El libro de Daniel
E. L. Doctorow
Traducción de Carlos Milla e Isabel Ferrer
Miscelánea Editores (Roca Editorial del Libro), Barcelona, 2009, 383 páginas.
Algunos de los críticos más reputados, entre los que cabe citar a Frederic Jameson o Edward Said, han dicho que Ewdard Lawrence Doctorow (Nueva York, 1931) es un de los pocos y auténticos escritores de izquierdas que existen en nuestro tiempo, si bien las implicaciones políticas de sus narraciones nunca son obvias, claras y contundentes. El libro de Daniel no es una excepción, porque Doctorow es capaz de casar su ideario político (“pensar en términos de lo que es justo e injusto”) con algo que es consustancial con el mundo de la ficción: la ambigüedad, amago para eludir una literatura panfletaria. En lo que no cabe ninguna duda es que Doctorow es un de los grandes escritores del siglo XX en lengua inglesa y que en EE.UU lo consideran un patrimonio nacional. Ganador de todos los premios y eterno candidato al Nobel igual que Philip Roth, Thomas Pynchon o Cormac McCarthy. Él ha sabido reflejar en su prosa, quizás como nadie, la cara oculta de Norteamérica y, bajo esa perspectiva, sus novelas son un sustituto de la memoria colectiva de una nación no carente de mitos a pesar de ser un país ahistórico. Doctorow aborda esos mitos y como efecto colateral los devuelve al terreno de la historia.
El libro de Daniel (1971) figura en el canon occidental de Harold Bloom y, como muchas de las otras obras de Doctorow, es una recreación literaria de personajes y de acontecimientos históricos. La novela, en efecto está basada en las figuras de Ethel y Julius Rosenberg, condenados a cadena capital por traición (acusados de espionaje) y ejecutados en 1953. Los Isaacson son sus alter ego en la novela, recreación literaria del libro Atom Spy Trials. Ambos formaban parte de la “Young Communist League”. El origen del juicio que terminó con la condena a muerte, se sitúa en la filtración de secretos nucleares a los rusos en plena guerra fría. Mas el juicio a que ambos fueron sometidos, distó de ser justo. Se buscaba a toda costa chivos expiatorios en un momento en que el ambiente anti-comunista y el miedo, generado por el “Mccarthismo” y la guerra fría, a un inminente enfrentamiento con la Unión Soviética hacía furor en los EE. UU.
Paul Isaacson, un pequeño comunista de barrio y reparador de radios, fue capaz, según la acusación, de dibujar complejos y elaborados planos nucleares, reducirlos hasta el punto de poder acomodarlos a la lámina de una radiografía dental y hacérselos llegar a los soviéticos. Los historiadores actuales, sin embargo, en su gran mayoría, están convencidos de que estas acusaciones fueron falsas, pero en su día el Departamento de Justicia hizo que tomase fuerza la imagen de Paul como jefe de espías. Una cita textual, apócrifa por supuesto de Max Krieger, nos permite conocer el punto de vista de Doctorow: “La historia recoge con vergüenza la persecución y la infame condena a muerte en los Estados Unidos de América de dos ciudadanos estadounidenses, marido y mujer, padres de dos niños pequeños, que a lo sumo eran culpables de cruzar la calle imprudentemente por sus ideas izquierdistas sostenidas con orgullo”.
Sin embargo, la figura central de la novela no son los Rosenberg/Isaacson, sino su hijo Daniel Lewin (apellidos del padre adoptivo). Desde su infancia, su carrera cursada con una beca y su matrimonio con una mujer que lo ama profundamente y la redacción de sus tesis de final de carrera, recuperamos todos sus recuerdos y sobre todo los fundamentales: la vigilancia de FBI a su padre, la detención de sus progenitores, el juicio, el alejamiento y la traición de los amigos, la visita a sus padres en el corredor de la muerte y la crueldad de la ejecución en la silla eléctrica.
Ethel y Julius Rosenberg |
Doctorow escribió esta novela en 1971 y en ella se muestra como una adelantado del fragmentarismo vanguardista. Su narración es discontinua, se dejan sentir varias voces (abuelas inmigrantes, negros que viven en sótanos, comunistas hippies, policías, jueces, fiscales, judíos ortodoxos…). Una prosa envolvente, pero en esta novela cortada, desquiciada, seca, a veces brutal, violando la gramática, rompiendo párrafos, enlazando múltiples oraciones subordinadas sin detener la progresión narrativa para profundizar en esta herida abierta y todavía no cerrada, en un país donde la culpabilidad o la inocencia se situaban y se siguen situando en horizontes utópicos.
