sábado, 12 de enero de 2019

HISTORIA DE DOMINACIÓN Y DE AMORES


Amores
Leonor de Recondo
Traducción de Palmira Feixas
Editorial Minúscula, Barcelona, 2018, 201 páginas

    

   Amores, un título en plural que lo dice todo. Adelanta en buena medida todas las variaciones del amor. Así rotula Leonor de Recondo (París, 1976) su penúltima entrega narrativa, publicada en Francia en el año 2015, y que Editorial Minúscula le ofrece a los lectores españoles en traducción de Palmira Feixas. El título, en efecto, revela sin ambigüedades  ni cortapisas una historia de amores, y a la vez una historia de dominación, de estratificación social, de clases sociales, de amos y servidores, de ricos y pobres. Y de todo lo que se oculta bajo los oropeles y alfombras de los poderosos. Pero es  sobre todo una historia de mujeres: sobre su silencio y sometimiento e los que estaban condenadas a vivir a comienzos del siglo XX. Enfrentando a la señora y a la criada, Leonor de Recondo hace palpable que, encerradas en el espacio de una casa burguesa, sus libertades no se podían medir con el mismo metro. Amores es por eso una novela que hurga y escudriña en las miserias de una familia burguesa, miserias finalmente sublimadas por los amores: no solo por los amores carnales entre mujeres, sino también por el amor maternal: el niño parido por la criada violada repetidamente por el señor de la casa, suscitará el amor de las dos mujeres: señora y criada.
   Un hilo conductor y u tema central: la obligación de ser madres que la sociedad impone a las mujeres a lo largo de los siglos como forma de su realización personal. Y un doble tema fundamental: una historia de amor entre mujeres y la comprensión del cuerpo femenino como requisito imprescindible para la liberación femenina.
   El íncipit de la novela es la violación de la criada Céleste por Anselme de Boisvaillant, un notario en una población de provincias, cercana a París. Todo sucede según las pautas sociales de dominación de la época, en un momento en el que dos mundos, el antiguo del siglo XIX y el nuevo del XX, se enfrentan. En los hogares burgueses conviven señores y sirvientes. Céleste tiene el convencimiento de que ha sido contratada para todo, y por consiguiente que no puede decir no al señor. La criada, en cada violación, se da cuenta de que no hay nada que hacer. Solamente esperar a que pase el tiempo. Anselme está casado con Victoire que cree que el amor a su marido consiste en llevar bien la casa, en retomar las riendas del hogar. Para ella el sexo es un “enredo inmundo” un muro de palabras, de sonidos para postergar la copulación.
   A medida que pasan los días, la vida se hace un lugar en el vientre de Céleste, y Anselme experimenta una satisfacción absoluta por el hecho de que va a ser padre y demostrar así que no es estéril. Además la abortista no logra llevar a buen término su trabajo clandestino. Y el niño nace para que la esposa, que oscila entre la melancolía y la histeria, lo asuma como propio. A partir de ese momento se produce el encuentro de dos cuerpos femeninos. La salud del bebé será el pretexto para que la señora y la criada rindan culto al monoteísmo del amor carnal.
   La novela es un fiel reflejo de toda una época: secretos inconfesables que se repiten generación tras generación, barreras sociales que existen de día pero no de noche: cuando el señor se cruza con la criada, no la saluda; ella no existe. Solamente cobra vida cuando un deseo irreprimible le empuja a subir las escaleras hasta el pequeño cuarto de la criada para agarrarla por el moño y tirar de él hasta que consuma su orgasmo. Porque una empleada de hogar es una mujer a la que se le puede ordenar acostarse con el señor de la casa, o con sus hijos como forma de iniciación en el sexo seguro, sin darle posibilidades a negarse ante tamaño abuso.
   Leonor de Recondo no obvia  algunas escenas de sexo perfectamente descritas: sexo de iniciación, de descubrimiento, de amor y también de sexo impuesto y forzado, de desahogo varonil, sexo en definitiva de poder. En el relato cobran vida otros personajes: la cocinera y ama de llaves y su marido sordomudo. Sus existencias están extrañamente imbricadas, Dependen los unos de los otros, cada cual a su manera. Y sobre todo están atados a su rango social
   La novela, bien estructurada, ofrece una lectura fácil, gracias en buena medida a sus capítulos muy breves. Un lenguaje claro y diáfano, sin complicaciones formales, traslada a los lectores una historia de dominación y de amores, en la que si algo sobra es una cierta tonalidad sentimentalista y un desenlace melodramático.

