autores iberoamericanos emergían por primera vez o se mostraban,
sobre todo a los lectores españoles. Lo hacían mediante la narrativa de la
brevedad, de las distancias cortas. En aquella antología Ramón Bueno Tizón nos
ofrecía una muestra de su buen hacer literario con el cuento “María Ozawa”,
recogido así mismo en esta colectánea que reúne once relatos, todos ellos de su
autoría, y en los que el autor se acoge de nuevo a la ficción breve, de paginación
intermedia.
Con un título, La mujer ajena, que sí, es verdad que se puede prestar a múltiples
interpretaciones, entre ellas la de un dicho sentencioso machista, -aunque el
autor piensa en otro tipo de ajenidad: la que para muchos hombres significa el
mundo femenino-, el narrador limeño nos ofrece un verdadero friso de seres,
casi todos varones, huérfanos de calor humano, seres marginales y perdedores en
su mayoría que en las mujeres solamente perciben sus lejanías, seres distantes
y ajenos, y que sustituyen el miedo, la falta de éxito o una verdadera relación
humana, amorosa o erótica, por el sexo rentado.
No son los de Ramón Bueno Tizón relatos en
los que proliferen grandes acontecimientos, tampoco grandes dramas, aunque sí
peleas conyugales. Son, sin embargo, prosas rebosantes de narratividad, de
historias cotidianas bien trenzadas y bien escritas, y en las que el autor
ausculta sobre todo el clima interior de sus personajes.
Ese buceo en las interioridades se percibe
ya en el relato que inaugura el volumen (“Nacimiento”), un triste cuento que
recrea el montaje de un nacimiento navideño, en los años de los atentados
terroristas en Perú, desde la perspectiva de un niño y una adolescente que, a
pesar de los apagones y peleas de sus progenitores, intentan que en el hogar no
se hiele el calor navideño. Le sigue “El almuerzo”, un relato muy condensado
sobre infidelidades masculinas y las subsiguientes pesadillas. En “Philippe y
los náufragos” el escritor nos invita a reflexionar sobre el éxito y la
mediocridad en el mundo de la música,
con la figura de un pianista que quiere ser fiel a sus inquietudes y por eso
mismo toca el piano aunque sea en un local frecuentado por náufragos de la
vida: prostitutas y bebedores. En “Los duros” la acción se traslada a Itagüí
(Colombia) y asistimos a un derroche de
violencia, muerte y sexo en ambientes marginales.
La ajeneidad femenina y el desamparo de los
protagonistas masculinos se deja sentir todavía con más fuerza en algunos de
los restantes relatos de la colectánea: el jinete en el ocaso de su carrera,
acosado por las deudas, sin éxito entre las mujeres, asido inútilmente a la
esperanza de la última monta (“Jonás en la última”). O en el que nos acerca al
torero veterano y cansado, en cuyo interior se dan cita el miedo a
hacer el ridículo y el misterio que para él significan las mujeres
desnudas, ante las cuales aparecen sus fantasmas (“Verónica”). En “Weininger y
yo”, un personaje histórico, el filósofo y escritor E. M. Cioran, al que la
lectura de un libro de Weininger libera de la “atadura de la mujer” y le arroja
en la bulliciosa escuela de la vida que son los burdeles y las putas. Un
estremecedor relato, en mi opinión uno de los mejores, sobre los sufrimientos pesadillas
de Cioran, de tal magnitud de que un día su madre, tras presenciarlos,
pronunció esta frase: “Si lo hubiese sabido, habría abortado”. Sobre hombres
inseguros, machos débiles, vulnerables, predecibles, que prefieren besar en la
entrepierna y lamer como animalitos, versa así mismo el relato “La princesa
china”. En “María Ozawa”, otra excelente narración, el autor refleja la vida de
los emigrantes latinos en el Imperio, odiados por los chicanos. Su desazón, sus
miedos, su ajeneidad femenina, reflejados a través de la metáfora de la
muchacha en flor, María Ozawa, una actriz porno japonesa. Un relato rebosante
de amargura, orfandad, de las que hombres esclavos del sexo rentado, intentan
despegarse con las fotos porno de la chica japonesa. Finalmente en la pieza que
cierra el volumen (“Nosotros los que miramos”), el autor nos convierte en
testigos de la iniciación en la bebida y
en el sexo más deshumanizado de unos adolescentes quinceañeros marginales, en
un viaje de Lima a Chiclayo.