Francisco Martínez Bouzas
E. L. Doctorow |
Fragmentos
“Descuartizamiento. Esta particular forma de ejecución era la preferida del gobierno monárquico inglés para todos excepto el círculo aristocrático más cercano, al que se concedía la dignidad de la simple decapitación. Para todos los demás, el método era el siguiente: el transgresor era ahorcado y descolgado antes de morir. Entonces lo castraban y destripaban, y echaban sus entrañas al fuego ante sus ojos. Si el verdugo era misericordioso, extraía el corazón del cuerpo, pero en cualquier caso se llevaba a cabo el último acto del ritual, cortar el cuerpo en cuatro partes, y los cuartos se arrojaban después a los perros. La traición era el delito habitual para este castigo, establecida su definición por los tribunales del rey y a conveniencia del rey”
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“Cuando fue vista por última vez, vestía su abrigo negro con el dobladillo suelto y su casquete negro. Cuando mi madre fue vista por última vez, lucía su minúsculo reloj en la muñeca, una muñeca delgada y bonita con su prominente hueso y unas preciosas venas finas y azules. Dejó atrás una casa limpia, y en la nevera un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una manzana para la comida. Por la tarde, me tomé la leche y las galletas. Y ella no volvió”
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“Tampoco la muerte es lo que parece. Cuando la clase dominante impone la muerte a quienes teme, descubre que la propia muerte pude vivir. Es una paradoja. Ma Ludlow vive. Joe Hill vive. Crispus Attucks vive. Incluso Leo Frank, ¿por qué me viene a la cabeza Frank colgado de su árbol en Georgia, balanceándose? Pero vale, incluso Frank. Los dos italianos hablan y se mueven y sonríen y levantan el puño en la mente de la historia. Soy su camarada, es a mi a quien hablan, es a mi a quien Sacco dirige su declaración.
Sócrates fue juzgado. Lo declararon culpable. Lo obligaron a beber cicuta. Mediante esta acción, sus acusadores lo elevaron a la vida eterna y se relegaron a la muerte real y a la total oscuridad de los perseguidores de todas partes”
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“Pocos minutos después de retirar el cuerpo de mi padre en una camilla, y fregar el suelo, y camuflar el olor orgánico de su muerte con el aroma amoniacal del detergente, condujeron a mi madre a la cámara. Llevaba el vestido gris y amorfo de la cárcel y unas zapatillas de toalla. Sabía que mi padre estaba muerto. En su rostro se dibujaba una sonrisa irónica, estudiadamente serena. Dirigió una mirada tranquila a cada uno de los testigos hasta que apartaron la vista. Algunos, al ver que su mirada se acercaba a ellos, sencillamente la eludieron. De pronto mi madre posó los ojos en el rabino de la cárcel. Era el mismo cuyas atenciones había rechazado durante las últimas cuarenta y ocho horas.
-No lo quiero aquí- dijo (…)
Poniéndose de espaldas a la silla, mi madre rechazó con desdén toda ayuda. Abrazó a la celadora que la había custodiado durante su solitaria estancia de dos años en el corredor de la muerte de mujeres. Habían entablado una estrecha amistad. La celadora lloró y salió corriendo de la cámara. Mi madre, todavía con su peculiar sonrisa, se sentó en la silla eléctrica y observó el proceso de sujeción de correas como un pasajero en un avión preparándose para el viaje. Cuando le pusieron la capucha, tenía los ojos abiertos. Cuando accionaron el interruptor, inició la misma danza, enarcándose, zumbando y chisporroteando. Desconectaron la corriente. El médico se acercó al cuerpo desplomado y auscultó el latido con su estetoscopio. Manifestó su consternación. El verdugo salió de su nicho e intercambiaron unas palabras. El alcaide estaba muy nervioso. Los tres periodistas conversaron en susurros apremiantes. El verdugo regresó detrás del muro y volvió a recibir la indicación, y volvió a activar la corriente. Después dijo que la primera «dosis» no había bastado para matar a mi madre, Rochelle Isaacson”
(E.L. Doctorow, El libro de Daniel, páginas 53, 168, 327, 377- 78)
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