Francisco Martínez Bouzas


Leonor de Recondo


Fragmentos

“Anselme empuja a Céleste sobre el colchón, siempre con el mismo gesto que la arroja sobre el vientre, con la cabeza hundida en la almohada y el pelo al alcance de su mano. Le sube la falda a toda prisa. Ella no se resiste. Él se agarra al moño, tirándole con fuerza de la cabellera. Luego se coloca, plantado entre sus muslos, y empieza. Las patas de la cama de hierro chirrían. Ni Anselme ni Céleste oyen el quejido de la cama que aguanta el amor forzado. Siempre es laborioso. Y largo. Ella se pregunta por qué esos instantes transcurren tan despacio. Por qué no se desmaya para no sentir nada.
En una ocasión, intentó contárselo a Hueguette en la escalera de servicio. Temblando de pies a cabeza, balbució:
-El señor de Boisvaillant…
Las rodillas empezaron a castañearle. Hueguette lo comprendió enseguida. Le mandó callarse, repitiendo varias veces:
-¡Cállate, cállate, y ni se te ocurra decírselo a la señora.”

…..

“Le tiende la mano. Al levantarse, ella vuelca el pequeño taburete de caoba. Lo recoge con un gesto nervioso. Anselme la mira. Bajo la bata de seda rosa anudada a la cintura, lleva un camisón adornado con encaje y, debajo, una prenda con tirantes cuyo nombre se le escapa. Conoce esas espesuras. No le queda más remedio que lidiar con ellas. Su mujer nunca se desviste por completo. Jamás la ha visto desnuda, jamás la ha tocado entera. Se encoge de hombros. Ira al grano, como siempre. Como el grano se sitúa entre los muslos, que ella solo abre a regañadientes, siempre tiene que forzarla un poco. Y cuando, al fin, en medio de las sábanas, de la seda, del encaje, de las florituras y de la pequeña prenda sin nombre levantada hasta el ombligo, logra entrar en ella, todo sucede muy deprisa. Goza enseguida como si quisiera excusarse por esa intrusión, para que termine el silencio en el que se ha encerrado ella de repente, para que retorne a su reconfortante parloteo.”

…..

“Al penetrar a Céleste, Victoire deja entrar, tras ella, el tiempo, las noches y los días: el cortejo de la eternidad.
Las dos mujeres se zambullen la una en la otra, maravilladas de amar. Ese lazo que ahora une sus cuerpos rompe en un instante el tabú de su amor y de las convenciones sociales. Todas esas consideraciones inútiles que, cuando están desnudas, se quedan cosidas a la ropa.
A Victoire le turba la suavidad de Céleste. Una suavidad húmeda en la que puede entrar y salir a su antojo.
-Jamás había tocado ni visto nada tan suave…Te amo, Céleste.
Al declararse, todo el cuerpo de Victoire tiembla, como si esa verdad la hubiera fulminado. El amor está allí, aquí, con ellas.
Y la belleza de esas palabras, susurradas al abrigo del sueño e la casa burguesa, insufla a Céleste la audacia de erguirse, de mover delicadamente a Victoire y de sumergir la boca en el sexo de la otra hasta colmar su sed, hasta oírla gritar de placer.”

(Leonor de Recondo, Amores, páginas 11, 36,115)

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