En su conjunto, las piezas narrativas de Ramón
Bueno Tizón no permiten que se filtren rayos de luces optimistas, ni siquiera
sus engañosos amagos. Mas el escritor no extravía su mirada y el conjunto de
sus relatos refleja con fidelidad algunas de las dolencias de nuestro tiempo, y
posiblemente de todos los tiempos y comunes a todas las geografías. Porque,
aunque es Lima el espacio en el que se desarrolla la mayoría de las tramas, la
narrativa breve aquí reunida ubicará al lector en otras épocas y en otras cartografías.
Aquello que seguramente nos hace más humanos está en crisis en Lima, Itagüí, Rumania
o en el desierto de Texas. En nuestros días o en los del antiguo reino de
Lidia.
La edición de Editorial Candaya, fiel a su
tradición, respeta el español de América. Un ejemplo paradigmático es sin duda
el último relato (“Nosotros los que miramos”), un verdadero festín lingüístico
para todos aquellos lectores que creen que los modismos y localismos no son un
estorbo de la lengua estándar, sino todo lo contrario: su enriquecimiento.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Me
asusté y no sé cómo me resbalé, y caí al piso. Mi papá se detuvo y creo que
volteó hacia donde yo estaba. Tuve el tiempo suficiente para regresar a mi cama
y hacerme la dormida. Mi papá entró en mi cuarto y me pasó la mano por el
cabello. Sus manos olían a un perfume de mujer que no era de mi mamá. Yo
mantenía los ojos cerrados. Mi papá regresó a la sala. Hubo un último ruido,
seco y brutal. Después oí que la puerta principal se abrió y se cerró. Mi mamá
continuó sollozando. Volví a pensar en José María, que estaría escuchando todo,
viéndolo tal vez. Finalmente me quedé dormida.”
…..
“Con
Verónica también tuve que tomar viagra. Sólo así pude lograr la suficiente
confianza como para ahuyentar los viejos temores. Más todavía si han corrido
líneas de coca y si se trata de una mujer tan bella como Verónica. Cuando no
tomo viagra, me convierto en un espectador de mí mismo, pendiente y temeroso de
mis propias reacciones. Y siempre termino bloqueándome. Los médicos me dicen
que es efecto placebo, que todo está en mi mente. Puede ser, pero yo prefiero
no arriesgarme a patinar, aunque me dé un infarto.”
…..
“En
la segunda fotografía, María Ozawa nos mira desde la lejanía de su inmenso
poder, el rostro inclinado hacia la derecha. Una mano hunde sus dedos entre su
cabello negro, desordenado intencionalmente. La otra mano cae sobre su muslo
interior, junto a su bajo vientre, ahí donde el monte de Venus de María Ozawa
se enciende en una mata salvaje y lúbrica. No es el enterizo ajustado de malla
que trae puesto lo que perturba y conmueve al espectador. Tampoco la turgencia
de sus pechos, medianos y precisos. Lo que sobrecoge es la naturaleza agreste
de su vello pubiano, de una oscuridad arcana, intimidante pero magnética al
miso tiempo. Como una flor carnívora, hermosa y espeluznante. O como una tarántula
posada entre las piernas de un hafu.”
…..
“Ellos
chupan con las mujeres de la promoción,
bailan con ellas, tienen enamoradas y tiran con putas. Nosotros chupamos
juntos, los viernes por la tarde: puto calzoncillo nomás, ninguna hembrita. Nos
colamos a los tonos y quiceañeros que consigue el Guanay pero jamás computamos
a nadie y nos quedamos chupando gratis, en un rincón. No les hablamos a las
chicas del colegio porque no tenemos nada que decirles. Intercambiamos porno y
nos corremos la paja en secreto; todos lo sabemos pero nadie quiere admitirlo.
Qué le vamos a hacer, ellos pueden y nosotros miramos. Por eso somos patas o
decimos serlo.”
(Ramón Bueno Tizón, La mujer ajena, páginas 19-20, 64-65, 92, 107-108)
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