Hoteles
Maximiliano Barrientos
Editorial Periférica, Cáceres, 2011, 126 páginas.
Por mucho que les duela a ciertos críticos, incapaces de comprender que el mundo se mueve, la literatura, sus rutas narrativas se renuevan constantemente. La literatura vivió y seguirá viviendo giros copernicanos. Hasta hace poco era ininteligible una novela en cuya trama apenas existiera acción, aventura externa, anécdotas. Hoy, en cambio, soplan nuevos vientos, renovadores vientos de cambio, que, en el caso de las letras hispánicas, nos llegan sobre todo del otro lado del océano. De Juan Tallón tomo prestadas unas palabras de Darío Villanueva que, de alguna manera, retratan lo que está sucediendo: “En los acontecimientos más vulgares llegan a producirse las auténticas revoluciones”.
Tal es el caso de la narrativa de Maximiliano Barrientos (Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 1979), uno de los escritores jóvenes más relevantes y, más que promesa, ya realidad de la nueva literatura latinoamericana. Editorial Periférica ha corregido y refundido sus dos primeros libros (Los daños, 2006 y Hoteles, 2007) en los volúmenes Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer y Hoteles, un texto breve, pero no carente de intensidad interna.
La narrativa de Hoteles, sin apoyarse en el fragmentarismo o sumergirse en la metaficción o en la autorreferencialidad, navega, sin embargo con la escritura posmoderna porque lo que en ella prima es la aventura psicológica y la captación y transcripción de la misma. M. Barrientos relata así mismo un mundo inconexo, incoherente, en el que nada cuadra. Un mundo como el que transitan tres de las voces de Hoteles, dos voces adultas y una infantil. Actores de cine porno, los adultos, huyen de su pasado intentando en vano volver a comenzar. Un Chrysler Imperial negro los lleva, junto a la niña, en una huida del propio pasado, como quien pretende escapar de si mismo. Un viaje donde el destino es lo que menos importa, por carreteras idénticas, abrasadas por el sol y abrumadas entre paisajes inhóspitos, los paisajes de los países pobres (página 9) Y en esa huida, van llegando y van partiendo a y de pueblos insignificantes. Un inacabable viaje-huida sin destino en el que recuperan -ven- el pasado personal y familiar.
Un constante transitar, pues, de sitio en sitio, sin que importen los nombres de los pueblos y de las ciudades, idénticas entre si, como idénticos son los hoteles en los que se hospedan, hoteles con piscina. Hasta que llega un momento en el que ya no se hablan y ni siquiera tienen tiempo para preservar algo del pasado. Viajes pues con destino cero, solo como acto de desesperación.
A la par de sus voces, la de un director de documentales que nos sitúa en el presente, en el de los actores porno y en su propio presente en el que también hay amores deseos, infidelidades, sentimientos, abandonos y nos hace reflexionar sobre cuánto puede habitar de estos personajes, cuyo paisaje es la carretera, en nosotros mismos.
Todo lo dicho podría hacer pensar al lector que estamos ante una “road-movie” a la americana. Sería, sin embargo, una interpretación errónea, porque los personajes de Hoteles no huyen de nadie. Se fugan sí, pero de si mismos y su constante circulación por carreteras desoladas, hoteles, bares, lavanderías… escenarios de tránsito, se convierten en la escritura de M. Barrientos en una gran metáfora de la vida, también tránsito y lugar árido y monótono, repleto de insatisfacciones, privaciones, sueños abortados, un gran vacío.
Se ha dicho que Maximiliano Barrientos es “un maestro de las imágenes profundas”. Imágenes que nos remiten, más que a la trama, a los personajes, al protagonismo interior de sus héroes o antihéroes. Y lo hace mediante una prosa rápida, concisa, desnuda de artificios y de emociones. Un leguaje preciso al que el escritor priva de protagonismo justamente para poder capturar las experiencias y emociones. Escritura, pues, directa, implacablemente visual, para meternos por los ojos el desarraigo que se disfraza tras esa fuga sin destino, transitando por una carretera que es siempre la misma, siempre vacía, habitada únicamente por el sol cegador y los parajes inhóspitos.
Fragmento
“Carreteras, estaciones de servicio. Nos quedábamos sin combustible en mitad del camino y bajaba y llenaba el tanque con las reservas. El sol deterioraba la pintura del auto.
Perdía el conocimiento y luego volvía, igual que algunos recuerdos que había olvidado hacía años. Mi padre recopilaba madera por las tardes. Tenía un tatuaje de un barco en el brazo izquierdo. Sudaba mucho. Tenía cuatro años, lo veía desde la ventana. Mamá fumaba, leía revistas. Hablaba por teléfono.
Encontrábamos cadáveres de animales en el camino y Andrea me hacía detener el auto y bajaba a inspeccionarlos.
Olvidábamos los nombres de los pueblos y de las ciudades. Empezamos a quedarnos callados con más frecuencia, pasaban horas sin que abriésemos la boca. Andrea comenzó a hablar sola o con gente que inventaba. Abigail no le prestó mucha importancia.
Veía que agarraba el teléfono y no decía nada. Todos los pueblos se parecían, la mayoría de los hoteles tenían piscina. Me encerraba en la habitación o revisaba el motor del coche. Me masturbaba pensando en el paisaje: el color de la carretera, la arena, el cielo sin nubes”
“Cruzamos paisajes desolados. Andrea duerme, Abigail lleva gafas negras. Escuchamos rancheras. Estoy al volante desde hace tres horas, bebo agua de tanto en tanto. Chocamos contra un caballo que aparece de la nada, damos vueltas, el mundo gira y el sol es un pedazo de cielo visto a través de un parabrisas destrozado”
(Maximiliano Barrientos, Hoteles, páginas 91-92, 96)
Maximiliano Barrientos, foto de Alberto R. Roldán |
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