Una historia mágica
de la emigración cubana
Marieta Alonso Más
Editorum.es, Madrid, 2018, 381 páginas.
Si Marieta Alonso Más, como señalé hace
cinco años, perdió su virginidad literaria con aquel su libro en solitario ¿Habla usted cubano?, un reventar de de
fantasías que nos llegaron en forma de relatos breves con sabores y acentos
cubanos, hace unos meses, estimulada por las voces de su lectores y amigos, dio
el salto del relato a la novela. El resultado: La huella de los Adioses, una novela de largo aliento que, no
obstante su unidad temática, transita por la misma senda de sus anteriores
incursiones en la ficción de formato breve. Marieta Alonso, hija de la cultura
cubana y española, nos sorprende con una extensa saga familiar que bascula
entre Cuba y España. Múltiples historias de emigrantes, cientos de personajes,
aunque referenciados a una misma familia extensa con distintas ramificaciones.
Narrativa circular, con coincidencia del
principio y del final, tanto en el espacio como en el tiempo: Espasante (Santa
Marta de Ortigueira, año 2007. La historia acaba igual que empieza, sin que
ello quiera decir que su íncipit sea
el final. A lo largo de las cerca de cuatrocientas páginas, múltiples
recovecos, meandros, analepsis y prolepsis para reflejar ficcionalmente
numerosas historias, verídicas en los
hechos esenciales. En un largo periodo de tiempo (1868-2007), con innumerables
emigrantes que van y vienen. Sus historias cotidianas, pero no a ras de suelo.
Una saga que une a dos progenies: la de
Antón y sus descendientes y la de la familia de los Landeiro. Historias de ida
y vuelta que recogen no solamente el vivir diario de los protagonistas en Cuba
y en España, sino buena parte de los acontecimientos históricos, sociales y
políticos acontecidos en estos cerca de ciento cuarenta años.
La novela se inicia con el retorno a
Ortigueira en el año 2007 de Cecilia. Trae la urna con las cenizas de uno de
los personajes centrales de la narración. Y, sin solución de continuidad,
retrocedemos a 1868, a Espasante, momento en que Antón, un joven de dieciséis
años, dice adiós al mar que siempre logró sorprenderle. Al quedar huérfano, su
tía María le envía a Cuba, donde le espera otra tía, Cristina. Llega a La
Habana y por primera vez ve un negro, y le sorprende el baile de las caderas de
las mujeres. Al alba del día siguiente, marcha a San Cristóbal, un pueblo de la
provincia de Pinar del Río. Aprende los secretos del tabaco y se enamora de
Micaela. Había venido a parar a la vega de los Landeiro y con ellos se
emparentará.
Saltos en el tiempo y en el espacio: la
acción se traslada a España en más de una ocasión y de nuevo retorna a Cuba. En 1920, la narración nos
coloca en Tiedra Vieja, en las estribaciones de los montes Torozos en
Valladolid para describir la venida al mundo en 1903 de Juan, que también
emigra a Cuba, escapando de la epidemia de la gripe en España. Con su llegada a
la Isla, la narración amplia su campo diegético, y a la vez cobra empuje.
Una novela cuya arquitectura constructiva
incluye materiales diversos: capítulos sobre personajes, diarios, cartas, y que
tiene la capacidad de ofrecernos un minucioso retrato del último tercio del
siglo XIX cubano, buena parte del siglo XX y los inicios del XXI, con el que se
cierra el círculo de esta saga coral.
A través de sus páginas, se nos hace
presente la Guerra de los Diez Años, tratados con España, el poder colonial, el
proceso del cultivo del tabaco asociado en la Isla con los minifundios, el
final de la esclavitud en Cuba, el vivir diario y las ansias de superación de
los inmigrantes españoles, la crisis de 1933, la peor en la Isla originada en
1929, la Guerra Civil española, y Cuba
país de acogida de republicanos, los interminables viajes a bordo del trasatlántico
“Monte Ulloa”; una visión negativa de la Revolución castrista, más sin extremar
los tintes; el “cubaneo” en Miami, el ataque a Playa Girón en la Bahía de los
Cochinos, la crisis de los misiles, la libretas de racionamiento, el mercado
negro, y sobre todo, el amor, el amor luchado y no aceptado, en más de una
generación
La
huella de los Adioses es una narración de ida y vuelta también a nivel
paisajístico: del paisaje cubano rebosante del esplendor tropical se nos
traslada a los Campos de Castilla que se adentran en el alma con su trigo
amarillo y la cebada verde clara. También de sonidos, acentos y palabras del
idioma común.
Marieta Alonso encauza su amplísimo relato
por la senda del costumbrismo literario: refleja con acuidad los usos y costumbres
del vivir diario de la Cuba rural, antes y después de la Revolución, y con
frecuencia los analiza e interpreta críticamente. En su relato de costumbres
tienen cabida numerosos refranes y expresiones sumamente elocuentes, llenas de
humor (“soy de esas mujeres que ven un calzoncillo en la tendedera y se quedan
embarazadas”, página 305). La edición no respeta, como en sus libros anteriores
de la autora el criterio de traducibilidad, y por consiguiente nos permite
seguir disfrutando de no pocos usos locales del idioma común que aportan
colorido, sin entorpecer la lectura.
En el debe de la novela, el vicio quizás
inconsciente del primerizo, del autor novel: la ausencia del criterio de
contención. Un buen fresco de la vida cubana y en parte de la española, con sus
personajes bien perfilados, sobre todo por sus acciones, pero con
sobreabundancia de secuencias, diálogos e incluso de capítulos enteros que poco
añaden a este relato coral, con historias grandes y pequeñas, y que ralentizan
el ritmo.
Novela amable, de lectura sosegada, que
mezcla familias, sangre, razas; narrada con ese estilo natural y sencillo, la
lengua pulcra de la que la autora hizo gala en sus anteriores libros.
Francisco
Martínez Bouzas
Marieta Alonso Más |
Fragmentos
“Agachado entre las
hojas de tabaco soñaba con la joven pelirroja. Buscaba excusas para ir a verla.
Vicente y Pedro eran grandes personas y le tenían en gran estima. Sonreía
planeando su próxima visita. A veces charlaban tanto del tema del tabaco que no
sabían cómo hacerles callar y a punto de
estallar aparecían unos ojos que le volvían del revés. Ella aparentemente venía
a escuchar la conversación y se daba mañas para sentarse cerca de él.
En una ocasión
comentaron que a partir de 1848 llegaron cientos de miles de culíes chinos a
Cuba, para trabajar en las labores agrícolas hasta que en 1874 prohibieron su
contratación. Micaela aprovechó para meter baza y dijo estar convencida de que
los emigrantes influían allá donde iban:
-¡Sabes!- Y con el
dedo índice tocó en el hombro. Dio un respingo. Se mareó al sentir un apetito
voraz, ojalá pudiera poner en su boca aquel dedo y besarlo con ternura-. En
nuestra música hay una cierta influencia asiática, incluso en la conga, de
origen africano, que tanto se baila y canta en los carnavales, se usa la
corneta china.”
…..
“Detrás del bautizo
llegó la rutina. La costumbre en el campo de irse a la cama al anochecer igual
que las gallinas, se llevaba a rajatabla en aquella casa, la excepción era
Micaela que se levantaba bien temprano y se acostaba pasada la medianoche. La
llamaban pájaro de noche. Elegía esos momentos para estar a solas y
arrellanarse en la mecedora a la luz de la luna, oyendo los ruidos de las
sombras. Luego se encargaba de realizar el reconocimiento de suelos y puertas,
ordenaba, recogía; preparaba la casa para que también se echara a dormir,
respirando paz, al disfrutar de una conciencia tranquila.
Los sábados por la
noche se reunían los vecinos para conversar de cómo iba la siembra, contaban
anécdotas, chistes e incluso algún que otro chisme a la luz de un quinqué,
después alguien rasgueaba una guitarra. Los domingos, engalanados, camino de
misa, en las dos carretas, disfrutaban del día de descanso.”
…..
“Un gallego, de
Vigo por más señas, de noviembre a mayo hacía la zafra en Cuba, regresaba a
Galicia y sembraba su huerta con impaciencia ya que de junio a septiembre iba a
la siega a Castilla, regresaba de nuevo a su pueblo y recogía la cosecha que
había sembrado a su llegada, aumentando también la cosecha en el orden familiar
que para eso pasaba dos lunas de miel al año. Regresaba a la isla y vuelta a
empezar.
No perdía el
tiempo, no, durante el viaje trabajaba de pinche de cocina en el barco. Una
vida agitada. Sin embargo, no era una excepción, hubo muchos que con tanto ir y
venir tuvieron descendientes en ambos lados del Atlántico. El vigués también la
tenía y confesaba a Juan que al estar en un lado echaba de menos al otro, no
podía evitar querer a dos mujeres a la vez y que constara que no estaba loco,
ni era un desalmado.”
(Marieta
Alonso Más, La huella de los Adioses,
páginas 69, 100,193-194